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Las historias de Karim y Mahmoud, menores palestinos detenidos por Israel
Fragmento de 'Un reino de olivos y ceniza' una
antología de 25 escritores "contra la ocupación de Palestina" cuando se
cumple el 50º aniversario
El libro, editado por Penguin Random House en
colaboración con la ONG Breaking the Silence, salió a la venta el pasado 8
de junio
Ayelet Waldman
17/06/2017
Hace un
fresco agradable a la sombra del añoso ciprés del desaliñado jardín que hay
a la entrada del centro social de la organización Jóvenes contra los
Asentamientos, situado en una colina en Tel Rumeida, en la ciudad de Hebrón.
Un chico de dieciséis años, al que llamaré Karim, me sirve un vaso de café
árabe en una bandeja abollada de hojalata.
He venido a
entrevistarlo y a preguntarle acerca de su detención y su encarcelamiento en
el centro penitenciario de Ofer hace seis meses, pero durante unos momentos
nos entretenemos tomándonos el café, bromeando acerca de la cantidad de
azúcar que me echo (un montón) y disfrutando de la vista.
En la
distancia, en medio de las casas de piedra, se ve una cinta de color blanco
vacía: la calle Shuhada, que Karim tiene prohibido pisar, porque es
palestino y la otrora bulliciosa calle del mercado está ahora reservada solo
para los israelíes y para las personas que dispongan de documentos
internacionales.
Cuando hablo
con Karim se halla conmigo Issa Amro, responsable de una organización
comunitaria que ha hecho de este centro social su hogar. Issa celebra
encuentros de jóvenes y da clases aquí, en el centro, al menos cuando se lo
permiten. El compromiso inquebrantable de Issa con la resistencia no
violenta vuelve locos a los responsables del ejército israelí, que durante
años han montado una campaña contra él y su centro social.
En una
conversación con las autoridades estadounidenses que fue revelada por
WikiLeaks, Amos Gilad, el director de la Oficina de Asuntos
Político-Militares del Ministerio de Defensa de Israel, decía: «No se nos da
muy bien hacer de Gandhi».
Disparar
contra una persona que lleva un cinturón cargado de explosivos, contra una
persona armada con una pistola, incluso contra un niño que empuña un
cuchillo, se justifica fácilmente como acto de autodefensa. Pero con un
hombre cuya arma son sus palabras, que puede convencer a un joven de que
deponga su pistola o su arma blanca y opte por resistir con los instrumentos
aprendidos del ejemplo del reverendo Martin Luther King Jr., y, sí, por
supuesto, de Gandhi, ¿qué haces con él? Issa ha sido detenido y encarcelado
tantas veces que cuando le pregunté cuántas habían sido, no pudo más que
encogerse de hombros y sonreír.
Periódicamente el ejército declara su casa «zona militar» e impide entrar en
ella a todo el mundo salvo al propio Issa. Pero en cuanto se lo permiten,
los jóvenes de Hebrón acuden a escuchar sus enseñanzas acerca de la
inutilidad de arrojar piedras y de perpetrar ataques con arma blanca, y
sobre la fuerza de la senda alternativa que él ofrece.
El centro
social, la casa de Issa, está situado justo encima de un puesto de control
del ejército y justo debajo de la casa de Baruch Marzel, un colono nacido en
Estados Unidos de ideas tan extremistas que incluso entre los derechistas de
Hebrón puede ser considerado, y con razón, un fanático.
Marzel ha
pedido directamente el asesinato no solo de los terroristas palestinos, sino
también de los judíos israelíes de izquierdas. Ha clamado contra los
homosexuales y contra los judíos que contraen matrimonio con no judíos. Su
lista de detenciones puede competir con la de Issa, aunque, a diferencia de
Issa, él ha sido detenido por las agresiones que ha cometido: ataques contra
palestinos, contra judíos de izquierdas, contra periodistas y contra agentes
de la policía israelí.
En 2013
Marzel irrumpió en casa de Issa y lo atacó violentamente. Hasta pasados dos
años Marzel no fue acusado finalmente de este delito. Sin embargo, a
diferencia de Issa, Marzel no tuvo que enfrentarse a un juicio militar. En
las zonas de ocupación, los ciudadanos israelíes y los palestinos, incluso
aquellos que residen en las mismas ciudades de Cisjordania, incluso aquellos
que son acusados de los mismos delitos, están sometidos a dos sistemas
jurídicos distintos.
Los
palestinos están bajo la jurisdicción de una severísima ley marcial y son
juzgados por tribunales militares, mientras que los israelíes gozan de las
garantías generales del sistema judicial civil que rige en el país. Como
señalaba el Informe del Departamento de Estado de Estados Unidos sobre la
Práctica de los Derechos Humanos para 2015, publicado en abril de 2016, la
imposición de estos dos sistemas jurídicos distintos, pero no igualitarios,
a las personas en razón de su identidad da pie a una situación de
discriminación y de injusticia.
En el otoño
de 2015, se produjo una escalada de la tensión en Hebrón y en el resto de
Cisjordania. Una oleada de apuñalamientos, tiroteos y embestidas con
automóviles se abatió sobre Israel y Cisjordania. Treinta y seis israelíes
resultaron muertos en ataques perpetrados por palestinos, y tres ciudadanos
de otros países, entre ellos dos norteamericanos, perdieron la vida. Ciento
cuarenta palestinos perdieron la vida cuando perpetraban ataques contra
israelíes y otros ochenta y dos fueron abatidos a tiros por las fuerzas del
orden israelíes durante los enfrentamientos.
A Issa le
resultaba en aquellos momentos todavía más difícil convencer de los méritos
de la no violencia a los chicos con los que trabajaba. Un día, alertado por
un vecino, tuvo que acudir corriendo al portal de una casa en el que había
una joven palestina de dieciocho años, encapuchada y armada con un cuchillo,
dispuesta a apuñalar al primer israelí que viera. Issa la convenció de que
había otras formas de ofrecer resistencia a la ocupación sin quitar la vida
a nadie y perdiendo de paso la propia. Temblorosa, la muchacha tiró al suelo
el cuchillo y lo acompañó a la sede de las fuerzas de seguridad palestinas,
donde quedó retenida.
Inspirado
por este incidente y otros por el estilo, en el mes de noviembre Issa invitó
a los jóvenes a una reunión con el fin de hacer un repaso urgente de los
principios de la no violencia, y de explicarles cómo debían comportarse en
caso de ser
–No deis a
los militares ninguna excusa para que os peguen un tiro –les dijo–. Sed
educados y mantened la calma. No os resistáis.
Les facilitó
además información sobre la manera de contactar con un abogado, alguno
perteneciente al grupo de letrados defensores de los derechos humanos,
varios de ellos israelíes, que se habían unido a su causa. El discurso, tal
como me lo contó, me recordó al que solía dar yo a mis clientes hace unos
años cuando era defensora de oficio. Sean educados, pidan tranquilamente que
llamen a su abogado y a sus padres. No respondan a ninguna pregunta, no
hagan ni firmen ninguna declaración.
Según las
autoridades militares, 861 menores palestinos fueron detenidos por las
Fuerzas de Defensa de Israel en 2014. Esa cifra minimiza la verdadera, pues
no incluye a los menores retenidos por las FDI y liberados al cabo de unas
horas, sin ser registrados en las instalaciones de los centros de detención
militares.
La mayoría
de esos muchachos tenían edades comprendidas entre los doce y los diecisiete
años, aunque el niño más pequeño que ha sido detenido alguna vez por las
FDI, un chavalín de Hebrón, tenía solo cinco años. Según el Observatorio de
los Tribunales Militares, una ONG que controla el trato dispensado a los
menores palestinos en las cárceles, centros de detención y tribunales
israelíes, que recibe sus datos del Servicio Penitenciario de Israel, «a
finales de abril de 2016, había 414 menores (12-17 años) recluidos en algún
centro de detención militar.
Esta cifra
supone un aumento del 93 por ciento, comparada con la media mensual de 2015.
Los últimos datos incluyen la presencia de doce chicas, tres niños de menos
de catorce años y trece menores recluidos sin cargos y sin juicio en régimen
de detención administrativa». A sus dieciséis años, Karim era uno de los
adolescentes más jóvenes reunidos en el jardín de Issa. Y, sin embargo, ya
había sido detenido tres veces, aunque en todas las ocasiones había
permanecido encerrado poco tiempo.
La primera
vez que fue arrestado, Karim tenía trece años. Estaba paseando en compañía
de su hermana cerca de un puesto de control cuando apareció un coche que no
los atropelló por un pelo. Karim, asustado, levantó la mano con la intención
de parar el vehículo.
El coche se
detuvo chirriando y un colono violentísimo salió de un salto por el lado del
conductor y se puso a dar puñetazos al muchacho. Enseguida llegó la policía
que detuvo no al hombre que estaba golpeado a un niño, sino al niño que
había recibido los golpes. El colono se fue de rositas. Karim pasó cuatro
horas retenido por la policía.
Al cabo de
tres años y después de otro arresto, las lecciones de Issa se consideraban
no solo relevantes, sino urgentes. Normalmente, a Karim le habría costado
trabajo permanecer sentado y quieto. Se habría levantado de su asiento, se
habría distraído de cualquier manera. Pero aquella noche de noviembre,
permaneció en su sitio, atento, sin moverse, durante casi una hora, casi
como si supiera lo que estaba a punto de suceder.
Se oyó un
ruido de pasos, un crujido, y luego el estallido de unas bengalas al ser
lanzadas. En medio de aquella luz repentina y deslumbrante, Issa y los
jóvenes se vieron rodeados de soldados israelíes. El oficial al mando fue
mirando uno tras otro a los chicos y luego señaló a Karim. Era a él al que
querían.
Los soldados
se llevaron a Karim aparte y lo registraron. En ese momento Karim me contó
que se sintió relativamente tranquilo. Dio por supuesto que simplemente era
el primero del grupo en ser registrado, y que no tardarían en hacer lo mismo
con los demás. Sin embargo, una vez que lo hubieron cacheado a fondo, el
oficial al mando dijo «Yalla», que en árabe significa «¡Andando!», e hizo
una seña al chico para que se pusiera en marcha.
–¿Adónde me
llevan? –preguntó Karim en árabe.
–Silencio
–le dijo el oficial en hebreo.
Issa da
clases de hebreo en el centro social para suministrar a los chicos el arma
de la lengua, pero los conocimientos de Karim son, como mucho,
rudimentarios.
Los soldados
se llevaron al muchacho colina abajo y lo condujeron a la calle Shuhada, una
extraña experiencia para un chico que hasta entonces no había recibido nunca
permiso para pasar por ella. Se detuvieron delante de la imponente entrada,
magníficamente restaurada, de Beit Hadassah, un museo y un asentamiento
judío establecido en el emplazamiento de una clínica que hace casi un siglo
atendía a la pequeña comunidad hebrea de Hebrón.
En 1929,
Palestina, por entonces bajo dominio de los británicos, se hallaba sumida en
violentos disturbios, y sesenta y siete habitantes judíos de Hebrón fueron
masacrados por sus vecinos palestinos. Posteriormente los británicos
trasladaron al resto de la comunidad fuera de la ciudad.
Durante los
cincuenta años siguientes, Hebrón fue habitada exclusivamente por
palestinos, aunque tras la guerra de los Seis Días los israelíes
construyeron un gran asentamiento en sus inmediaciones. En 1979, un grupo de
colonos judíos ortodoxos, en su mayoría mujeres y niños, entraron
sigilosamente en el corazón de Hebrón en plena noche y ocuparon ilegalmente
Beit Hadassah. El gobierno de Israel ratificaría posteriormente su
asentamiento.
El oficial
mostró a Karim a dos soldados que había en medio de la calle delante de un
elaborado edificio. El primero de ellos se encogió de hombros.
–Puede que
sea él. O puede que no sea él –dijo.
El otro
soldado, un druso de lengua árabe, insistió en que sí, Karim era el que
estaban buscando. Luego dio un codazo al otro soldado, que vaciló un
momento, pero enseguida volvió a encogerse de hombros y se mostró de acuerdo
con su compañero. Sí. Habían cogido al chico que buscaban.
Al cabo de
unos minutos llegó un policía de fronteras. Aquel agente era también druso,
y habló a Karim en árabe. Le mostró un gran cuchillo con el mango negro.
–Karim –le
dijo–, reconoce que este es tu cuchillo.
Fue en el
momento de ver el cuchillo cuando el muchacho fue presa del pánico. Podían
meterte en la cárcel por un cuchillo. Podían pegarte un tiro. Aterrorizado,
el muchacho rompió la regla establecida por Issa. Habló.
–¡No! ¡No!
–insistió.
No había
visto nunca aquel cuchillo. No tenía ni idea de a quién pertenecía ni cómo
había llegado al suelo en el terreno situado delante de Beit Hadassah.
En 2010, la
Oficina del Abogado General Militar de Israel ordenó a los altos mandos del
ejército que, cuando trataran con menores, les ataran siempre las manos por
delante, a menos que hubiera consideraciones de seguridad que requirieran
atárselas a la espalda. Karim adoptó una actitud de sumisión. No obstante,
los soldados lo esposaron con las manos a la espalda.
Las normas
requieren además el uso de tres ataduras de plástico –una alrededor de cada
muñeca y otra para unir las dos primeras– con el fin de evitar infligir
dolor. Con Karim los soldados utilizaron una sola atadura. Las pruebas
reunidas por el Observatorio de los Tribunales Militares indican que el
trato recibido por Karim es típico. Sobre el terreno los mandos violan
sistemáticamente los patrones internacionales y las propias normas de las
FDI en lo concerniente a la sujeción de los menores.
Cuando el
agente de la policía cargó a Karim en el coche, los colonos empezaron a
salir de Beit Hadassah. Con los rostros distorsionados por la ira, empezaron
a chillar:
–¡Terrorista! ¡Terrorista!
«Calla –se
decía Karim–. Mantén la calma, así no te harán daño.»
En 2013,
cuando la UNICEF recomendó que se prohibiera vendar los ojos o encapuchar a
los menores, el asesor jurídico de las FDI para Cisjordania recordó a todos
los altos mandos que vendar los ojos solo está permitido cuando hay una
necesidad explícita de seguridad. No obstante, cuando Karim llegó a la
comisaría de policía, le vendaron los ojos. Se trata de un patrón rutinario:
las FDI responden a la presión internacional estableciendo las normas y los
procedimientos adecuados, que después son violados sistemáticamente sin
mayores consecuencias.
Issa,
mientras tanto, había seguido a Karim y a los soldados hasta la calle
Shuhada, aunque, por supuesto, como es palestino, no se le permitió llegar
hasta Beit Hadassah. Se plantó allí, observando desde la distancia, hasta
que se llevaron a Karim. Entonces los soldados se acercaron a él. Issa les
preguntó por qué había sido detenido Karim, pero el oficial al mando levantó
una mano y le mandó callar.
–¿Encontraron al muchacho en su casa? –preguntó el oficial.
–Ya sabe
usted que sí– respondió Issa.
Los soldados
aquellos habían estado en el jardín cuando Karim había sido arrestado, y
conocían perfectamente a Issa. Sabían que la casa era suya.
–Queda usted
detenido por dar refugio a un terrorista en su domicilio –dijo el oficial.
–¿Qué
terrorista? –preguntó Issa–. ¿Quién es el terrorista?
Karim, dijo
el oficial, se había acercado a unos soldados delante de Beit Hadassah con
un cuchillo en la mano. Aterrorizado, el muchacho había tirado el cuchillo
al suelo y se había ido corriendo a casa de Issa.
–¿Cuándo?
–preguntó Issa–. ¿Cuándo ocurrió eso?
–Cinco
minutos antes de que lo detuviéramos.
Issa intentó
explicar que el chico había estado con él durante toda una hora antes, que
no podía ser Karim el que había tirado el cuchillo al suelo. Pero todos sus
esfuerzos fueron inútiles. Más que inútiles; aquello era una pura farsa.
Los soldados
detuvieron a Issa, lo esposaron y le pusieron una venda en los ojos. Se lo
llevaron a la comisaría de policía en la que tenían retenido a Karim y lo
metieron en un cuarto de baño, sentándolo en la taza del váter. Issa
permaneció allí sentado durante las cuatro o cinco horas siguientes.
Periódicamente un soldado abría la puerta, amartillaba su pistola para que
Issa pudiera oírlo y después se marchaba.
Mientras
sucedía todo esto, Karim era retenido en el mismo lugar, a la intemperie,
sentado en el suelo, con los ojos vendados y las manos atadas. No le dieron
agua ni le permitieron usar el baño. Por fin, al cabo de unas cuatro horas,
según calculó el muchacho, el agente de policía volvió y se lo llevó a una
sala de interrogatorio
El encargado
de interrogarlo le quitó la venda y la atadura, que le había hecho dolorosos
cortes en las muñecas. El hombre empezó a hacer a Karim preguntas que no
tenían nada que ver con el cuchillo. De lo que quería hablar el agente
encargado del interrogatorio era de Issa Amro.
–Háblanos de
Issa –dijo el policía–. ¿Qué hace? ¿Con quién habla? ¿Qué dice a los jóvenes
en el centro social?
Karim se
negó a responder a aquellas preguntas. Por el contrario, pidió al
interrogador que llamara a sus padres. Pidió también hablar con un abogado,
cuyo nombre por fortuna recordaba. La UNICEF recomienda que los
interrogatorios de menores tengan lugar siempre en presencia de un abogado y
de un miembro de la familia del interesado.
No es una
norma que acepten las FDI. Como señalaba el informe del Departamento de
Estado de Estados Unidos, el 96 por ciento de los menores palestinos
comunican que se les niega el acceso a un abogado durante o antes del
interrogatorio. Extrañamente, sin embargo, ante la insistencia de Karim y el
valioso conocimiento de sus derechos que demostraba, inspirado por Issa, el
policía puso efectivamente al chico en contacto telefónico con un abogado,
que le confirmó su derecho a guardar silencio.
A
continuación, sacaron a Karim de la sala de interrogatorios. Volvieron a
vendarle los ojos, esta vez con más fuerza. Volvieron a esposarlo, también
con más fuerza. Los soldados lo colocaron en una silla, y luego le dieron un
empujón y lo tiraron de la silla al suelo. Entonces empezaron a golpearlo.
Hasta bien
entrados los años noventa, los interrogadores del Shabak israelí utilizaban
sistemáticamente contra los palestinos la violencia física, incluso la
tortura. En septiembre de 1999, el Tribunal Supremo de Israel prohibió el
uso de medios de coerción física en los interrogatorios, aunque
establecieron una excepción a esta prohibición en los casos que implicaran
una «bomba de relojería», pretexto que los interrogadores siguieron
utilizando para justificar los métodos abusivos de interrogatorio.
El B’Tselem
(el Centro Israelí de Información de los Derechos Humanos en los Territorios
Ocupados) y el HaMoked (el Centro para la Defensa del Individuo) han
documentado una multitud de violaciones continuadas de los derechos humanos
y del derecho internacional. Según sus estudios, los prisioneros son
mantenidos en unas condiciones penosas, les dan tan mal de comer que pierden
peso durante el tiempo que permanecen retenidos, son sometidos a
confinamiento en celdas de aislamiento y se les niegan artículos de higiene
de todo tipo, incluido el papel de váter. Son obligados a permanecer en
posturas forzadas y atados, a veces durante varios días seguidos. Y son
golpeados continuamente.
La UNICEF,
la política oficial de las FDI y las Convenciones de Ginebra prohíben el
apaleamiento de los menores detenidos. Sin embargo, como señalaba el informe
del Departamento de Estado de Estados Unidos, el 61 por ciento de los
menores de edad palestinos detenidos sufren violencia física durante su
arresto, durante los interrogatorios y durante el tiempo que permanecen
privados de libertad. Chicos como Karim informan de que les dan puñetazos y
patadas, de que les obligan a adoptar posturas dolorosísimas, y de cosas aún
peores.
Cuando
dejaron de pegarle, un soldado puso de mala manera un vaso de agua en la
mano de Karim, pero el chico, aunque estaba muerto de sed, se negó a beber.
Como tenía los ojos vendados, no podía saber lo que contenía el vaso, y
había oído contar historias de chavales a los que obligaban a beber la orina
de los soldados.
Durante el
resto de la noche, dejaron a Karim a la intemperie en medio del frío. En un
momento dado, un soldado que hablaba árabe le puso una chaqueta por los
hombros, pero enseguida se la quitaron. Luego, una mujer soldado más amable
lo hizo pasar a una habitación caldeada, pero casi inmediatamente llegó otro
soldado, un hombre esta vez, y lo sacó otra vez fuera.
Finalmente,
por la mañana, Karim fue metido en un jeep y trasladado a una base militar
en Kiryat Arba, asentamiento situado a las afueras de Hebrón. Allí un médico
examinó su cuerpo en busca de moratones y redactó su historial clínico. El
muchacho pasó la noche siguiente en el centro de detención de Gush Etzion.
Se trata de un establecimiento para adultos, no para menores.
Al día
siguiente, se lo llevaron a la prisión de Ofer. Y un día después, lo
condujeron ante un juez militar. La detención administrativa extrajudicial,
en virtud de la cual los prisioneros llegan a ser retenidos hasta seis
meses, con la posibilidad de renovaciones indefinidas de la pena, es
utilizada sistemáticamente contra los palestinos adultos.
En diciembre
de 2011, en respuesta a la presión internacional, las FDI dejaron de dictar
órdenes de detención administrativa contra menores, aunque en el otoño
siguiente, ante la escalada de la violencia en Cisjordania, empezaron una
vez más a detener a algunos chicos sin juicio previo. Karim, sin embargo, se
libró del purgatorio de la detención administrativa. Durante los seis días
que permaneció retenido, lo llevaron al tribunal militar en tres ocasiones.
El tribunal
militar de la prisión de Ofer es un complejo polvoriento de estructuras
desmontables. El patio en el que las familias tienen que esperar está
rodeado de paneles de Perspex unidos entre sí, que separan la zona de espera
de los remolques que albergan las salas de audiencia en miniatura. En un
rincón hay una cafetería improvisada con un cartel en hebreo, y el menú y
los precios escritos en árabe.
La mañana
que visité el lugar no había nadie haciendo cola para comprar helados Hello
Kitty ni burekas, las empanadas recubiertas de semillas de sésamo, y el
vendedor se entretenía tocando «Power», de Kanye West. En todo este sitio
reina un ambiente de paciencia desamparada y de aburrimiento, en el que
mujeres y hombres de edad avanzada intentan matar el tiempo sin hacer nada
mientras esperan para ser testigos de cómo sus hijos y sus hijas, o sus
maridos y sus esposas, son juzgados y condenados.
El tribunal
de Ofer tiene el aspecto de un establecimiento transitorio, montado ahí de
cualquier manera para remediar una necesidad urgente. Se trata de una
solución muy apropiada, dado que el derecho internacional se basa en el
concepto de que la ocupación militar es transitoria, y que el sistema de
jurisdicción militar se supone que existirá solo por un breve período,
mientras dure la ocupación.
Pero resulta
curioso que no se hayan construido unas instalaciones de carácter
permanente, dado que esta ocupación transitoria hace ya cincuenta años que
dura, sin que se prevea un final. En cambio, la mayoría de los asentamientos
judíos, incluso los que han sido construidos deprisa y corriendo, a menudo
en plena noche, adoptan rápidamente la perspectiva de ser estructuras
permanentes.
A Karim le
costó trabajo entender lo que estaba pasando durante la vista de su caso en
el tribunal. Incluso ahora, varios meses después, no está muy seguro de lo
que sucedió. El juicio se celebró en hebreo, con ayuda de un intérprete
árabe. El chico me describió al intérprete como un soldado joven, vestido de
uniforme, que estuvo todo el rato jugando con su smartphone. Según me dijo
Karim: «El abogado hablar diez palabras; el traductor dice a mí una».
Gaby Lasky,
una abogada defensora de los derechos civiles y concejala progresista del
Ayuntamiento de Tel Aviv, que junto con otros colegas representó a Karim en
el juicio, me contó que en una ocasión llegó a ganar un caso en el tribunal
de Salem, al norte de Cisjordania. Al ser leído el veredicto de no
culpabilidad, el intérprete, un druso de lengua árabe, puso cara de
perplejidad, y entonces hizo parar la lectura de las actas. No recordaba o
no sabía cómo traducir al árabe la palabra «absolución» y tuvo que preguntar
a uno de los abogados presentes en la sala.
El índice de
condenas en los tribunales militares de las FDI es superior al 99 por ciento
(en 2011), y la inmensa mayoría de los jóvenes delincuentes aceptan la
negociación de la pena. Se declaran culpables no necesariamente porque hayan
cometido los delitos por los que se los juzga, sino porque a los menores
sistemáticamente se les niega la fianza.
En los
territorios ocupados, si el menor es acusado, por ejemplo, de tirar piedras
e insiste en su inocencia, es posible que pase entre cuatro y seis meses en
la cárcel en espera de juicio. Pero si se declara culpable, será condenado
por término medio a tres meses de prisión y luego podrá irse a su casa.
Muchas cosas
hicieron el caso de Karim diferente del de cualquier chico palestino típico
acusado de un delito. Karim estaba bien instruido. Sabía que no debía
responder a ninguna pregunta y había sido adiestrado para esperar y exigir
sus derechos. Gracias a su relación con Issa, que en el año 2010 fue
galardonado con el premio al Defensor de los Derechos Humanos en Palestina
que concede la ONU y es bien conocido en los círculos relacionados con la
defensa de los derechos humanos, Karim tuvo un abogado israelí.
Y lo que es
más importante, su caso atrajo la atención de los medios de comunicación
israelíes. Por todos estos motivos, aunque permaneció detenido varios días
sin fianza, su caso acabó siendo anulado y no se le inculpó de nada.
Issa cree
que el arresto del chico formó parte de una campaña de acoso e intimidación
contra su persona. Está convencido de que la detención se llevó a cabo
fundamentalmente en provecho de Baruch Marzel, que apareció en el centro
social al mismo tiempo que los soldados. Al lado de Marzel había un
americano defensor de los asentamientos. Marzel y los visitantes americanos
montaron un campamento alrededor del centro social, con mesas, sillas y todo
lo demás. Cuando Issa regresó después de permanecer retenido y notificó al
ejército que los colonos habían invadido ilegalmente su propiedad, le
dijeron que habían conseguido un permiso para llevar a cabo un acto de
protesta.
No era
verdad. Incluso en Cisjordania nadie puede obtener un permiso para organizar
un acto de protesta en una propiedad privada. Los extremistas mantuvieron
rodeada la propiedad de Issa durante veinticuatro horas, acompañados en todo
momento por soldados israelíes. Aunque a Gaby no le resultara cómodo
especular acerca de la detención de Karim, sobre si alguna vez había habido
o no un chico armado con un cuchillo, lo que sí me dijo es que, según su
experiencia, no habría sido la primera vez que las FDI habían arrestado a un
activista defensor de la no violencia sin justificación alguna. Ni tampoco
habría sido la primera vez que las FDI hubieran intervenido en un montaje de
opresión como aquel en beneficio de los colonos.
Por mucho
que se asustara, por deprimente que fuera la experiencia de ser detenido,
Karim era consciente de que las cosas habrían podido irle mucho peor. A
diferencia de la mayoría de los menores arrestados, no pasó por la espantosa
experiencia de ser levantado de la cama en plena noche. Otro adolescente, al
que llamaré Mahmoud, me relató esta experiencia mucho más habitual.
La familia
de Mahmoud se despertó una noche con el ruido de golpes y de gritos a la
puerta de su casa. Consciente de que la harían volar o la abrirían de una
patada si no actuaba rápidamente y la abría de inmediato, el padre de
Mahmoud se levantó de un brinco de la cama, saltando por encima de sus
hijos, que dormían en el suelo sobre unas colchonetas. No era la primera vez
que la familia se había despertado de aquella manera. Cuando pregunté a la
madre de Mahmoud cuántas veces se habían presentado en su casa las FDI en
plena noche, la mujer, de treinta y nueve años y ojos superexpresivos, madre
de nueve hijos, se encogió de hombros.
–¿Diez?
–contestó, escogiendo una cifra al azar.
Yo quedé
espantada.
–¿Diez? ¿Es
eso normal?
–¿En este
poblado? –dijo la mujer–. Sí.
Mahmoud vive
en una localidad llamada Beit Fajjar, centro de producción de un tipo
especial de piedra caliza llamada meleke o piedra de Jerusalén, dependiendo
de si uno es palestino o israelí (en Israel-Palestina hasta las piedras
tienen un valor político). Su padre, como la mayor parte de los hombres de
la localidad, trabaja de cantero. El pueblo está cerca del kibutz Migdal Oz,
que forma parte del conglomerado de asentamientos judíos llamado Gush Etzion,
tan cerca de hecho que el joven activista israelí en pro de la paz que me
acompañó a Beit Fajjar se detuvo a la puerta de la vivienda de la familia de
Mahmoud y sacudió la cabeza sorprendido.
Me indicó
una casa de una cuesta situada allí cerca. El edificio que veíamos
pertenecía a un seminario de mujeres del kibutz en el que su esposa, abogada
defensora de los derechos humanos, había estudiado cuando era joven.
–No tenía ni
idea de que estuviera tan cerca –me comentó.
Curiosa por
ver a qué distancia una de otra estaban las dos localidades, introduje sus
nombres en Google Maps. Deduje que no estaban a más de un par de kilómetros
de distancia, y pude ver claramente la carretera que las conectaba. Sin
embargo, Google estaba confundido. «Lo sentimos, pero no podemos calcular
las direcciones que deben tomarse para ir en coche de Migdal Oz a Beit
Fajjar.» Tampoco podía calcular la distancia a pie, aunque cruzando los
senderos y los campos de cultivo me habría resultado facilísimo llegar
caminando al kibutz en menos de media hora.
Nos
dirigimos a la casa. Aparcado delante de la vivienda había un coche viejo y
desvencijado. En el parachoques había una pegatina en hebreo que decía: los
judíos aman a los judíos.
–Es un
mensaje en pro de la unidad judía de los israelíes de derechas –me explicó
mi amigo.
–Pero ¿cómo
está en un coche en un poblado palestino?
El hombre se
encogió de hombros.
–La familia
debió de comprar un coche de segunda mano a alguien que vivía en un
asentamiento.
Antes de
empezar a entrevistar a los menores detenidos y a los abogados que los
habían representado, yo siempre había supuesto que las detenciones eran
meras respuestas militares a algún comportamiento delictivo, como el
lanzamiento de piedras o los apuñalamientos. De lo que me enteré luego fue
de que la detención de adolescentes como Mahmoud es más que una respuesta a
unos incidentes concretos. Es parte integrante del sistema mediante el cual
las FDI garantizan la seguridad de los colonos.
Hay cerca de
cuatrocientos mil colonos judíos viviendo en Cisjordania, que es zona de
conflicto. (En esta cifra no se incluyen los doscientos mil de Jerusalén
Este) Han construido casas y escuelas, han abierto centros comerciales y han
creado empresas de tecnología, y eso pese a estar rodeados por más de dos
millones novecientos mil palestinos, que los consideran invasores y
enemigos.
Durante los
últimos siete años de ocupación, el número de colonos asesinados anualmente
ha sido por término medio menos de cinco. Cuando se detiene una a considerar
lo cerca que están ambas comunidades y lo enconado del grado de enemistad,
lo sorprendente no es el hecho de que se produzcan estallidos ocasionales de
violencia, sino que no hayan resultado muertos más judíos israelíes.
La relativa
seguridad de los cuatrocientos mil colonos (más los doscientos mil de
Jerusalén Este) representa un logro notable del ejército israelí, un éxito
conseguido por medio de un doble sistema de control: los castigos colectivos
y la intimidación masiva. La detención de menores como Karim y Mahmoud sirve
para las dos cosas.
La mayoría
de los menores palestinos arrestados o encarcelados por las FDI cada año
viven en localidades que, como Beit Fajjar, se encuentran a unos dos
kilómetros de un asentamiento israelí. Es en esas localidades donde las FDI
deben estar más atentas y activas con el fin de proteger a los colonos de
las proximidades. Deben tratar con mano dura cualquier infracción a fin de
intimidar a la población en general.
Para ello
tienen a su disposición una gran variedad de leyes restrictivas. En
Cisjordania, cualquier reunión de más de diez personas se considera un acto
de protesta, y todos los actos de protesta están prohibidos.
Las FDI
desalientan cualquier eventual resistencia respondiendo con firmeza ante el
menor incidente o, como en el caso de Mahmoud, ante el intento de prender
fuego a un terreno que las FDI habían destinado a campo de tiro. Cuando se
produce algún incidente, se da por supuesto, de manera no del todo
disparatada, que el culpable o los culpables son chicos o jóvenes de edades
comprendidas entre los doce y los treinta años. La Agencia de Seguridad de
Israel, también llamada Shin Bet o Shabak, posee una riqueza de información
enorme acerca de todos los poblados palestinos que están cerca de un
asentamiento.
Los agentes
del Shabak saben quiénes son sus habitantes, cuál es su filiación política,
cuál es el historial de arrestos de cada uno y quién ha sido encarcelado
anteriormente. Y lo que es más importante, el Shabak tiene un arsenal de
informantes y delatores, muchos de ellos menores de edad, reclutados
mediante incentivos tales como la facilitación de permisos de trabajo para
sus padres, o mediante amenazas. Los agentes del Shabak han aprendido a
amenazar con la detención de hermanas y madres si sus objetivos vacilan y no
se deciden a convertirse en delatores.
Se calcula
que hay decenas de millares de informantes, si no más, en Cisjordania. Esta
vasta red de delatores no solo proporciona información, sino que además
desactiva la resistencia sembrando la desconfianza dentro de las
comunidades. A la gente le resulta muy difícil organizarse cuando no sabe en
quién puede confiar.
El nombre de
Mahmoud probablemente se lo diera al Shabak algún delator. Luego, el agente
del Shabak lo añadió, junto con los de otros, a una lista de detenciones.
Era luego al mando local de las FDI al que correspondía localizar y arrestar
a Mahmoud y a los otros chicos de la lista.
Mahmoud
abandonó la escuela cuando era pequeño. Así que resultaba fácil encontrarlo:
está casi siempre en casa. No obstante, las FDI lo detuvieron, lo mismo que
a los otros chicos de la lista, en plena noche.
Las
incursiones nocturnas son aterradoras, especialmente para los chavales.
Además, la continua privación del sueño causa un daño psicológico tremendo.
Por estos motivos en 2013 la UNICEF recomendó que los arrestos de menores se
llevaran a cabo de día. En respuesta a esos requerimientos, el ejército
israelí emprendió un programa piloto en virtud del cual los menores debían
recibir citaciones por escrito instándolos a comparecer ante el tribunal, en
vez de ser detenidos en plena noche.
El programa
en cuestión fue suspendido al cabo de seis meses y ahora parece que ha sido
interrumpido, aunque incluso durante el tiempo en que estuvo en vigor, las
susodichas citaciones, que pretendían aliviar el trauma de las incursiones
en plena noche, a menudo eran enviadas de tal manera que parecían una burla
del programa.
Por ejemplo,
el Observatorio de los Tribunales Militares documentó en marzo de 2015 un
caso en el que una unidad militar se presentó en la casa de una familia a
las dos de la madrugada para entregar una citación verbal a un chico de
catorce años. Casi la mitad de las detenciones de menores palestinos siguen
llevándose a cabo en plena noche, inspirando miedo y terror, especialmente
entre los chavales.
Las FDI se
dedican a hacer incursiones nocturnas en parte porque son más seguras. Si
los soldados entran en un poblado cuando la gente está durmiendo, es menos
probable que encuentren resistencia.
Pero
igualmente importante es el hecho de que las incursiones nocturnas degradan
el tejido social y mantienen sojuzgada a la población. Ser despertado una y
otra vez en plena noche resulta agotador y desmoralizador para toda la
familia y para sus vecinos, no solo para el menor que es arrestado. Las
personas agotadas y desmoralizadas son incapaces de organizar un
desplazamiento a la tienda de comestibles más próxima, cuanto menos de
emprender una campaña de resistencia.
La noche de
la detención de Mahmoud, una vez que su padre abrió la puerta, irrumpieron
en la casa los militares, ni más ni menos que diez soldados. Las linternas
incorporadas al extremo de sus fusiles iluminaron la habitación,
deslumbrando a los nueve niños, a los que sacaron a rastras de la cama.
Los soldados
iban enmascarados, con la cara envuelta en un pañuelo negro. Esas máscaras,
parte del equipo facilitado por el ejército a cada soldado de las FDI, se
han convertido en un elemento característico de las incursiones israelíes,
pues los soldados intentan de ese modo aterrorizar a la población, además de
evitar ser reconocidos en las redes sociales.
La familia
de Mahmoud es pobre. Once personas viviendo en unas pocas habitaciones de
pequeño tamaño. Por las noches algunos de los chicos duermen en colchonetas
de espuma gastadas y descoloridas que rodean las paredes del salón desnudo.
En una jaula
que cuelga del techo hay dos pajaritos que estuvieron gorjeando todo el
tiempo que duró mi entrevista con Mahmoud y su familia. Al oír a los
pájaros, me pregunté si se quedarían callados cuando entraron los soldados
y, tras sacar a toda la familia a rastras de la cama, la reunieron en
aquella habitación, o si, por el contrario, continuarían con sus alegres
trinos.
Durante
nuestra entrevista, la hermana mayor de Mahmoud me sirvió café amargo, y
luego, cuando se dio cuenta de que yo tomaba solo unos sorbos pequeñísimos,
me ofreció un vaso de un zumo de color rosa tan dulce que me hacía daño en
los dientes.
Mientras
hablábamos, la madre de Mahmoud mecía en su regazo al hermano menor del
chico. La criatura es muy tímida, pero cuando Mahmoud se inclinó sobre él y
le besó suavemente en la mejilla, sonrió y acarició la cara de su hermano
con su manita regordeta y pegajosa.
Cuando los
soldados irrumpieron en la casa, la criatura se puso a berrear como un
poseso. Los padres de Mahmoud, presa del pánico ante la perspectiva de que
uno o más de sus hijos fueran a ser arrestados, se pusieron a gritar a los
soldados, haciendo que el escándalo fuera aún mayor. En medio de todo aquel
jaleo, el oficial al mando leyó el nombre de Mahmoud escrito en una hoja de
papel.
Como
hicieron con Karim, ataron a Mahmoud las manos, en este caso con tal fuerza
que durante tres días el chico tuvo las muñecas magulladas y enrojecidas.
Junto con otro muchacho del pueblo, fue metido en un camión de transporte de
tropas y llevado a la comisaría de policía más cercana. Extrañamente para
Mahmoud era un consuelo estar con aquel chaval asustado. Lo obligaba a
asumir el papel de hermano mayor, de consolarlo y tranquilizarlo.
Mahmoud fue
interrogado durante varios días. A lo largo de todo ese tiempo casi no le
dieron de beber ni de comer. Tenía los ojos vendados, le gritaban, le
abofeteaban y le daban empujones. Los interrogadores exigían que confesara
que había intentado incendiar el campo, tirar piedras y perpetrar un montón
de delitos más. Beit Fajjar es una localidad famosa entre las FDI.
Los jóvenes
y los muchachos del pueblo no solo tiran piedras a los coches que pasan,
sino que han disparado contra ellos, e incluso les han puesto bombas de
tubo. Fabrican esas bombas de tubo con pólvora extraída de proyectiles
israelíes usados que recogen en los campos de tiro como el que acusaban a
Mahmoud de haber incendiado. Los responsables del interrogatorio preguntaron
al chico si había fabricado o arrojado alguna vez una bomba de tubo.
Aunque
Mahmoud me dijo insistentemente que permaneció sereno durante todo el
interrogatorio, no puedo dejar de preguntarme si no estaría fanfarroneando.
Es muy raro que un adulto aguante mucho tiempo un interrogatorio, y Mahmoud
tiene solo diecisiete años y además es analfabeto. Aunque los responsables
de un interrogatorio tienen la obligación de informar al menor de su derecho
a guardar silencio, solo una pequeña minoría de los chavales afirma haber
escuchado esa advertencia.
Además,
incluso cuando les informan de su derecho a guardar silencio, a menudo lo
hacen de una forma que les impide ejercerlo. En un caso, un chico declaró al
Observatorio de los Tribunales Militares que cuando un interrogador le dijo
que tenía derecho a guardar silencio, otro añadió que lo violarían si no
confesaba. A solas con su interrogador, es probable que Mahmoud, como la
inmensa mayoría de los menores arrestados, hiciera una declaración
inculpatoria.
Finalmente
Mahmoud fue conducido a la prisión de Ofer y llevado ante un juez militar.
El ejército israelí no proporciona asistencia legal a los detenidos en
Cisjordania, ni siquiera a los menores. De modo que su representación recae
en la Autoridad Palestina o en las ONG subvencionadas con las aportaciones
provenientes de Estados Unidos y de Europa, y en abogados particulares
palestinos que se ganan la vida guiando a muchachos como Mahmoud por los
entresijos del sistema de tribunales militares de Israel.
El abogado
contratado por los padres de Mahmoud, al que no vio hasta que llegó por
primera vez al tribunal, le dijo que «confesara y pidiera perdón». Pagaría
una multa y recibiría una condena de cárcel mínima. Rechazar las acusaciones
habría significado simplemente una pena más larga, una multa más elevada y
una minuta más cuantiosa del abogado. Por fin, la familia consiguió rebañar
dinero suficiente para pagar al abogado y la multa, y Mahmoud fue puesto en
libertad.
Pero cuando
salió de la cárcel no había nadie esperándolo. La aldea había sido cerrada
por las FDI. El cierre de tiendas y de carreteras después de un arresto, y
la imposición de lo que de hecho equivale a un arresto domiciliario a toda
una aldea, se ha revelado un medio muy eficaz de controlar a la población.
Al ver
amenazado su medio de vida, los tenderos y muchas otras personas se vuelven
en contra de las familias de las que sospechan que participan en actos de
resistencia. Si los acusados han cometido realmente o no los delitos es
menos importante que la creación de un clima general de temor, cólera y
desconfianza, capaz de sofocar la rebelión. El hecho de que este tipo de
castigo colectivo sea un crimen de guerra no ha impedido a las FDI
perpetrarlo a menudo.
De ese modo
Mahmoud emprendió en solitario la marcha de vuelta a su casa desde la
prisión de Ofer. Después de su detención, la madre de Mahmoud me cuenta que
el chico estuvo al principio callado. Se quedaba en la cama durmiendo.
Evitaba el contacto con sus amigos y con la familia.
Pero
finalmente empezó a discutir con sus padres. Les dijo que estaba enfadado
con ellos por haber pagado la fianza, pero ese enfado le parecía a su
familia más una expresión de prepotencia que una queja concreta. A aquel
chico tan joven el hecho de haber sido arrestado le parecía una especie de
rito de iniciación. Desde que fue detenido empezó a sentirse y a actuar como
un hombre con derecho a controlar a su familia, especialmente a su hermana
Aunque la
hermana de Mahmoud se reía al describir la conducta del chico, es evidente
que se sentía frustrada por ella.
–¡Practica
la autoridad conmigo! –dijo–. Se niega a dejarme salir de casa. No quiere
dejarme utilizar mi teléfono. Dice que mis amigas son una mala influencia.
Ante estas
quejas Mahmoud respondía sonriendo y encogiéndose de hombros.
Karim, que
es más joven que Mahmoud y tiene el ejemplo de Issa para guiarlo, no
intentaría nunca ejercer ese tipo de control sobre su hermana mayor, que
también es una activista política. Si acaso, se muestra respetuoso con ella.
Los dos chicos son callados, pero el silencio de Karim me da a mí la
sensación de que se parece más a la timidez de un niño que a la hosquedad de
un adolescente.
Mi
conversación con Karim en el jardín de Issa es interrumpida por un pelotón
de soldados israelíes. Alertados quién sabe cómo de mi presencia en el
jardín –quizá por Baruch Marzel o por algún miembro de su familia, que
parecen estar siempre encaramados ahí arriba asomados a la ventana, espiando
lo que pasa aquí en el centro social–, los soldados exigen ver mi
documentación y la documentación del joven activista en pro de la paz que me
acompaña.
Habíamos
tenido mucho cuidado de verificar previamente que nuestra presencia allí
fuera autorizada, y nuestra familiaridad con las diversas órdenes
relacionadas con las zonas de seguridad militar parece molestar al oficial
al mando.
Mientras
revuelven nuestra documentación, Issa muestra a los soldados cómo los cables
de la electricidad de su casa fueron cortados la noche anterior. Al
principio el oficial pretende darle una explicación. ¿Quizá los cables
estaban gastados? Issa le muestra el corte limpio que se aprecia en ellos. A
lo mejor lo hizo el propio Issa, comenta el oficial.
Mientras
tanto yo he sacado mi teléfono y empiezo a grabar la conversación. Un
soldado joven me dice que no grabe su cara; yo le pido disculpas y continúo
grabando. Se vuelve de espaldas y se encoge de hombros, agachando la cabeza,
como si quisiera esconderla en su propio cuerpo. Siento un destello de
compasión por ese joven, casi un niño él también. Para la mayor parte de los
reclutas de las FDI, prestar servicio en Hebrón es tener mala suerte, no una
elección. Quizá este chico, como el que me acompaña, se sienta tan furioso y
horrorizado por su experiencia en Hebrón que acabe convirtiéndose él también
en un activista en pro de la paz.
Finalmente
Karim y yo abandonamos el jardín y vamos caminando entre los matorrales
hasta su casa. Vive muy cerca de Issa, pero la carretera entre las dos casas
ha sido bloqueada por los colonos, de modo que para ir de una a otra debemos
transitar por una tortuosa vereda, dando tal rodeo arriba y abajo hasta que
ni siquiera estoy segura ya de dónde empezamos a caminar.
Cuando
llegamos a su casa, el muchacho me presenta a su madre y a su hermana mayor,
una chica muy vivaracha que me lleva a la sala principal y se sienta a mi
lado en una gran colchoneta de espuma como las que había en casa de la
familia de Mahmoud.
Es Karim el
que va a la cocina a preparar café y zumo, no su hermana, y también Karim el
que se dirige precipitadamente al cuarto de baño a preparar un cubo de agua
para mí, por si quiero tirar de la cadena del retrete. Baruch Marzel,
encaramado ahí arriba en su casa, directamente encima de la de ellos, puede
abrir el grifo siempre que quiera, a cualquier hora del día o de la noche,
pero en casa de la familia de Karim hay agua solo un par de horas al día. Yo
utilizo la mínima posible, para que no tengan que ir a acarrear más.
Al cabo de
un rato Karim y yo nos despedimos de su madre y de su hermana y bajamos al
pie de la colina, donde Issa se ha reunido con el grupo de escritores con
los que he venido a Hebrón. Karim e Issa hacen de guías para nosotros en un
paseo por su ciudad asediada que da comienzo en un puesto de control en el
que Issa es detenido, atrapado durante casi un cuarto de hora en el
torniquete, como si fuera un animal enjaulado, mientras los soldados se ríen
y fingen ignorar nuestras peticiones de que lo liberen, y termina en otro,
en el que se llevan aparte a Karim.
–¿Qué están
haciendo? –pregunto a los policías, también ellos chicos jóvenes, solo unos
cuantos años mayores que Karim–. ¿Por qué lo detienen?
Se niegan a
responder a mis preguntas y se limitan a seguir registrando e interrogando a
Karim. Issa empieza a discutir con los policías, pero todo es en vano.
–¿Van a
arrestar a Karim? –le pregunto a Issa–. ¡Pero si no ha hecho nada!
Issa se
abstiene de decir lo evidente. En su lugar responde:
–Creo que es
mejor que se vaya usted.
–¿Quiere que
nos vayamos? –le pregunto–. Pero ¿no sería más seguro para Karim que nos
quedáramos?
–Creo que lo retendrán hasta que se vayan ustedes. Y entonces lo soltarán.
Vuelvo la cabeza y miro a Karim, cuya expresión muestra el mismo estoicismo
implacable que vi en Issa cuando quedó atrapado en el torniquete.
–¡Adiós,
Karim! –grito.
El chico
sonríe y me hace un gesto con la mano.
--
Este texto está extraído del libro ' Un
reino de olivos y ceniza,
publicado por Literatura Random House el pasado 8 de junio. El libro
es una recopilación de artículos de algunas de las voces más
destacadas del panorama internacional, editadas por Ayelet Waldman y
Michael Chabon, en colaboración con la ONG israelí Breaking The
Silence, cuando se cumple el 50 aniversario de la ocupación israelí
sobre territorio palestino.
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