“Siempre dije que mientras me
quedase voz, gritaría por ellos, pero se me está apagando… He pasado mi
vida buscándolos. Se trata de mis padres. Pronto partiré y no quiero
dejarlos en la cuneta”. Hilda
Farfante ha sido una de las primeras en escribir a la dirección
de correo habilitada el pasado viernes por el Gobierno para recibir
ideas para la nueva ley de memoria histórica (consultaleymemoria@mpr.es).
En su carta incluye seis propuestas y un ruego acompañado por las
coordenadas de los lugares donde cree que fueron arrojados en 1936
Ceferino Farfante y Balbina Gayo, asesinados con apenas 24 horas de
diferencia. Primero ella, y luego él. Hilda va a cumplir 90 años. El
texto que ha enviado a La Moncloa repite tres veces la palabra
“urgente”.
Su historia forma parte del
horror compartido por decenas de miles de víctimas de la Guerra Civil
que no cayeron en el frente de batalla, ejército contra ejército. Los
que murieron fusilados por votar o pertenecer a un partido político; a
un sindicato o, como en el caso de los padres de Hilda, por
ser maestros de la República. El 8 septiembre de 1936, Balbina, que
era la directora de la escuela de Cangas del Narcea (Asturias), acudió a
poner en marcha el curso escolar. Vivían en Besullo, un pueblo pequeño,
a 17 kilómetros, que entonces no tenía ni carretera. “Y a la puerta
misma de la escuela, según lo que contaron al día siguiente, un grupo de
falangistas la detuvo. Siempre digo que murió en acto de servicio. Ocho
años después del asesinato, en su partida de defunción escribieron que
murió por un hecho de guerra, pero su única arma era la llave del
colegio que llevaba en el bolsillo”, relata Hilda.
En cuanto supo que habían
detenido a su mujer, Ceferino Farfante salió a caballo a buscarla. En
una posada intentaron convencerle para que se diera la vuelta. Él siguió
hasta Cangas del Narcea para intentar cambiarse por ella. Llegó al
cuartel el 11 de septiembre de 1936, pero ya era tarde. “Aquella mañana
habían matado ya a mi madre y aquella misma noche lo sacaron a él por
atrás y también lo fusilaron. A uno lo tiraron a una cuneta, a otro en
un barranco…”.
El padre de Ceferino cogió
entonces a sus tres nietas, Hilda, de cinco años, Noemí, de 7 y Berta,
recién cumplidos los 4, las subió a dos mulas y se las llevó al monte.
“Estaba muy asustado porque en el pueblo se decía que los franquistas
querían ‘acabar hasta con las raíces’ y le contaron que unos días antes
habían matado a un chico de 14 años por negarse a revelar dónde estaba
su hermano guerrillero”. Mientras, un hermano de Ceferino había llamado
a las puertas de familias de derechas para rogarles que escribieran
cartas en su favor. Pero de camino al cuartel le dijeron: “Farfante, no
corras que ya los han matado a los dos y tu padre se ha ido al monte con
las niñas”. Cuando los encontró se los llevó a su casa de Luarca.
“Nadie nos explicó nada. Lo
sabíamos nosotras de tapadillo y de tapadillo seguimos”. Las tres
hermanas fueron separadas. Berta y Noemí se quedaron con unos tíos que
les decían que sus padres habían muerto por querer más a la política que
a ellas. Hilda fue a vivir con su tía Guillermina, también maestra, una
mujer que cerraba las contraventanas de madera de su casa para que no la
vieran llorar. El hermano de Ceferino que había intentado salvarlo con
aquellas cartas murió al poco tiempo, emborrachándose. La abuela materna
de Hilda enloqueció del dolor.
Hilda pide al Gobierno que
constituya una unidad estatal para atender todas las demandas de
recuperación de restos de los que, como sus padres, permanecen en fosas
y cunetas. Propone que la nueva ley incluya la creación de un banco de
ADN para tomar muestras de los familiares de los desaparecidos y poder
así identificar a los fusilados; que se lleve a cabo una “exhaustiva
investigación” de las desapariciones, poniendo en común la información
acumulada durante años por particulares, asociaciones, expertos y
distintas administraciones; que se establezcan objetivos y sobre todo,
plazos, para reparar a las víctimas y que en el currículo escolar –ella
también fue maestra- se incluyan contenidos para dar a conocer la
represión franquista.
En el año 2000, junto a la fosa
donde creen que fue arrojada su madre, en un acto para recordar a las
víctimas del franquismo, le pidieron que dijera unas palabras. A Hilda
se le escapó un grito que terminó convirtiéndose en el himno de los
desaparecidos del franquismo: “Grito por ellos, por su injusta, terrible
y cobarde muerte. Por su miedo, por su dolor, por su juventud truncada,
por la vida que no vivieron. Grito por nosotros, que nos quedamos aquí,
sin ellos, huérfanos a merced de sus asesinos, que se pasaron 40 años
insultándoles, pisoteándoles y diciendo mentiras y más mentiras sobre su
vida y sobre su muerte. Grito por todo lo que tuvimos que callar y que
aguantar. Por las viudas, por las madres, por todos los que murieron con
la boca bien apretada para que no se les escapara este mismo grito...”.