Dos sombras se mueven con rapidez
entre los camiones del puerto de Tánger. Pasan por debajo de los vehículos,
esquivan a la Policía. Conocen palmo a palmo todos los rincones y agujeros
del gran tetris que es la terminal del puerto. Vienen todos los días desde
hace un año y medio. Son adolescentes, carne de cañón de esta ciudad
canalla que es Tánger, la puerta de Europa.
Kamal lleva la mejilla desollada. Una
gran herida de color rosado que hace parecer aún más sucio el resto de su
cara ennegrecida. Sus ojos son los de un animal acorralado, penetrantes y a
la vez esquivos. Por el rabillo del ojo no pierde detalle de nada, en
guardia siempre para correr si hace falta. El puerto está lleno de policías
de paisano. No se fía de nadie.
«¿Te has caído del camión?».
Kamal contesta negativamente. Esta vez lo ha intentado con un autobús de
turistas. La misma estrategia de siempre: subirse al eje o a alguno de los
huecos que quedan en los bajos de estos enormes vehículos y aferrarse
hasta, si hay suerte, tocar suelo español. Se ha arriesgado muchas veces.
«Es muy difícil», asegura. Pero algún día lo conseguirá, y dejará el
puerto y quizás también la cola, el maldito pegamento del que no habla
pero que se ha convertido en refugio de tantos chavales como él. Se colocan
hasta perder la noción.
Abdelhari tiene 15 años, uno menos
que Kamal. Parece más confiado que él. A veces sonríe. «Cada vez que nos
pillan tenemos que pagar 50 dirhams (algo menos de 5 euros) a la Policía
para que nos suelte», explica contando con los dedos, tan negros y tan
sucios como su ropa.
Como Kamal y Abdelhari hay muchos en
el puerto. «Están siempre por aquí. Viven por allí detrás, entre los
escombros, donde pueden», señala Reduan, que trabaja vendiendo billetes
para los ferris, mientras señala uno de los muros del recinto. A lo lejos
se aprecian montañas de desperdicios junto a las antiguas murallas de la
ciudad. Allí, encaramados a los viejos cañones, varios jóvenes se aferran
a sus bolsas de plástico. Inhalan con fuerza los vapores tóxicos de la
cola, la droga de los pobres. Luego hacen equilibrios en el precipicio.
Vienen del sur, o de los barrios más
humildes de Tánger. Algunos huyen de familias problemáticas, de la
pobreza. Otros son empujados por sus propios padres, que ponen sus últimas
esperanzas en el hijo que consiga llegar a España. Camuflado en algún
coche, en patera o en los bajos de un camión. A cualquier precio.
No existen cifras de cuántos menores
intentan cruzar cada año a España, pero se estima que en toda Europa hay
unos 15.000 niños inmigrantes no acompañados. El Gobierno español
reconoce más de 5.500, aunque es imposible saber el número exacto. El
Estado asume la tutela de todos aquellos menores que son localizados por las
autoridades y no se puede certificar que tengan familia en España. Son
internados en centros gestionados por las comunidades autónomas y, cuando
cumplen 18 años, si no han conseguido papeles, son repatriados a sus países
de origen.
«La mayoría entra en España en
coches y con total normalidad, simulando ser parte de una familia», explica
Andreu Camps, director del programa Cataluña-Magreb. Sólo un pequeño
porcentaje lo hace en los bajos de los camiones, pero intentarlo lo intentan
muchos, y no es difícil verlos en acción en el puerto de Tánger.
«Es el pan de todos los días»,
explica un camionero de Baza mientras hace cola con su camión frigorífico
para entrar en la ciudad. Se cuelan por todas partes, dice, y señala las
decenas de escondrijos que albergan las entrañas del camión. «Cuando
vemos a alguno lo sacamos y se lo decimos a la Policía», asegura este
granadino. El problema es cuando se meten de noche, reconoce: «Ahí no
vemos nada y a veces te los encuentras al llegar a España».
Cuando un menor llega a la península
solo, «además del riesgo físico que corre, tiene un hándicap que difícilmente
va a superar: el fracaso a la llegada», explica Camps. Su esperanza es
trabajar, pero no hay trabajo. Va a ser traficado y explotado. Para ocultar
su fracaso, va a mentir a su familia, que no sabrá, en la mayoría de los
casos, las condiciones reales en las que se encuentra su hijo.
«Nada de lo que había imaginado el
menor se cumple y pasa a formar parte de un grupo estigmatizado de personas
que no tienen posibilidades de progresar», señala Camps, cuyo programa
trabaja para prevenir la inmigración de menores y con niños que han sido
repatriados voluntariamente.
Sufian responde en parte a este
perfil. «España no era lo que yo pensaba. Subirse al camión fue la parte
fácil del viaje», reconoce este tangerino de 20 años. Sin embargo, él
consiguió llegar, y ahora trabaja como pintor en Barcelona. Incluso se ha
echado una novia española. Para el resto de la pandilla de chavales que
merodean en las inmediaciones del puerto, Sufian es un modelo a seguir. Es
el triunfador que ha conseguido papeles y vuelve a casa por vacaciones
mostrando ropa moderna o zapatillas de marca.
Estuvo en el camión cerca de una
hora. Cuando el vehículo entró en el barco, Sufian se bajó y subió a la
cubierta de pasajeros. Mendigó y entró a España a pie. «La Guardia Civil
me mandó a un centro de menores», cuenta entre el alboroto de los demás
chicos.
En los centros, aunque se les ofrece
alojamiento, manutención y estudios, no se trabaja y, por lo tanto, no se
gana dinero. Así que se escapó. Sufian no quiere entrar en detalles sobre
qué paso entre su fuga y la obtención de papeles. «Es muy largo», dice.
Pero ahora, lo que cuenta para él es que puede mandar dinero a su madre,
cuya foto muestra orgulloso en su cartera.
La mayoría son localizados por las
autoridades antes de que los camiones suban al barco, o justo al llegar a
España. Pero algunos recorren cientos de kilómetros encaramados a los
ejes, con la muerte pasando a cien por hora bajo sus narices. Es el caso de
los cinco menores que la Guardia Civil encontró a principios de diciembre
en el puerto de la Mora, en Granada, escondidos en el habitáculo reservado
a los palés del camión. Los niños estaban ateridos de frío, con
hipotermia.
Las historias son variadas, pero
comparten el eje común de alcanzar algo mejor. Un futuro, quizás. «¿Si
merece la pena?», se pregunta Abdelaziz Jonar. «Depende de la situación
de cada uno, pero a mí sí me mereció». Desde 1997 lo intentó tres
veces, y lo devolvieron dos. A la tercera fue la vencida. Ahora vive en el
barrio de Antón Martín en Madrid y trabaja como traductor en un centro de
menores.
Abdelaziz no se avergüenza en
reconocer que pasó miedo. «Pero luego es peor, la gente te mira mal por
ser marroquí, y después del 11-M muchos justos pagamos por pecadores»,
explica en su español castizo.
Abdelahid escucha con entusiasmo las
historias de los niños mayores. Dice que va todos los días al puerto.
Tiene once años y luce orgulloso un gorro de lana con el escudo del Real
Madrid. «¿Ves aquellas luces?», señala al horizonte. «Es Tarifa. Pronto
estaré allí».