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Tribuna

Gabrielillo en el cuarto de juegos

Ningún símbolo, ninguna bandera, ningún pensamiento representa a la Humanidad; todos son sustituibles o intercambiables o discutibles. Los niños –concreciones puras– son la única intersección universal del sentido común humano.
 

Santiago Alba Rico 
 

<p>Localidad de Las Hortichuelas, en el municipio de Níjar (provincia de Almería, España).</p>

Localidad de Las Hortichuelas, en el municipio de Níjar (provincia de Almería, España).
 

INDALOMANIA

13 de Marzo de 2018


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Había una vez un niño que se llamaba Gabriel o Gabrielillo, el Pescaíto para sus papás, el Pelusínpara algunos de sus amigos. Era un niño normal; es decir, excepcional. Era gracioso, bueno, guapo, ingenuo y, como todos, un poco consentido. Estaba siempre maravillado. Le gustaban los peces del mar. Le gustaban los camaleones de las ramblas. Le gustaba el mundo y lo demostraba riéndose a carcajadas ante cualquier figura redonda o peluda o de colores. Estaba siempre como diciendo con la mirada y con los dientes: qué suerte haber llegado a un lugar como este, con cielo y tierra y lenguados y pasteles. A través de sus ojos, un lugar como este –que llamamos mundo– a los adultos nos parecía seguro, hermoso, apetecible, habitable. No es verdad que los niños transporten un mundo nuevo; transportan un mundo más antiguo, antes del Diluvio y de Caín, antes de los trabajos y los días, antes de la lucha de clases, antes incluso del amor con todas sus perrerías. Los niños transportan un mundo enteramente a su medida en el que las piedras parecen piedras y las palmeras parecen palmeras y en el que, si en el camino aparece un palo o en la montaña una cueva, es porque eso es justamente lo que en ese momento sueñan o necesitan. “Gabrielillo, ¿qué has pescado este año?”. “Un rehfriaó”, nos decía riéndose con ese acento almeriense que daba aún más cuerpo a su infancia sin heridas.

Dentro de ese mundo grande con agua y aire y tierra y fuego, en un rincón olvidado de la muy olvidada Almería, Las Hortichuelas ha sido el cuarto de juegos donde varias generaciones de niños han encontrado la felicidad. Cuando estos días se decía “todos somos Gabriel”, yo no lo vivía como un simple impulso de solidaridad abstracta. En los últimos veinte años he visto a muchos gabrielillos corriendo libres alrededor del Cerro del Aire, explorando libres las ramblas, cazando ranas en las balsas. Mis propios hijos fueron gabriellillos antes que gabrielillo, desnudos e invencibles bajo el cielo más limpio del mundo y en la tierra más áspera y rotunda, erizada de pitas y chumberas. Durante veinte años, decenas de gabrielillos –Juan, Lucía, Edu, Pablo, Ainara, Sergio, Manolo, M.ª del Mar y tantos otros– nos hacían pensar, mientras sacábamos las sillas a la plazuela para hablar con Margarita, en ese poema en el que Pessoa describe la concreción gozosa de un rebaño en el campo: “mucha felicidad desparramada por toda la ladera”.

Había una vez un niño llamado Gabriel o Gabrielillo o Pescaíto o el Pelusín. Había una vez un mundo que, además de cuarto de juegos, albergaba también cuartos oscuros. Había una vez, en una de las mazmorras más secretas, una persona dotada de una fuerza sobrehumana. Estos días, en Las Hortichuelas, el sentido común desbaratado, horrorizado, recordaba una y otra vez la cosa más elemental del mundo: “nadie es capaz de matar a un niño”. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que la relación con los niños es la única relación de poder desigual en la que la parte más débil, sin necesidad de defensa, vence siempre. Para derrotar a un niño –no digamos para matarlo– hace falta una fuerza, sí, descomunal, un coraje fuera –en efecto– de toda medida común. Los niños, de hecho, sirven para eso: para que no olvidemos que hay cosas que se imponen por sí mismas y que, por lo tanto, encarnadas como están y concretas como son, no pueden dañarse sin dañar el mundo entero. Los niños –concreciones puras– son la única intersección universal del sentido común humano. Ningún símbolo, ninguna bandera, ningún pensamiento representa a la Humanidad; todos son sustituibles o intercambiables o discutibles. En un niño –en cada niño– se defiende la única posible totalidad; la única posibilidad de una universalidad con cuerpo. En las cárceles, los peores asesinos saben que ese es el límite de todo egoísmo y de toda crueldad.
 
Ahora bien, “nadie es capaz de matar un niño” es una frase que, allí donde un niño realmente desaparece, se voltea enseguida en su reverso tenebroso: “cualquiera puede haberlo matado”. Si nadie es capaz, todos pueden; todos podemos. Ese es el horror que se instaló durante días en Las Hortichuelas. Un asesino de niños no tiene cara de asesino de niños. Un ladrón tal vez; y quizás un terrorista. Pero un asesino de niños es como un supermán tenebroso e invertido: mantiene siempre oculta su fuerza descomunal, su coraje desmedido. Nos puede haber caído simpático un instante antes de que estrangule a nuestro niño; podemos incluso haberlo amado sinceramente. Esta es la pesadilla que imaginó durante 12 días este pequeño pueblo de Almería; esta es la pesadilla que se confirmó el domingo y su confirmación fue, al mismo tiempo, un alivio. Había una vez, bajo el Cerro del Aire, donde varias generaciones de niños desnudos habían bautizado con sus cuerpos el mundo común, una criatura poderosísima, como en los cuentos antiguos; una persona tan fuerte tan fuerte que era capaz de matar un niño; capaz –aún más– de destruir el mundo compartido. Un día, a la hora de la siesta, se llevó a Gabrielillo –como en un cuento antiguo, sí– y lo arrojó a un pozo. El día anterior había visto a su lado la televisión y por la mañana le había cambiado la camiseta. Cuesta imaginar ese momento –ojalá fuera uno solo y breve– en el que la mujer simpática reveló su fuerza descomunal, en el que le cambió la voz y la luz de los ojos; en el que Gabrielillo descubrió el mundo paralelo, sin peces ni camaleones, en el que iba a ser estrangulado. Todo lo podemos soportar, salvo la imaginación. Podemos quitarnos de encima una piedra u otro cuerpo; podemos incluso librarnos de un pensamiento, pero no de una imagen. Las imágenes son las garrapatas de la mente. Y ocurre que todos podemos imaginar –universales concretos como son– el placer y el dolor de un niño. Todos podemos imaginar el horror del descubrimiento del Pescaíto; y todos podemos imaginar las imágenes que estos días han poblado, y aún pueblan, la cabeza de Patricia, de Ángel, de su abuela, de Eli, de Antonio Miguel. No pensamos en los niños: si están, los tocamos. Cuando no están, los seguimos tocando con la imaginación, que son los dedos del pensamiento. Si la desaparición y muerte de Gabrielillo ha generado tanto horror transversal es porque todos podemos imaginar el placer y el dolor de un niño concreto. Bombardear una ciudad es, si se quiere, una acción abstracta; para la imaginación humana, por muy injusto que parezca, es mucho más grave la acción de matar a un solo niño. No es injusto. Es un hecho. El bombardeo de una ciudad puede matar a 1000 niños, pero solo mata a 1000 niños. El que mata a un solo niño mata a todo el mundo. Es una catástrofe antropológica y, sin exagerar, cósmica. 

                                               "El que mata a un solo niño mata a 
                                                               todo el mundo. Es una catástrofe 
                                                               antropológica y, sin exagerar, 
                                                               cósmica."

La asesina mató a Gabrielillo, que confiaba en ella; mató a su padre, que la amaba sinceramente; mató a su madre, que la defendió en público; mató a varias generaciones de gabrielillos que habían jugado antes que él en las calles de Las Horticuelas; mató a Las Hortichuelas, profanadas por esta atención inesperada y perversa; mató ese mundo antiguo y común, antes del Diluvio y de Caín, antes de la ciudad y del amor, del que Gabrielillo, con un pez en las manos, pensaba: qué suerte que mis papás me hayan traído a un lugar como éste, con cielo y tierra y pulpos y pasteles y cosas redondas y cosas peludas y cosas de colores.

Para que se entienda: el domingo por la tarde, azotados en Las Negras por un viento feroz, vivíamos todos en otro mundo, en un mundo en el que lo único que podíamos ya desear, lo mejor que podíamos imaginar se resumía en este frase: “ojalá el Pescaíto estuviera ya muerto cuando lo arrojó al pozo”. No se puede vivir en un mundo como ése.

¿Cómo castigar a una cosmicida? Quisiera tenerla entre mis manos, torturarla lentamente, mantenerla con vida el tiempo necesario para infligirle un dolor eterno. Pero me doy cuenta enseguida de que nada sería suficiente y de que, con las manos manchadas de sangre, seguiría sediento e insatisfecho. Esta insatisfacción es la ley del mundo en el que Gabrielillo murió. No se combate con odio y violencia. Como le explicaba Iván Karamazov a su hermano Aliosha, “no es posible castigar lo que no se puede perdonar”, que es lo que, de otro modo, la belleza moral de Patricia, madre de Gabrielillo, nos recuerda desde el domingo: que el odio empeora el mundo que debemos salvar. El mundo en el que vivió Gabrielillo hasta el 27 de febrero.

¿Cómo castigar a una cosmicida? Si la tuviese entre mis manos, la haría picadillo. Por eso no quiero tenerla entre mis manos. Quiero que esté en manos de la Guardia Civil, protegida de nuestro infinito dolor. Quiero ponerla en manos de un juez. Quiero que tenga un juicio justo, con todas las garantías –incluido un abogado que se tome en serio su tarea– y, si se demuestra que destruyó el mundo común, delito tan inconmensurable como las fuerzas con que lo cometió, quiero que reciba la máxima pena insuficiente, porque todas lo serían, de un código penal sin pena de muerte ni cadena perpetua en el que se contemple además, al menos como ficción, la posibilidad de la rehabilitación de la asesina y, por lo tanto, de la restauración de ese mundo compartido en el que otros gabrielillos podrán cazar camaleones, desnudos e invencibles, bajo el Cerro del Aire.

La muerte de un niño –la muerte de nuestroPescaíto–, convergencia de la máxima maldad y la máxima vulnerabilidad, revela que la existencia humana sí es una historia de buenos y de malos. Ojalá la lucha de clases pudiera explicar esto. Ojalá Freud nos permitiera encontrar un sentido o, al menos, un significado. Ojalá un Dios o una ley secreta e inflexible. El asesinato de Gabrielillo ha sacado a la luz un mundo un poco menos antiguo que el que amaba Gabriel: después de las cosas redondas y peludas, pero antes de la razón y la política. Un mundo en el que un solo malo puede destruir el mundo y un millón de buenos no pueden salvar a un niño. Un mundo, en todo caso, de buenos y de malos. Ahí estaba la mala mala que fingía amar mientras meditaba la muerte y que ha acabado matando. Ahí estaban también, muy por debajo, los malos banales que han querido aprovecharse del dolor de las víctimas (videntes, ladronzuelos, denunciantes fraudulentos); o los malvadillos normales que se han creído buenos y justos cuestionando desde lejos, en las redes, el amor hacia el hijo o culpabilizando sin información a los padres (pienso con particular rabia en un estremecedor tuit de la escritora Lucía Etxebarría, de una impiedad irresponsable y sin alma); o los políticos oportunistas que pescaban votos, y no peces, en el dolor de la gente; o esos periodistas obedientes que, sin escatimar bulos o mentiras, han convertido la máxima maldad y el máximo sufrimiento en una golosina mediática. Restaurar el mundo en el que jugaba Gabriel implica también cuestionar la actividad carroñera de unos medios que, en casos como éste, de una universalidad desoladora, entorpecen las investigaciones policiales y acosan a las víctimas; y que, porque hacen eso, dañan todos los valores que deberían defender: el derecho a la información, el derecho a la intimidad, la seriedad del oficio, el crédito de la verdad, el servicio público.

Pero están también los buenos. Está Patricia, la madre del Pescaíto, moralmente inmensa, capaz de ver el mundo al margen de su infinito dolor, de llamar a deponer el odio e incluso de compadecer a su exmarido. Está Ángel, destruido por el dolor y la culpa, una de las personas más buenas y optimistas que he conocido jamás, que pide respuestas, pero no venganza. Están nuestros amigos Eli, Antonio Miguel, Rocío, que han sostenido el mundo antiguo, a punto de desaparecer, con su inteligencia, fortaleza y calidez. Está nuestra familia electiva de Las Hortichuelas –Margarita, María, Montse, Juan, Manolo y tantos otros– que nos han recordado con su templanza y hospitalidad que la “España profunda” es profundamente antigua, seria y generosa. El mundo común es tan frágil que basta un supermán tenebroso para destruirlo; es tan verdadero y tan real que hace falta un supermán tenebroso para destruirlo. No olvidemos ni una cosa ni la otra. Y traigamos nuevos gabrielillos bajo el Cerro del Aire para restaurar el mundo habitable y feliz de antes del Diluvio.

Autor:
Santiago Alba Rico

Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos 
décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de
sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).