En su último libro, Creative Schools (Penguin
Random House), Sir Ken Robinson –en 2003, la reina Isabel II lo
nombró caballero por fomentar las artes- propone un modelo de
escuela que contemple otros grados de inteligencia más allá de la
académica, porque “no todos los niños irán a la Universidad y hay
que ayudarles a descubrir su talento”.
Robinson vive en Los
Ángeles, desde donde lidera la creación de dos plataformas online,
una para conectar a profesores de todo el mundo y acelerar el cambio
educativo, y otra para ayudar a los jóvenes a descubrir su vocación.
Esta semana visitó Madrid para participar en EnlightED,
un evento impulsado por Fundación Telefónica, IE University y South
Summit para abordar los retos de la tecnología y la transformación
del sistema educativo, donde contestó a las preguntas de EL PAÍS.
Pregunta. ¿Cómo cree que debe ser
hoy la escuela?
Respuesta. Vemos la escuela como
un lugar de rutinas, calendarios exigentes y exámenes. No tiene por
qué ser así. Los colegios dividen a los alumnos por grupos de edad,
pero en la vida real no nos relacionamos así. La escuela es una
comunidad de personas que aprenden y lo primero que habría que hacer
es mezclarlas, no hacer del colegio un lugar tan rígido. Al final
del día, cuando los niños finalizan las clases, juegan juntos, no
hacen diferenciaciones por edades.
En segundo lugar, una buena escuela es la que
tiene horarios flexibles. Si un adulto en su día a día se viese
obligado a realizar una actividad diferente cada 40 minutos, se
quemaría enseguida. Los colegios tienen que funcionar con ritmos
naturales para permitir que los niños dediquen el tiempo necesario a
cada tarea. Hoy existen programas suficientemente sofisticados para
que cada estudiante trabaje a su ritmo, con sus propios horarios.
P. Las escuelas innovadoras
suelen ubicarse en los barrios con rentas más altas y las escuelas
privadas llevan, en muchos casos, la delantera. ¿Qué se puede hacer
para que la innovación educativa no incremente la desigualdad?
R. No se trata de elegir entre
innovación o desigualdad, sino de contectar ambos puntos. La
innovación es también un cambio en la estrategia a la hora de
gestionar el sistema educativo. Ser más inclusivo también es
innovar. Los niños que viven en barrios complicados y que además, en
algunos casos, no hablan bien el idioma, tienen que recibir más
apoyo. Tienen un punto de partida distinto, por su situación
familiar, y para ofrecerles las mismas oportunidades hay que
centrarse en dar repuesta a sus necesidades.
P. Los profesores se quejan de
que no tienen tiempo ni herramientas para transformar la escuela.
¿Qué les recomienda?
R. Enseñar es complicado, los
docentes están sometidos a una gran presión. En mi libro Creative
Schools cuento que la revolución debe hacerse de abajo hacia
arriba. Hay que entender cómo funcionan los cambios sociales,
siempre desde la raíz. Persuadir a los políticos a pensar diferente
no es la solución. Los grandes temas que afectan a la educación
tienen que ir más allá de un ciclo electoral; no pueden depender de
la voluntad de un mandatario. Es como el movimiento
MeToo o las acciones para frenar el cambio
climático; son iniciativas que surgen al margen de la vida
política.
P. ¿Los profesores tienen que
hacer la revolución independientemente de lo que marquen los
programas oficiales?
R. Cuando un profesor cierra la
puerta de la clase, se enfrente a un grupo de estudiantes a su
manera, muy pocos sistemas prescriben cómo enseñar, no te dicen qué
hacer minuto a minuto. El profesor decide qué hacer. Mucho de lo que
pasa en educación no tiene que ver con la legislación, sino con los
hábitos.
P. Otra de las grandes tareas
pendientes es la revisión de los métodos de evaluación. ¿Cree quePISA -la
prueba internacional sobre educación más reconocida del mundo
elaborada por la OCDE-
está afectando negativamente a los centros?
R. La idea de las pruebas PISA
era ofrecer evidencias sobre el funcionamiento de los centros para
permitir a los gobiernos tomar decisiones sobre la pertinencia de
sus políticas. El problema es la competición que se produce entre
países. Su objetivo de posicionarse bien en los rankings les lleva a
renunciar al uso de programas innovadores de aprendizaje, por
ejemplo en matemáticas o lengua, para poder cumplir con las
exigencias de esas pruebas. En los últimos 20 años, Estados
Unidos ha gastado miles de millones en exámenes estandarizados
-los alumnos realizan cerca de un centenar de evaluaciones externas
durante el periodo escolar-.
Esas pruebas no han ayudado a nadie. Las
puntuaciones en matemáticas o lengua están en el mismo punto que
hace 20 años y eso desmoraliza a los profesores y desmotiva a los
jóvenes. Las tasas de graduación tampoco han mejorado; ha sido un
experimento fallido. Otro ejemplo es el de Hong
Kong, donde hay compañías que ofrecen formación para preparar a
los niños de tres años para el examen de acceso a la escuela
infantil. Hemos perdido la cabeza.
P. Uno de los grandes fracasos de
la escuela es el abandono escolar. ¿Es por falta de motivación?
R. No me gusta la palabra
abandono porque esconde un estigma, sugiere que el alumno ha
fracasado. Es la escuela la que está fallando a los niños. Está
concebida con una visión muy reducida de lo que es el éxito, que
suele asociarse con lo meramente académico. La danza es tan
importante como las matemáticas, pero hay una visión muy limitada de
lo que es la inteligencia. Nos desarrollamos física, emocional,
espiritual y socialmente, tenemos diversos talentos. La escuela no
lo mide y por ello mucha gente seguirá pensando que ha fracasado.
Hay escuelas alternativas que no se centran
únicamente en lo académico sino en descubrir el talento. Funcionan
porque tienen una visión alternativa de lo que es el éxito. Un
ejemplo es la red de escuelas Big
Picture Learning, unos 100 centros con una conexión muy cercana
con los padres y aprendizaje individualizado, con diferentes caminos
para cada alumno. En la web Alternative
Education Resource Organization se pueden encontrar ejemplos de
estos centros.