Hablar con el
filósofo y pedagogo Gregorio Luri del deseo manifiesto y
generalizado de los padres por tener hijos felices es revelador:
«Nada me parece más elemental que desear lo mejor para tus hijos. Lo que
no me parece tan obvio es que lo mejor sea esa felicidad positiva, blanda
y sentimentaloide». En este punto Luri confiesa tener una pesadilla
recurrente: «Que el futuro nos depara una humanidad sedente contemplando
feliz videos de gatitos».
El también escritor navarro, autor de libros como
«Mejor Educados», o «La Escuela contra el Mundo», entre
otros, insiste en que la felicidad es la ideología de nuestro tiempo, y
que poner en duda su bondad es ir a contracorriente.
«Ser feliz hoy parece una obligación», determina.
—Cada
vez es más habitual que se imparta educación emocional en la escuela con
el objetivo de enseñar a los niños a ser felices.
—Siempre se ha intentado educar emocionalmente. Los
epicúreos, los estoicos, los cínicos, los escépticos y hasta Simón el
Estilita propugnaban una educación emocional. Pero las emociones no eran
valiosas por sí mismas, sino por el tipo de persona que ayudaban a
construir. Dudo mucho que se pueda enseñar en la escuela a
gestionar emociones sin tener un modelo concreto de lo que es una
persona educada.
Más bien me
parece que lo que realmente nos educa emocionalmente es el ejemplo de las
personas a las que admiramos. Y aquí está el peligro. Pensemos en dos
grandes ejemplos: Martin Luther King y Adolf Hitler. Poseían una habilidad
extraordinaria gestionando emociones propias y ajenas, pero el modelo de
ciudadano que tenían en mente era radicalmente distinto. Un cínico sin
escrúpulos puede ser emocionalmente inteligente. ¿Ha habido mayor
maestro de inteligencia emocional queMaquiavelo?
—En
principio, la inteligencia emocional se introduce en las escuelas para
ayudar a crear el clima adecuado para facilitar la adquisición de
conocimientos.
—Lo que ocurre es que la
inteligencia emocional hoy se presenta como un fin en sí misma y se
enfrenta a la llamada inteligencia cognitiva. ¿Felicidad a costa
de las Matemáticas? Mire usted, esa teoría no la compro. Cuando
se pierde de vista el referente, caemos en prácticas escolares que
confunden la educación emocional con la incontinencia emotiva o que
fomentan la empatía de los niños con causas remotas y grandes mientras
ignoran sus compromisos con las faenas de casa o la limpieza del colegio.
—Algunos
dan por supuesto que el éxito profesional depende mucho más de la
inteligencia emocional que de la cognitiva.
—En efecto. El mercado laboral ha comenzado a
relegar a los que no muestran determinadas habilidades emocionales lo cual
es un error, porque estas últimas se pueden aprender. La
inteligencia emocional sería, básicamente, la capacidad para relacionarse
bien, y la cognitiva, la capacidad mental para razonar, resolver problemas
y
aprender. Y la diferencia entre estos dos tipos de inteligencia me
parece perjudicial para la escuela. Cuando Platón puso en la puerta de la
Academia el letrero que decía «que nadie entre aquí que no sepa
geometría», entendía que la manera de cuidar de nosotros mismos
(de nuestra alma y de sus emociones) era proporcionándole experiencias de
orden: definiciones claras, formación gimnástica, musical y, muy
especialmente, matemática. El acceso al saber era para él la forma
privilegiada del cuidado de sí. Hoy se contrapone frívolamente eso que se
llama «crecimiento personal» y conocimiento científico. Yo soy platónico.
—¿Y
cuál es la opinión de un platónico sobre la teoría de las inteligencias
múltiples del psicólogo estadounidense Howard Gardner?
—La gran ventaja de Gardner es que su teoría parece
innovadora y hoy, en el mundo de la pedagogía, lo que se presenta con la
etiqueta «innovador» y, especialmente, como
«disruptivo» no tiene ninguna necesidad de justificar que es bueno. De
ahí que se nos cuelen en las aulas tantas teorías pseudocientíficas. Se
presentan como innovaciones proyectos que son tan viejos como la misma
escuela: el pánico al pupitre, al aula,
al libro de texto, a la lección, a la asignatura, a las evaluaciones…
y metodologías más creativas que científicas, como las
inteligencias múltiples, el
«brain training», etc.
No disponemos de ningún estudio científico serio que
valide la teoría de las inteligencias múltiples porque, simplemente,
carece de base empírica. No he encontrado un solo neurólogo que la apoye.
El hecho de que haya tenido tanto éxito en el mundo educativo dice mucho
de la singular racionalidad pedagógica. La teoría nos permite creer que,
si hay varias inteligencias y todas son igualmente válidas, todo el mundo
es bueno para algo y compensar así las evidentes diferencias que muestran
los tests de inteligencia, tan antidemocráticas, por atentar contra el
igualitarismo.
—¿Que
opina de esa escuela de Brooklyn que incluye la ambición en su curriculum?
¿Esto sí se puede enseñar?
—Se puede mostrar, que es más importante. El principal
órgano educativo de los niños no es el oído, sino el ojo: aprenden por
impregnación. Lo que ven es que la ambición se estimula en el mundo del
deporte, de la empresa y otros muchos, pero en la escuela se ha hecho
sospechosa. Sin embargo, ¿qué es educar, sino hacer apetecibles
las posibilidades más altas de cada uno? ¿Y cómo se pueden ni tan
siquiera visualizar estas posibilidades si no se es ambicioso? Yo defiendo
el deber moral de ser inteligente, que es el deber de no mutilar ni
nuestra inteligencia ni la mejor versión de nosotros mismos. Me resulta
más estimulante una efectiva movilidad social que una mediocridad
equitativa. ¿Qué confianza en sí mismo puede tener un país que no hace
apetecible el talento? ¿Qué futuro le corresponde a un país en el que
solamente el 3% de sus universitarios desea montar su propia empresa?
—En
cualquier caso, parece que gran parte de la comunidad educativa está
convencida de que hay que cambiar la escuela tradicional.
—Pero el 90% sigue utilizando libros de texto. No existe
algo que pueda identificarse como escuela tradicional en oposición a una
supuesta nueva escuela. El trabajo por proyectos tiene cien años y la
escuela progresista basada en las metodologías de Dewey fue mayoritaria en
los Estados Unidos en los años treinta. De hecho producir auténtica
innovación es mucho más difícil de lo que parece. Conviene no diferenciar
la necesidad que algunas escuelas tienen de mostrarse distintas con el
rigor científico. Propongo un sencillo ejercicio. ¿En qué fecha creen que
fue escrito el siguiente texto?: «los adultos de mañana se enfrentarán con
problemas cuya naturaleza hoy no nos podemos imaginar. Tendrán que
vérselas con trabajos que aún no han sido inventados. Necesitan un
curriculum que les enseñe a hacer preguntas, a explorar, a interrogarse, a
reconocer la naturaleza de los problemas y cómo resolverlos». Parece de la
mayor actualidad, pero fue escrito por Peter Mauger en 1966.
Hoy, como entonces, sigue siendo imprescindible poseer
una buena competencia lingüística, dominar al menos un idioma
extranjero y poseer una buena base en matemáticas y a medida que
la información disponible aumenta gracias a las nuevas tecnologías, más
relevante es el conocimiento que permite identificar el conocimiento
valioso. Sin embargo es cierto que estamos asistiendo a un cambio que
puede tener importantes repercusiones: La intromisión de las empresas
tecnológicas en las escuelas, que se han convertido en un sector con cada
vez mayor capacidad de consumo. No me parece que lo hagan sin intereses
comerciales. Legítimos, sin duda, pero que son suyos, no necesariamente de
la escuela.
El
filósofo Gregorio Luri, durante la entrevista con ABC-
MAYA BALANYA
«Hay padres dispuestos a
ponerse en manos de especialistas que conocen a sus familias mucho peor
que ellos»
—¿Cómo
es que los padres de ahora asisten a seminarios, van a conferencias, hacen
«coaching» para familias, disponen de multitud de libros sobre educación
y, a pesar de todo, aparentemente tienen más dificultades para educar que
nunca?
—Los padres modernos se diferencian de sus padres en que
no tienen suficiente con ser unos padres normales y ni tan siquiera les
parece digna la aspiración a ser unos buenos padres. Lo que quieren es
ser unos padres perfectos y para ello, sorprendentemente,
parecen dispuestos a renunciar a su sentido común y ponerse en manos de
especialistas que conocen sus familias mucho peor que ellos. Leen
también revistas y literatura de autoayuda que les aseguran que hay
recetas técnicas para afrontar cualquier problema, como si la naturaleza
fuera completamente domesticable. Es habitual encontrar en las revistas
artículos con títulos como estos: «las 10 claves que te ayudarán a…» o
«los cuatro errores que debes evitar para…». Como la vida real es tan
compleja que no cabe en la teoría, los padres modernos se sienten
culpables por no hallar las respuestas adecuadas.
Por eso, hagan
lo que hagan, una voz interior les sugiere: ¿Y si hubieras actuado de otra
manera? El sentido de la posibilidad puede en ellos más que el
sentido de la realidad. Un hijo no es ni una máquina que haya que
poner a punto ni debiera ser una carga. Es un don y debería ser aceptado
como tal. Solo es un don aquello que es bienvenido, inmerecido y azaroso.
Recibir este don significa, en última instancia, acoger con los brazos
abiertos ese enigma que nos llega. Quizás la perfección fuera
posible si pudiéramos tener el segundo hijo antes que el primero,
cosa que, sin duda, ayudaría mucho a conquistar una perspectiva más
relajada sobre la paternidad, pero no parece que las biociencias hayan
avanzado hasta este punto.