Transforma por completo la inteligencia, es el fruto más
maduro de la evolución y debe ser una prioridad en los
sistemas educativos
José Antonio Marina / 24/02/2015
El factor E es decisivo para mejorar las capacidades de los
estudiantes. (iStock)
¿Hemos
descubierto la piedra filosofal educativa, la solución de
todos nuestros problemas pedagógicos? Un importante número
de investigadores respondería que eso es lo que podemos
esperar del factor E. Por eso les prometí
la
semana pasada hablarles de él. Para simplificar, llamo
factor E al conjunto de las funciones ejecutivas,
que son las encargadas de iniciar, dirigir, controlar
conscientemente nuestras operaciones mentales. Algo
parecido a lo que en terminología tradicional
se denominaba “voluntad”. La gigantesca maquinaria
cerebral que compartimos con nuestros primos animales se
transforma espectacularmente cuando podemos dirigirla
hacia metas elegidas por nosotros mismos.
Aprovechar sistemáticamente esta posibilidad puede, en
efecto, provocar una revolución educativa. Como titula la
revista Newsweek en portada, “la competencia
escolar importa más que el cociente intelectual”. El
psicólogo Adam Cox, autor de No Mind
Left Behind, escribe: “El conocimiento del factor E
supone una revolución en el modo de
educar a niños y adolescentes”. Otro experto, Roy
Baumeister, de la Universidad de Florida, es aún
más contundente: el desarrollo de las funciones ejecutivas
es lo que nos hace humanos. En efecto, el factor E
transforma por completo la inteligencia. Es el fruto más
maduro de la evolución.
El
cerebro humano ha aprendido a dirigirse a sí mismo, y eso
amplía maravillosamente sus capacidades. Lo convierte en
una “máquina espiritual”, en el sentido
de que produce cosas ideales: matemáticas, música, teorías
científicas, sistemas morales, proyectos, planes para
entrenarse y superarse a sí mismo. Hace unos años,
Robert Sternberg, uno de los grandes expertos en
inteligencia, la definió de una manera que sorprendió a
muchos: "La inteligencia es el autogobierno
mental. Su función es proporcionarnos los medios
para gobernarnos a nosotros mismos, de modo que nuestros
pensamientos y nuestras acciones sean organizadas y
coherentes". Lo que en aquel momento se tomó como una
metáfora empieza a imponerse como una realidad. La función
principal de la inteligencia es dirigir bien el
comportamiento.
Un pequeño experimento
El
factor E, la capacidad de dirigir las propias operaciones
mentales, de evaluarlas, inhibirlas o alentarlas, cambia
nuestro modo de pensar, sentir y actuar. Hagan un pequeño
experimento. Cojan un trozo de papel, arrúguenlo, y
déjenlo encima de la mesa. Obsérvenlo. Es una vulgar bola
de papel, poco interesante. Eso es lo que su ojo ve
pasivamente. Pero ahora dirija ejecutivamente la mirada.
Intente dibujar ese objeto. Entonces comprobará que su
mirada empieza a señalar irrealmente en el papel arrugado
las líneas que lo definen. Descubrirán un objeto de
extraordinaria complejidad, una casual geometría que les
podrá entretener un buen rato. La mirada inerte recibe
información. La mirada ejecutivamente dirigida busca la
información que necesita para la tarea en curso. Descubre
posibilidades en la realidad. Una de las pruebas para
medir las funciones ejecutivas es el test de
Stroop. Intente decir rápidamente el color en que
están escritas las palabras. (No lo que las palabras
significan). Comprobará la dificultad y la posibilidad de
liberarse de automatismos. Les costará trabajo, porque las
funciones ejecutivas consumen mucha energía.
Entremos en un aula. Una de las grandes preocupaciones de
nuestros docentes es la falta de atención de los alumnos.
Se multiplican los casos de déficit de atención y de
hiperactividad. Ambos problemas derivan de un mal
desarrollo de las funciones ejecutivas. Un
concepto que parecía tan lejano se nos ha metido en
casa. Todos los niños nacen con una atención
espontánea, que está a merced del estímulo. Un
ruido, una sorpresa, un dolor atraen la
atención. Para progresar, necesitan completar esa
capacidad automática con la atención ejecutiva,
que les permite liberarse del estímulo inmediato y
focalizar voluntariamente lo que precisan. Si mejoramos el
factor E, mejorará inmediatamente el rendimiento
de estos niños.
Pondré
un tercer ejemplo. Todos aprendemos automáticamente. Es
decir, retenemos continuamente cosas en la memoria. Los
animales lo hacen también. La diferencia es que nosotros
podemos elegir lo que queremos aprender. Cuando los
alumnos se percatan de que ellos pueden dirigir su propio
aprendizaje, aprenden con más eficacia. El desarrollo del
factor E permite a las personas gestionar su atención,
gestionar su memoria, gestionar sus emociones, gestionar
su acción. Stuart Shanker describe muy
bien la situación: “Estamos en medio de una revolución en
la teoría y la práctica educativas. Los avances
científicos en diversos campos apuntan a una
misma conclusión: que el modo de comportarse de un alumno
en la escuela puede depender del modo en que sepa
autorregularse. Algunos investigadores creen que la
autorregulación debería ser considerada como un indicador
más importante de los desempeños educativos que el
Cociente Intelectual”. El Center on Delevoping Child,
de la Universidad de Harvard, ha publicado un
documento titulado Building the Brain “Air-Traffic
Control” System, señalando que "aunque son
esenciales, no nacemos con las funciones ejecutivas
que nos permiten controlar los impulsos, hacer planes, y
focalizarlos. Nacemos con el potencial de
desarrollarlas durante la infancia y la adolescencia.
Ayudar a adquirirlas es una de las mayores
responsabilidades de la sociedad”.
La
revolución educativa no llegará con la tecnología,
llegará con la pedagogía. (iStock)
El núcleo de la autonomía
¿No
será todo esto una moda educativa más? Estamos sometidos a
una hiperactividad innovadora. Se ha extendido la idea de
que innovación educativa es buena, con lo que estamos en
pleno baile de San Vito pedagógico. Hemos
pasado por la moda de la psicología positiva, las
inteligencias múltiples, la educación emocional, el
design thinking, el aprendizaje profundo, el
aprendizaje sistémico, el brain-based learning. Antes
de lanzar otra idea más al ruedo educativo
conviene asegurarse de que mejora lo que ya hay. La teoría
ejecutiva de la inteligencia avanza con paso seguro,
porque es más completa que las anteriores. Las demás
estudian los instrumentos de nuestra orquesta mental. La
teoría ejecutiva estudia el factor E,
encargado de conjuntarlos a todos y de hacerles ejecutar
la partitura. En el plano educativo no se trata de añadir
una asignatura nueva (¡bastante cargados están ya nuestros
currículos!), sino de enseñar de manera distinta
las ya existentes. Al hacerlo, mejorarán los resultados
académicos, pero no solo eso. Hay otros efectos
comprobados que son extraordinariamente importantes:
aumenta la capacidad de enfrentarse con los problemas
reales, reduce las conductas de riesgo, facilita la
convivencia e impulsa una libertad responsable. El
factor E es el núcleo de la autonomía.
Algunos lectores me han criticado por citar demasiadas
iniciativas extranjeras. En este caso,
puedo mencionar autores españoles. El gran especialista en
el estudio de los lóbulos frontales, sede de las
funciones ejecutivas, es el español Joaquín
Fuster, que trabaja en la Universidad de los
Ángeles. Y una de las grandes expertas en el estudio de la
“atención ejecutiva” es Rosario Rueda,
que estuvo en la Universidad de Oregón, y actualmente está
en la Universidad de Granada. Además, desde la cátedra
“Inteligencia ejecutiva y educación”, que dirijo en la
Universidad Nebrija de Madrid, financiada por el Banco de
Santander y desde el CEIDE, estamos trabajando para
introducir el factor E en los currículos
de la escuela primaria y secundaria, desarrollar las
didácticas apropiadas, y los procedimientos de evaluación.
Solo debemos llevar a la escuela aquello cuya eficacia
podamos medir.
Es
estupendo sentirse en la vanguardia científica. Mi
conclusión es que no nos encontramos ante una moda. El
factor E
ha venido para quedarse.