Gerard
Fernández, que ahora tiene 19 años, con su tía
Carme en el centro de formación y atención
psicológica que la segunda dirige en Granollers
(Barcelona), en febrero.Albert Garcia / EL PAÍS
Ignacio Zafra,
Granollers
30 de noviembre 2020
El
encuentro con Gerard y Carme Fernández tuvo
lugar antes de que empezara todo esto. Es decir,
antes del inicio de la pandemia. Una mañana de
finales de febrero, Carme —porque Gerard no se
comunica oralmente ni tampoco por escrito—
explicó en el centro de formación que dirige en
Granollers (Barcelona) la historia de su
sobrino, que
tiene un Trastorno del Espectro Autista (TEA) y
se ha convertido en un referente para otras
familias con hijos con diversidad por haber
terminado el periodo de enseñanza obligatoria en
una escuela y un instituto ordinarios, después
de que sus padres ganaran en doble instancia
judicial a la Administración educativa catalana,
que al llegar a sexto de primaria insistió en
matricularlo en un centro de educación especial.
Unas semanas después de la conversación, el
coronavirus envió a todos los alumnos a estudiar
desde casa, creando una situación inédita, y la
publicación de la historia de Gerard quedó en
hibernación, a la espera de que el contexto
educativo volviera a ser un poco más normal.
La nueva ley educativa, conocida como ley
Celaá, ha puesto su caso de actualidad
porque, al margen de la polémica creada en torno
al futuro de los centros de educación especial,
ha introducido cambios orientados a facilitar
que se respete la voluntad de las familias que
quieren que sus hijos vayan a la escuela
ordinaria, así como otras, destacan sus
promotores, destinadas a mejorar su inclusión en
estas aulas. Entre ellas: establecer la
posibilidad de reducir las ratios en los grupos
que tengan alumnado con necesidades educativas
especiales, reforzar el mandato dirigido a las
autonomías para que les proporcionen los
recursos y apoyos necesarios en el aula, y
favorecer que los estudiantes con adaptación
curricular se puedan titular. Carme Fernández,
por su parte, considera insuficientes las
medidas y cree que la ley ha sido una
“oportunidad perdida” para haber abordado a
fondo la inclusión.
Aquella
mañana de febrero Gerard movía un poco las manos
—señal de que estaba un tanto nervioso por la
cita con unos periodistas en el centro de
formación que dirige su tía, psicóloga
infantil—, seguía atento la conversación y
sonreía con regularidad. “Gerard no ha
desarrollado el lenguaje, pero eso no significa
que no tenga capacidad para entender o para
expresarse de otras formas, porque el lenguaje
también tiene una vertiente interior”, explicó
Carme. Gerard, que ha cumplido este mes 19 años
y al que le encanta ir al cine y que le lean
novelas, respondió a varias preguntas durante la
entrevista —por ejemplo, la de qué asignatura le
había gustado más (eligió Lengua Castellana)—,
señalando con el dedo entre varias opciones.
En
primaria, Gerard tuvo un apoyo educativo que lo
acompañaba parte de las horas. Primero, una
monitora sin formación específica. Su familia
logró después que su escuela pública contratara
bajo la misma figura (monitora auxiliar) a una
psicóloga que se había preparado con Carme
(especializada para entonces en formación de
niños con TEA). La profesional lo acompañó en el
paso al instituto, y estuvo con él hasta el
final de la ESO (Gerard no pudo sacarse el
título).
Continuidad
Mantener
ese referente fue un gran apoyo, afirma Carme.
La monitora le contaba por anticipado a Carme
qué iban a trabajar en clase. Y Carme preparaba
los materiales para que Gerard pudiera seguir, a
su manera, el curso. Como ejemplo muestra las
hojas con las que trabajó el Lazarillo de
Tormes. En una de las páginas Gerard unió con
líneas los dibujos de cada personaje de la obra
con sus nombres (bajo ciertas condiciones y
hasta cierto límite Gerard puede leer). Carme
realizó adaptaciones en todas las asignaturas.
El caso de Gerard, posible en gran medida por el
esfuerzo de su tía, refleja cuánto tiene que
avanzar la escuela ordinaria para integrar con
éxito a los alumnos con discapacidad —unos
35.000, en torno al 17% del total, acude ahora a
centros especiales—. “Lo ideal”, dice Carme, “es
que la adaptación curricular la haga la escuela
a través del llamado Diseño Universal del
Aprendizaje, en el que se propone una misma
actividad de diferentes formas para que todos
los alumnos, independientemente de sus
capacidades, puedan participar”, afirma.
La
psicóloga es una gran defensora de la inclusión
del alumnado con discapacidad, con los recursos
necesarios, en la escuela ordinaria. La entidad
que ha promovido la familia, la Fundació Gerard,
asesora ante los tribunales a una quincena de
familias que se oponen a la derivación forzosa
de sus hijos a centros especiales, una práctica,
recuerda Carme, que
ha sido censurada y calificada de segregadora
por el Comité de Derechos de las Personas con
Discapacidad de Naciones Unidas.
“A
Gerard ir a la escuela ordinaria le ha servido,
sobre todo, para aprender a estar en la sociedad
en que le toca estar, no en un mundo paralelo. Y
a ser una persona que puede ir a cualquier lugar
y no se extraña de nada, porque tiene un
conocimiento del entorno enorme”, dice Carme. “Y
creo que para sus compañeros también ha sido
importantísimo, porque hay ciertos aspectos que
no se pueden aprender si no convivimos en
diversidad. Hay valores que no se pueden enseñar
en la pizarra”.