Paul B. Preciado
(antes conocido como Beatriz Preciado) es un filósofo feminista dedicado
a los estudios de género y a la teoría queer, que entiende que la
identidad sexual y de género de las personas es una construcción social.
El suicidio del joven trans Alan ha vuelto a poner sobre la mesa la
preocupación sobre el acoso escolar y la transfobia, y la semana pasada
los
colectivos LGTBI se manifestaban en Barcelona para reclamar la
implicación de la comunidad educativa en la respuesta al acoso
vinculado a cuestiones de identidad sexual y de género. Preciado habla
con El Diari de l’Educació sobre una
escuela que considera un espacio de reproducción de violencias y propone
un modelo educativo que permita superarla.
¿La escuela reproduce conductas homófobas o transfóbicas?
Tenemos una visión
todavía idealizada del colegio, como un espacio para el aprendizaje de
los niños, como si fuera realmente un espacio de libertad. No se trata
simplemente de que el colegio reproduzca conductas homófobas,
transfóbicas o estereotipos machistas, sino que es una de las
instituciones claves donde se lleva a cabo el proceso de normalización
de género o de sexualidad. Y éste es un proceso violento. Curiosamente
dos de los espacios más violentos, el doméstico y el colegio, son
aquellos que están más idealizados en nuestro imaginario como espacios
de protección de la infancia. Hay que desmitificar estos espacios. En
los años 60 se inicia una crítica, desde los movimientos feministas,
homosexuales y más tarde movimientos transsexual y transgénero, de la
violencia inherente a estos espacios pedagógicos, pero hay todavía mucho
trabajo por hacer.
Hoy la institución colegio
está en una crisis profunda. Por una parte, la transformación neoliberal
ha supuesto un derrumbe de una institución que era fundamentalmente
pública y vinculada a la regulación estatal. Nos encontramos por tanto
en una situación inédita. Por una parte, tenemos que defender la
institución colegio, como un derecho universal, pero al mismo tiempo,
necesitamos criticar las violentas normas de género y sexuales en las
que históricamente se apoya.
¿Y se está abordando este problema?
Hay ya mucha gente que está
llevando a cabo esta crítica, pero necesitamos hacer visibles estas
luchas y establecer alianzas. En el contexto actual del Estado español
hay en cierta forma un retorno a los valores normativos, que son
invocados en algunas ocasiones por la iglesia católica. El colegio es
también espacio de fabricación de la identidad nacional, de
normalización racial y religiosa… Necesitamos un colegio más abierto a
la crítica, porque ¿qué significa una pedagogía que no acepta la
crítica?
Tendríamos que hacer una
marea de colegios para pensar colectivamente cómo queremos ser educados
y educar a nuestras generaciones futuras. Nos falta creatividad,
imaginación política cuando pensamos en el colegio. Me gustaría que
hubiera un colegio que fuera suficientemente plástico, capaz de trabajar
con la riqueza de todas las subjetividades posibles.
¿Cuál ha sido su experiencia en la
escuela?
Yo crecí en un colegio
católico de Burgos sólo para niñas, en el que yo era un caso de fracaso
escolar. Gracias a una profesora que tenía un hijo autista y montó un
grupo de ocho personas con una educación experimental, con una atención
personalizada, de mucho respeto, yo pude salir adelante. Esa experiencia
me cambió radicalmente la vida, no sólo porque en el colegio tradicional
hubiera fracasado a nivel académico, sino también porque quizás no
hubiera sobrevivido.
¿Lo que hacen falta son experiencias
como esa?
Ese ideario de género,
sexual, nacional, no se acaba en el instituto, se sigue reproduciendo.
En el Programa de Estudios Independientes del MACBA que dirigí hasta el
año pasado me sorprendía ver a mis alumnos, que estaban en nivel de
doctorado, y que eran sociólogos o psicólogos pero nunca habían
estudiado nada de feminismo ni de luchas anticoloniales. Reivindico la
posibilidad de crear una red de colegios, institutos, pero también de
centros de formación universitaria, donde se estudien el conjunto de
tradiciones de resistencia minoritaria que han hecho posible construir
una sociedad más democrática. Necesitamos una pedagogía radical para
tiempos de crisis que nos ayude a construir un ciudadano crítico. Esta
debería ser la tarea del colegio y no tanto la de reproducción.
Es crítico con el modelo de escuela
inclusiva por el que se viene luchando desde hace unos años.
Hay iniciativas tanto
pedagógicas como políticas muy respetable de aquellos que trabajan con
una voluntad de crear una escuela inclusiva, pero somos muchos los que
venimos de movimientos minoritarios y criticamos la idea de inclusión,
porque supone tolerar al otro e
integrarlo con la condición de que sea marcado como
otro. Esto es lo que Foucault llamaba
la “exclusión incluyente.” Uno de los grandes problemas de la escuela
inclusiva es que el otro queda como una nota a pie de página en una
escuela que no cambia. Se sigue practicando la misma pedagogía: se añade
simplemente una silla para el “diferente”, el “discapacitado”, pero no
se pone en cuestión la epistemología normativa de la escuela.
Lo radical sería hacer una
crítica a la norma como eje de la pedagogía, hacer una pedagogía
anti-normativa, en vez de incluir al que es diferente. En el caso de las
normas de género y sexuales, no se trata de “incluir” al niño homosexual
o transexual, sino de cuestionar la norma heterocentrada y machista del
colegio que hace que toda disidencia de género y sexual sea percibida
como patológica.
El modelo de escuela inclusiva no evita
un caso como el de Alan.
El caso de Alan no es puntual
ni es único, es uno entre tantos. Ahora se está hablando más de los
casos de jóvenes trans, pero en el caso de niños y niñas queer, niños
afeminados, niñas masculinas, niños y niñas son objeto de acoso y
vejaciones. ¿Qué significa hacer una escuela inclusiva con una norma
heterocentrada? Hace falta una pedagogía radical que incluya la
increíble heterogeneidad de todos los alumnos. No se trata de incluir al
que es diferente, sino de crecer en un ámbito pedagógico en el que la
heterosexualidad no es la norma.
Lo que me asusta con el
planteamiento inclusivo son los tratamientos excesivamente
patologizantes o médicos de la diferencia: reducir la inclusión a la
silla de ruedas o la transexualidad a disforia de género. El problema no
es ese, el problema es la arquitectura no accesible y la normativa de
género. Ahí está la diferencia entre una pedagogía inclusiva y la
pedagogía crítica. Y no hablo de acabar con toda disciplina, sino de
pensar colectivamente como construir un conjunto de contra-disciplinas
críticas.
¿Hay escuelas que apuesten por un
modelo así?
Como profesor en la New York
University he tenido la suerte de conocer y he tenido alumnos que han
estudiado en el
instituto Harvey Milk. Me contaban su experiencia, la sensación de
libertad, de por fin llegar a un lugar donde no tenías que sentirte
diferente, fuera de un ámbito heteronormativo en el que tenías que
explicar quién eras.
Pero son muy pocos los que tienen
acceso a un colegio de este tipo.
Es un caso experimental,
colegios singulares que pueden servir en un caso de emergencia para
alguien que está sufriendo una situación de violencia. Yo defiendo más
bien la creación de una red de colegios transfeministas y queer. No
hablo de colegios que salgan de la nada, sino de colegios que ya
existen, que salgan, por así decirlo, políticamente del armario, que
digan que el alumno tiene derecho a experimentar con su propia
subjetividad, colegios que se declaren abiertamiente no-heteronormativos
y feministas, colegios donde los alumnos tengan derecho a procesos de
cambio sin ser objeto de violencia por utilizar códigos masculinos o
femeninos, que no se castigue al niño que con 7, 12 o 16 años se pone
una falda. Lo pedagógico debería ser trabajar con esta plasticidad que
es la base de la creatividad y la transformación social.
¿Entonces su propuesta es que los colegios
den un paso adelante en defensa de un nuevo modelo?
Me parecería maravilloso que hubiera un conjunto
de colegios que apostaran por una pedagogía queer y dijeran que apuestan
en su currículum por una educación feminista. ¿Qué significa esto?
Invocar las tradiciones feminista, anticolonialista, … Ahí radica el
único cambio político en el que creo realmente. ¿Dónde están los cuerpos
pedagógicos, las escuelas, los institutos, que decidan dar un paso al
frente y decir que quieren constituir una red de colegios
transfeministas y queer? A veces pasa por incluir en el currículum
pequeños elementos que puedan hacer que se hablen de las cosas que no se
hablan. Y si hay esta red podemos organizar, por ejemplo, toda una serie
de talleres de formación.
Por ejemplo, en mi docencia de historia y teoría
feminista en la universidad París VIII-Saint Denis en Francia yo incluí
una serie de talleres de género en los que los alumnos y alumnas
hablaban de su experiencia de normalización y experimentaban encarnando
roles masculinos o femeninos. Era mucho más difícil hablar con los
alumnos chicos, que creían que las cuestiones de feminismo y sexismo no
les afectaban, hasta que se daban cuenta de que también se les estaba
imponiendo un determinado modelo de masculinidad. Pero en el caso de las
alumnas chicas, resultaba sorprendente ver que la mayoría de ellas
hablaban de ser objeto de violencia.
La realidad es que
la mayoría de docentes no ha oído hablar de teoría queer. ¿No les queda
muy lejos esta propuesta de una red de escuelas transfeministas y queer?
Lo que no me creo es que los docentes no
experimentan cotidianamente los efectos de la violencia sexual y de
género en el colegio, porque son absolutamente transversales. Un docente
que esté atento es consciente que hay alumnos que son objeto de vejación
constante, la niña gorda, el tonto de la clase, el niño afeminado, la
marimacho… Cualquier docente es consciente de que es urgente, que hay
que actuar, que lo que ha pasado con Alan está pasando constantemente en
todos los ámbitos de la educación. No puede ser como hasta ahora un acto
heroico de un profesor aislado que decide incluir un tema en su trabajo
pedagógico, tiene que ser una tarea colectiva.
La cuestión es que para llevar a cabo esta
crítica el docente también tiene que criticar su propio modelo de
género. En Francia, donde he trabajado más, hasta los años 80 una
persona abiertamente homosexual no podía ser docente. Esto revela el
alto grado de normalización heterocentrada de la escuela. También
requiere un examen de autocrítica de los docentes y un examen de sus
propias ideas heterosexistas o machistas.
Todo esto choca con un modelo escolar muy
concreto. Lucas Platero nos recordaba
en una entrevista que desde la educación infantil el currículum
evalúa si los niños y niñas pueden identificar su género y el de otros.
En lugar de
un espacio de reproducción de la norma hay que pensar la escuela como un
espacio de crítica. Puedes explicar que la sociedad funciona según estas
normas, pero que dentro de este espacio nos vamos a permitir cuestionar
esta norma para imaginar otras formas menos violentas de vivir. En mi
caso la escuela permitió crear un mundo que era disidente con respecto a
mi propia educación familiar, mis padre pudieron acceder a muy poca
educación, y en cambio yo me convertí en un ávido lector, algo que no me
aportaba mi entorno familiar. El colegio debería ser un espacio de
disidencia crítica, un espacio experimental. Luego sería ideal que el
parlamento funcionara de la misma manera, que todas las instituciones
pudieran funcionar de este modo, en lugar de como dispositivos de
reproducción de la violencia. ¿Cómo se hace? Que el conjunto de
profesores que no quieren seguir reproduciendo este tipo de normas
sociales y de género se unan para pensar cómo hacerlo de otra manera.
Que den un paso adelante para elaborar una pedagogía queer. Es utópico,
pero no imposible. Si no queremos que el caso de Alan se repita, no hay
tiempo que perder, lo imposible es hoy lo necesario.