Clases en
una parroquia y apoyo para matricularse: la batalla de varios
menores refugiados para estudiar en Madrid
Las familias que viven desde hace meses en un
centro del Samur Social han logrado escolarizar a sus hijos
con el apoyo de activistas y vecinos
Un grupo de voluntarios de la Parroquia San Carlos Borromeo ha
dado clases a los niños hasta conseguir la
escolarización: "Tienen muchísimas ganas de aprender de todo"
Una de las familias acogidas en la Parroquia San Carlos
Borromeo el pasado noviembre después de ser desalojadas de la
sede de emergencias del Samur Social. / Olmo Calvo
Aunque muchas
familias afectadas celebran la
nueva instrucción del Gobierno que obliga a reingresar en
el sistema de acogida a los refugiados devueltos a España en
base al Reglamento de Dublín, los cambios llegan a
cuentagotas. La espera continúa para varias familias
refugiadas sirias que viven hacinadas en
un centro de emergencias municipal, gestionado por el Samur
Social. Pero los niños ya han ganado una batalla.
El pasado octubre,
Shaima se derrumbaba cuando desmenuzaba las dificultades de su
estancia en España, pero especialmente cuando contaba que sus
hijos no iban al colegio. Hasta ahora. Los 15 niños y niñas,
de edades comprendidas entre los tres y 17 años –incluido un
menor con parálisis cerebral–, han vuelto a las aulas.
Lo han hecho por el
empeño de las propias familias y de vecinos de la ciudad que
han acompañado en los trámites burocráticos para que los críos
accedan a la escuela, un espacio de aprendizaje y también de
inclusión. "Está muy bien, está feliz, ya entiende mucho
español", dice orgulloso Amer, padre de una niña de seis años.
Mamen forma parte
del colectivo Red Solidaria de Acogida, que ha estado cerca de
estas familias para conseguir la escolarización de los
pequeños. "Es un trámite muy sencillo, pero requiere un mínimo
de información y acompañamiento", dos requisitos que, según
explica esta mujer, no se han aportado desde "ninguna de las
administraciones". Por otro lado, valora "la buena disposición
de la comisión de escolarización y de los propios centros, que
han facilitado al máximo" la inclusión de los menores, así
como el apoyo de otras pequeñas asociaciones como Olvidados,
que se está haciendo cargo de algunos gastos de comedor.
"Aunque llevan
muchos meses viviendo en ese centro, es un dispositivo de
emergencia, por lo que el Ayuntamiento no les permite
empadronarse ahí; lo que a su vez les impide el acceso a los
servicios sociales para cualquier tipo de ayuda", lamenta
Mamen al explicar la batalla que supone para estas familias
conseguir recursos básicos –pero aún pendientes–, como
uniformes, material escolar o tarjetas de transporte.
Una escuela ciudadana
Desde noviembre,
cada día alrededor de las 10 de la mañana, el timbre de la
Parroquia San Carlos Borromeo sonaba sin parar ante la llegada
de Luciano, Alejandro, Oscar, Oriana, Alejandra, Kleider...
Son niños, niñas y adolescentes que llegaron a España huyendo
de Colombia, Nicaragua, El Salvador o Venezuela, y que han
vivido en primera persona las dificultades para acceder
al sistema de asilo en España, como tener que hacer noche en
la calle y esperar largas filas para solicitar cita previa.
Traen consigo una
mochila cargada de responsabilidades, temor y experiencias del
exilio que ahora quieren cambiar por libros y futuro. Un reto
que han cumplido durante los últimos dos meses gracias a las
clases que se pusieron en marcha desde la parroquia madrileña,
mientras esperaban junto a sus familias para acceder a los
recursos de acogida, que les permita reanudar sus vidas en
este lado del océano.
"Un amigo nos
comentó que había muchos niños solicitantes de asilo
desatendidos, para los que había que buscar alguna forma de
escolarizarlos y, sobre todo, de que no pierdan hábitos y que
se sientan que siguen funcionando", cuenta Alfonso, profesor
jubilado de Madrid, sobre el origen de esta particular escuela
que ha funcionado al calor de la ciudadanía y que el pasado
jueves 17 de enero cerró sus puertas, debido a que los alumnos
ya han sido escolarizados o derivados a programas de
protección internacional.
"Esto me parece un
reto precioso. Vengo nerviosa perdida, como a principio de
curso", confesaba Carmen, también profesora jubilada que ha
dedicado voluntariamente sus mañanas a estos menores. Clara,
la más joven de las maestras, destacaba el deseo constante de
sus alumnos y alumnas por "compartir todo lo que han vivido y
desahogarse". "Tienen muchísimas ganas de aprender de todo, de
Matemáticas, Geografía, Artes...", indica la profesora.
En los primeros
días de clase, mientras en una sala los más pequeños escribían
sus nombres en una pegatina y compartían en voz alta "las tres
cosas que más les gusta hacer", en la otra habitación, los
mayores hacían un collage para
plasmar "las cosas que nos provocan estrés".
Alejandro, de 16
años, bromeaba con sus compañeros, se mostraba contento. Su
expresión poco tenía que ver con la que arrastraba cuando
compartía para este medio el motivo de su huida y describía el
escalofrío que sintió a punta de pistola, cuando la Mara le
reclamaba en su país, El Salvador. En su rostro cobran sentido
aquellas palabras que pronunció la Premio Nobel de la Paz,
Malala Yousafzai: "Un niño, un profesor, un lápiz y un libro
pueden cambiar el mundo". Un canto al derecho a la educación
que aspira a ser infranqueable pero que, también en ciudades
como Madrid, encuentra trabas para hacerse realidad.
(*) Por petición expresa de protección de
anonimato, algunas personas son citadas bajo seudónimo.