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El drama de la inmigración. Menores en busca de un futuro mejor

Cientos de chavales marroquíes se pasan el día inhalando cola en Tánger a la espera de esconderse en los bajos de un camión o autobús para entrar en España

Diario elcorreodigital.com   28.12.08 - PAULA ROSAS - TANGER

Dos sombras se mueven con rapidez entre los camiones del puerto de Tánger. Pasan por debajo de los vehículos, esquivan a la Policía. Conocen palmo a palmo todos los rincones y agujeros del gran tetris que es la terminal del puerto. Vienen todos los días desde hace un año y medio. Son adolescentes, carne de cañón de esta ciudad canalla que es Tánger, la puerta de Europa.

Kamal lleva la mejilla desollada. Una gran herida de color rosado que hace parecer aún más sucio el resto de su cara ennegrecida. Sus ojos son los de un animal acorralado, penetrantes y a la vez esquivos. Por el rabillo del ojo no pierde detalle de nada, en guardia siempre para correr si hace falta. El puerto está lleno de policías de paisano. No se fía de nadie.

«¿Te has caído del camión?». Kamal contesta negativamente. Esta vez lo ha intentado con un autobús de turistas. La misma estrategia de siempre: subirse al eje o a alguno de los huecos que quedan en los bajos de estos enormes vehículos y aferrarse hasta, si hay suerte, tocar suelo español. Se ha arriesgado muchas veces. «Es muy difícil», asegura. Pero algún día lo conseguirá, y dejará el puerto y quizás también la cola, el maldito pegamento del que no habla pero que se ha convertido en refugio de tantos chavales como él. Se colocan hasta perder la noción.

Abdelhari tiene 15 años, uno menos que Kamal. Parece más confiado que él. A veces sonríe. «Cada vez que nos pillan tenemos que pagar 50 dirhams (algo menos de 5 euros) a la Policía para que nos suelte», explica contando con los dedos, tan negros y tan sucios como su ropa.

Como Kamal y Abdelhari hay muchos en el puerto. «Están siempre por aquí. Viven por allí detrás, entre los escombros, donde pueden», señala Reduan, que trabaja vendiendo billetes para los ferris, mientras señala uno de los muros del recinto. A lo lejos se aprecian montañas de desperdicios junto a las antiguas murallas de la ciudad. Allí, encaramados a los viejos cañones, varios jóvenes se aferran a sus bolsas de plástico. Inhalan con fuerza los vapores tóxicos de la cola, la droga de los pobres. Luego hacen equilibrios en el precipicio.

Vienen del sur, o de los barrios más humildes de Tánger. Algunos huyen de familias problemáticas, de la pobreza. Otros son empujados por sus propios padres, que ponen sus últimas esperanzas en el hijo que consiga llegar a España. Camuflado en algún coche, en patera o en los bajos de un camión. A cualquier precio.

 

5.500 niños en España

No existen cifras de cuántos menores intentan cruzar cada año a España, pero se estima que en toda Europa hay unos 15.000 niños inmigrantes no acompañados. El Gobierno español reconoce más de 5.500, aunque es imposible saber el número exacto. El Estado asume la tutela de todos aquellos menores que son localizados por las autoridades y no se puede certificar que tengan familia en España. Son internados en centros gestionados por las comunidades autónomas y, cuando cumplen 18 años, si no han conseguido papeles, son repatriados a sus países de origen.

«La mayoría entra en España en coches y con total normalidad, simulando ser parte de una familia», explica Andreu Camps, director del programa Cataluña-Magreb. Sólo un pequeño porcentaje lo hace en los bajos de los camiones, pero intentarlo lo intentan muchos, y no es difícil verlos en acción en el puerto de Tánger.

«Es el pan de todos los días», explica un camionero de Baza mientras hace cola con su camión frigorífico para entrar en la ciudad. Se cuelan por todas partes, dice, y señala las decenas de escondrijos que albergan las entrañas del camión. «Cuando vemos a alguno lo sacamos y se lo decimos a la Policía», asegura este granadino. El problema es cuando se meten de noche, reconoce: «Ahí no vemos nada y a veces te los encuentras al llegar a España».

Cuando un menor llega a la península solo, «además del riesgo físico que corre, tiene un hándicap que difícilmente va a superar: el fracaso a la llegada», explica Camps. Su esperanza es trabajar, pero no hay trabajo. Va a ser traficado y explotado. Para ocultar su fracaso, va a mentir a su familia, que no sabrá, en la mayoría de los casos, las condiciones reales en las que se encuentra su hijo.

«Nada de lo que había imaginado el menor se cumple y pasa a formar parte de un grupo estigmatizado de personas que no tienen posibilidades de progresar», señala Camps, cuyo programa trabaja para prevenir la inmigración de menores y con niños que han sido repatriados voluntariamente.

 

El triunfador

Sufian responde en parte a este perfil. «España no era lo que yo pensaba. Subirse al camión fue la parte fácil del viaje», reconoce este tangerino de 20 años. Sin embargo, él consiguió llegar, y ahora trabaja como pintor en Barcelona. Incluso se ha echado una novia española. Para el resto de la pandilla de chavales que merodean en las inmediaciones del puerto, Sufian es un modelo a seguir. Es el triunfador que ha conseguido papeles y vuelve a casa por vacaciones mostrando ropa moderna o zapatillas de marca.

Estuvo en el camión cerca de una hora. Cuando el vehículo entró en el barco, Sufian se bajó y subió a la cubierta de pasajeros. Mendigó y entró a España a pie. «La Guardia Civil me mandó a un centro de menores», cuenta entre el alboroto de los demás chicos.

En los centros, aunque se les ofrece alojamiento, manutención y estudios, no se trabaja y, por lo tanto, no se gana dinero. Así que se escapó. Sufian no quiere entrar en detalles sobre qué paso entre su fuga y la obtención de papeles. «Es muy largo», dice. Pero ahora, lo que cuenta para él es que puede mandar dinero a su madre, cuya foto muestra orgulloso en su cartera.

La mayoría son localizados por las autoridades antes de que los camiones suban al barco, o justo al llegar a España. Pero algunos recorren cientos de kilómetros encaramados a los ejes, con la muerte pasando a cien por hora bajo sus narices. Es el caso de los cinco menores que la Guardia Civil encontró a principios de diciembre en el puerto de la Mora, en Granada, escondidos en el habitáculo reservado a los palés del camión. Los niños estaban ateridos de frío, con hipotermia.

Las historias son variadas, pero comparten el eje común de alcanzar algo mejor. Un futuro, quizás. «¿Si merece la pena?», se pregunta Abdelaziz Jonar. «Depende de la situación de cada uno, pero a mí sí me mereció». Desde 1997 lo intentó tres veces, y lo devolvieron dos. A la tercera fue la vencida. Ahora vive en el barrio de Antón Martín en Madrid y trabaja como traductor en un centro de menores.

Abdelaziz no se avergüenza en reconocer que pasó miedo. «Pero luego es peor, la gente te mira mal por ser marroquí, y después del 11-M muchos justos pagamos por pecadores», explica en su español castizo.

Abdelahid escucha con entusiasmo las historias de los niños mayores. Dice que va todos los días al puerto. Tiene once años y luce orgulloso un gorro de lana con el escudo del Real Madrid. «¿Ves aquellas luces?», señala al horizonte. «Es Tarifa. Pronto estaré allí».