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El abuso infantil en los libros: contra la romantización de la "lolita"
En 'La
ternera' o 'Panza de burro', la falta de consentimiento es clave para dejar de
responsabilizar a las víctimas
Marta Gambín
Foto: Pathé
Barcelona. Jueves, 17 de febrero de 2022
“Quieta,
piensa, si es que es un pensamiento, que no le importaría morirse”. Una
sentencia desgarradora, sobretodo si quien lo piensa tan solo tiene 5 años.
Así empieza La ternera (Anagrama) de Aurora
Freijo Corbeira, un libro incómodo sobre el abuso de una niña por parte
de un vecino de su escalera que describe como, pese a su corta edad - “con
esos años no se tienen pechos, ni pelos” - la pequeña, de la que no sabemos
el nombre, sobreentiende que los tocamientos son algo de lo que
avergonzarse, y que es mejor callar y tragar y aguantar el tiempo que haga
falta. Esta cultura de la violación respirable la reproduce la
narradora omnisciente con letras rotas que fotografían algo imperdonable:
“El ancla que es su pantalón bajado hasta las rodillas en esas tardes ya no
se separará de sus pies durante años, quizás nunca”.
La OMS
dice que el abuso infantil afecta a 1 de cada 5 niñas y a 1 de cada 13
niños. Según UNICEF, este drama daña a unos 200 millones de críos
en todo el mundo. Si salimos del mero dato y entramos en la vida física, la
lectura es que todos somos potenciales de conocer a un menor de edad que ha
sido, o está siendo ahora mismo, víctima de
abusos sexuales. La sociedad ha cerrado los ojos a esta insoportable
realidad durante mucho tiempo y reflejo de ello es que la literatura
tradicionalmente ha pasado de puntillas por un tema tan difícil de nombrar
como de demostrar. Ha sido cuando la agenda pública ha puesto el dedo en la
llaga – y cada vez salen más y más casos – que también ha surgido una
nueva oleada de novelas que han sustituido el relato de la provocación
para hablar directamente de pederastia, castigar al depredador y
dejar de responsabilizar a las víctimas de relaciones que antiguamente eran
romantizadas.

La Lolita de Adrian
Lyne en el cine continuó con los cánones hipersexualizados de la
protagonista de Nabokov. / Pathé
Si la
Lolita de Vladimir Nabokov se veía como una promiscua, con las
revisiones se confirma que es una niña violada y víctima de abusos y
maltrato. Tenía 12 años cuando Humbert Humbert, de 40, se enamoraba de ella,
pero el relato construyó a un personaje femenino hipersexualizado y
provocativo para justificar una relación que evidentemente era un abuso. Una
sociedad capaz de aceptar que una cría de esa edad tenga las herramientas
físicas y emocionales para provocar el deseo sexual masculino de un
adulto y encandilarlo es una sociedad enferma. Sin embargo, en el
imaginario literario colectivo, la protagonista ha sido durante años una
tipa con ganas de marcha y no se veía como algo desproporcionado. Hasta la
RAE acepta lolita en su diccionario para definir a una “adolescente
seductora y provocativa”.
Cuando la
curiosidad sexual pica la puerta del descaro a una edad en la que todo
parece precoz, el despertar del placer y de la carnalidad curiosa es
una narración recurrente para retratar a jóvenes adolescentes excitados por
apretar el acelerador de su existencia. La búsqueda de la propia sexualidad,
el vaivén de la atracción pasional o el cosquilleo de lo erótico se
mitifican en episodios narrativos volátiles cargados de ternura, delicadeza
y salero, sacos de nostalgia que le recuerdan al lector sus mejores momentos
de torpeza en la pubertad. En ese sentido, es muy esclarecedor el relato que
hace Andrea Abreu (Tenerife, 1995) en Panza de burro
(Editorial Barrett), cuando narra la vida, las inquietudes y las heridas de
un par de amigas que se envidian, se idolatran y se masturban, criadas por
las abuelas en una pequeña aldea canaria que es testigo del proceso interno
de erupción juvenil.
Desde los
tocamientos de un vecino de apariencia agradable en el baño de su casa
hasta la necesidad primitiva de un chaval que repite las leyes
patriarcales del sometimiento
A pesar de utilizar un
lenguaje fresco y tierno, ni la inocencia ni la inexperiencia justifican
ningún comportamiento reprobable, ni para la autora ni para el lector, dando
por hecho que la conclusión final va a ser unánime. Sucede cuando en una de
estas trastadas joviales, Isora y la narradora de Panza de burro, que
nunca dice su nombre, van al bosque con dos chicos de su edad y acaban cada
una con uno, en lo que se presupone como una más que posible pérdida de la
virginidad. Sin embargo, la Abreu retrata con sobresaliente
espontaneidad una agresión sexual adolescente y abre el melón del
juicio de valores: quizás es involuntaria, alimentada más por el automatismo
de una sociedad machista que por la maldad gratuita del joven agresor, pero
sin el consentimiento necesario para ser considerada una simple relación
sexual. “Me tengo que ir, que mi madre me va a pelear. Un fisquito
más, bájate los pantalones, pa probar una cosa. Por fa, en serio, Ayoze, que
mi madre se va a enfadar. Es un segundo namás, me respondió. Y me bajé los
pantalones y él me agarró las bragas y me las puso a la altura de los muslos
(…), y de repente sentí como una cosa blanda me entraba por
el pepe y creí que se me había cortado la digestión”.

Ambas novelas tratan el tema
del abuso desde dos causas y posturas distintas. / Anagrama y Editorial
Barrett
Este
cambio de rumbo, en el que la opinión de la niña es objeto central de la
narración y se complementa con hostilidad narrativa, se ha acelerado por las
demandas feministas de la última década y por el revisionismo
histórico a un pasado opaco que señala a diferentes núcleos y estructuras
sociales como la familia, las escuelas o la
mismísima Iglesia. Desde los tocamientos de un vecino de apariencia
agradable en el baño de su casa hasta la necesidad primitiva de un chaval
que repite las leyes patriarcales del sometimiento. La forma en cómo estas
dos novelas reflejan el abuso de poder y la anulación de las
niñas subrayan que los abusos infantiles (y adultos) no entienden de clases
sociales, ni de bases científicas, ni de causas únicas, incluso ni de género
(aunque normalmente las vejadas son ellas y los pederastas son hombres); que
hasta en las mejores casas puede haber los peores resquicios. La verdad más
absoluta, como pasa con estos personajes, es que las agresiones son
ignoradas y silenciadas y que los abusadores se van de rositas: como en
los casos reales. En la novela de Abreu el relato termina cuando el niño
agresor se asusta por un ruido y se sube rápido los pantalones; en el caso
de la niña de La ternera, no lo sabemos. El libro termina sin que
haya una esperanza fiable de superación, con esa “desgraciada secuencia de
los días” manchada de luz artificial.
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