Los 'loverboys' que prostituyen a menores en Holanda
aprovechando un vacío legal
"Nunca imaginé que acabaría siendo un objeto que
pasaría de mano en mano, que me iban a prostituir en coches y a plena luz
del día”, relata una víctima de los 'loverboys' holandeses
Imane Rachidi. La Haya
15/08/2017
Alexandra quería ser
popular entre los chavales de su instituto, pero nunca se imaginó que
ese deseo daría un vuelco a su vida. “Me acerqué a unos chicos porque eran muy
temidos por los niños de clase, me sentía más poderosa teniéndolos de mi lado,
pero nunca imaginé que acabaría siendo un objeto que pasaría de mano en mano, que
me iban a prostituiren
coches y a plena luz del día”, relata esta joven de Países
Bajos, quien a sus 25 años ya ha pasado por manos de decenas de hombres, en
contra de su voluntad. Ha estado ocho años controlada por los conocidos como los
'loverboys',
chavales que utilizan el engaño y el chantaje para 'enamorar' a jóvenes menores
de edad y acabar obligándolas a prostituirse en las calles de un país donde la prostitución no
forzada es legal.
La historia del proxenetismo
escolar tiene siempre los mismos protagonistas: jóvenes menores de
edad, conocidos por todos, que se fijan en chicas adolescentes para
manipularlas psicológicamente hasta obligarlas a actuar a su merced. Según
datos oficiales, cada año decenas de niñas caen en manos de un grupo, o una
persona, que las prostituye. La relación entre Alexandra y su “loverboy”
empezó en el patio del colegio donde estudiaban. Le hicieron sentirse
importante. “Tenía 15 años, era una chica normal, vivía en una familia
feliz, rodeada de mis hermanos mayores. No
había sufrido 'bullying', simplemente me acerqué a ellos para ser
más popular”, relata a El Confidencial, mientras se enciende su enésimo
cigarro y acaricia a su perro.
Quiere mostrarse fuerte. Asegura que ya ha superado
todo lo ocurrido, pero el temblor de sus manos y el movimiento continuo de
sus piernas la delata. Tan solo han pasado un par de años desde que ha
empezado a recuperar la normalidad, mientras da
charlas en los colegios sobre esta problemática
que vive Holanda. A pesar de haber legalizado la prostitución,
voluntaria y ejercida por mayores de 18 años, y de tener inmensos barrios
rojos repartidos por diferentes ciudades del país, Holanda ha dejado
cabos sueltos: los “loverboys”, los amantes que exigen a las niñas prostituirse
para hacer caja a sus proxenetas, escapando a la vigilancia de las
autoridades, padres y educadores.
“Eran chicos de mi misma edad. Algunos de mi clase.
Quedamos un día y me presentaron a un hombre mayor que les
pasaba droga. Me dijo que tenía
que vender yo también, como el resto del grupo. Me aseguró que
nunca me pillarían y que será divertido. Lo hice unas diez veces, hasta que
me empecé a sentir mal y tener miedo a que mis padres lo descubrieran”,
rememora esta joven. Su temor hizo que quisiera alejarse de todos esos
chavales y de su nuevo mundo, pero ya no había vuelta atrás. “No se lo tomó
nada bien. Me amenazó con ir a la Policía y decirles lo que había hecho. Me
dijo que ahora tenía que darle dinero, de otra manera: prostituyéndome. Me
violó y luego empezó a llevarme de
coche en coche para acostarme con otros hombres”, relata, sin
descomponerse y ayudándose de las caladas a su cigarro.
Un negocio despiadado
Estuvo todo el curso con su destino atado al humor de
su proxeneta. La recogía cada mañana y se la llevaba a Rijswik, una zona
residencial a unos 20 minutos de La Haya, donde atendía a la clientela. “Me
acostaba con hombres durante el día porque, claro, de noche mis padres no me
dejaban salir. Él lo
tenía todo calculado para que nunca me pillasen. Me sacaba de clase
y el colegio nunca llamó a mis padres”, lamenta, sobre sus inicios en la
prostitución forzada. La niña que nunca faltaba a clase y que siempre iba
con un boletín de buenas notas a sus padres, cambió
radicalmente de vida. Empezó a fumar y a descubrir las drogas de
manos de un proxeneta. “Una amiga se chivó sobre ‘los chicos malos’, pero mi
madre no quiso creerla, le dijo que yo era una buena chica y que era
impensable que estuviese haciendo eso”, dice. Cuando su madre vio que su
niña, adoptada, se maquillaba cada vez más, pensaron que su pequeña “era
una adolescente y estaba cambiando por la edad”, confesó la progenitora,
una década después.
Alexandra se acostaba con esos hombres vigilada por
un señor que
rondaba los cuarenta. “A mí no me daban dinero, los clientes se lo
entregaban directamente a él, que lo manejaba todo. Me tenían controlada,
amenazada y eso sí, me drogaban siempre”, advierte. Un día, de repente,
nadie vino a recogerla a la puerta del colegio. Los muchachos entraron a
clase como si nada estuviese pasando. Y ella hizo lo mismo. Su “dueño”, como
se refiere a él a veces, había sido detenido por la policía, acusado de tráfico
humano y de prostitución forzada. Ella no
era su única víctima, según las noticias.
Alejandra de espaldas a su dibujo, que denuncia el proxenetismo escolar en
Holanda.
Ese día, Alexandra volvió a casa pero no le contó nada a nadie. Decidió
mantenerlo en secreto mientras asimilaba que ya nadie iba a
suministrarle drogas ni tenía que acostarse con hombres que le triplicaban la
edad. Su proxeneta, aquel hombre que le pegaba una cachetada cada vez que se
quejaba, el mismo que le regalaba prendas nuevas para mostrarse sexy, y que
había irrumpido en su adolescencia para ponerle fin, estaba ya en manos de la
Policía. Según un informe del Relator Nacional sobre la Trata de Personas y
Violencia Sexual contra los Niños, ese año (2008) unas
165 menores, en su mayoría chicas, habían sido víctimas
de tráfico humano en Holanda. Desde entonces, decenas de jóvenes, no
solo menores, son víctimas de la explotación
sexual.
La Policía holandesa explica en su web que un
“loverboy” actúa de diferentes maneras. La más habitual es que un chico, más
mayor que la niña, se acerca a ella de manera suave, poco a poco. Dice
amarla, “le
da el calor que no puede tener en casa “y mantienen contacto
constante en personas, por teléfono, y las redes
sociales “para embaucarla”. “Luego trata de hacer que dependa de él, por
ejemplo, provocando discusiones entre ella y su mejor amiga o sus padres,
para asegurarse de que solo le tenga a él para hablar. Le dirá que la
Policía no es de fiar. Y le hará hacer cosas que ella realmente no quiere
hacer, hasta acabar en el tráfico de drogas y en la prostitución… A
veces bajo amenaza, otras aprovechándose de su confianza. “Le
dará drogas, incluso por la fuerza”, añade la Policía en su página
web. Un “loverboy” es un traficante, -añade-, un criminal “sin escrúpulos
que quiere ganar mucho dinero a expensas de víctimas vulnerables”.
La pesadilla continúa: "Me vendieron por 200€"
Alexandra afirma durante la entrevista que se
reconoce en la descripción policial. “Dejé de valorarme, me perdí
el respeto durante esos años, no estudiaba, no sabía a quién recurrir.
Cuando detuvieron a mi “loverboy”, me
quedé con el trauma, y la psicóloga que contrataron mis padres no logró
que yo hablase porque sentía vergüenza. Me hundí mucho más y no pude hablar
ni denunciar lo que pasó”, rememora. Los traficantes son muy escurridizos y
sus crímenes son difíciles de demostrar, como constatan las víctimas y las
autoridades. “¿Cómo demuestras que fuiste violada? Las violaciones no tienen
lugar en un supermercado, sino en casas, a las que las chicas acaban yendo
de alguna manera voluntariamente, y ninguna tiene pruebas de nada. Las
chicas se duchan después de acostarse con otros hombres y bajo las drogas
puedes hacer barbaridades, entonces
¿cómo pruebo las violaciones?”, sentencia.
“Estuve mucho tiempo sin confiar en nadie y
sintiéndome avergonzada de mi misma, hasta que a los 19 años conocí a un
chico del que me enamoré. Era muy agradable, le conté lo que me pasó y
siempre me repetía que no todas las relaciones giraban en torno al sexo, que
él me quería de verdad, y me
iba a proteger. Nos hicimos novios, venía a mi casa, y yo iba a la
suya”, recuerda, con un rostro de arrepentimiento. “Todo era maravilloso
hasta que, tres meses después, me presentó a un hombre de 60 años, narcotraficante.
Acabé usando drogas, estábamos siempre en su casa, le cogí mucha confianza y
hablábamos siempre de cosas personales. Creí
que éramos amigos”, añade.
Ese sexagenario estaba preparando el camino para reconocer su verdad, y la de su
amigo. “Un día estaba yo muy drogada y ese hombre me dijo que quería que yo me
acostara con él, una sola vez, y que él me
daría mucho dinero por ello”. Sorprendida por esta oferta, Alexandra
miró entonces a su novio, en busca de socorro y protección. Su respuesta,
asegura, fue: “Sí, hazlo, no tiene nada de malo”. Fue ahí cuando esta joven,
entonces a punto de cumplir los 20 años, descubrió que su novio, el primer
hombre en el que volvía a confiar después de ser víctima de la explotación
sexual durante su adolescencia, era
también un “loverboy”.
Esa noche, y bajo efecto de las drogas, acabó
acostándose con un señor que le triplicaba la edad y por
el que sentía repulsión. Lo hizo por órdenes de su nuevo amor.
Desde ese día se acabó convirtiendo en su “dueño”. “Me obligó a estar en su
casa. Me drogaba, luego me subía a la planta de arriba de la casa y mandaba
hombres, uno tras otro, para que se acostaran conmigo. En el piso de abajo,
le pagaban a él. Estuvo mucho tiempo así hasta
que se hartó de mí”, lamenta. Este proxeneta “se la vendió” a su
primo por “200 euros”. Era una persona “muy abusiva”, reconoce dos años
después de haberse alejado de él.
El síndrome de Estocolmo
El que sería su tercer propietario era “un pez gordo”
en el tráfico de personas en Holanda. Tenía muchas más chicas en su poder,
las prostituía en la calle o en un prostíbulo. Algunas eran
menores de edad, con documentación falsa. Las otras estaban en su
veintena, pero en sus manos años antes. “Cuando me entregó a él, me deprimí.
Sentí que él no me quería. Yo era leal a él y hacía todo lo que me pedía. Me
sentía despreciada y estaba convencida de que yo había hecho algo mal. Yo
era una víctima pero pensaba que la víctima era él”, habla Alexandra, sobre
lo que se define como síndrome
de Estocolmo. “Era muy violento. Me pegaba con un cinturón. Me
enseñó a no sentir dolor. Me
maltrataba y golpeaba hasta que un día dejé de sufrir y sentir dolor.
Ahí fue cuando paró. Era un enfermo. Pero aun así, cuando me entregó a su
primo me sentí triste y eso no era normal”, afirma.
El prostíbulo donde acabó ejerciendo Alexandra fue determinante para
ella. “Lo que sufrí antes era un paraíso con lo que tuve que vivir a manos
de su primo. Los clientes eran gente abusiva. Uno quería
que yo fuese como un perro. Me puso un collar y me ató al radiador.
Me pasé toda la noche ahí. Y al día siguiente me volvió a violar. Otros
hacían conmigo lo que querían. Uno me violó y después me puso una pistola en
la cabeza para matarme. Apretó el gatillo pero no salía ninguna bala. Yo me
hice pis encima del miedo que pasé. Acabé destruida”, cuenta. “Si la
prostitución forzada existe es gracias a los clientes, pero los clientes no
quieren ver la realidad, y hasta
les gusta estar violando niñas”, lamenta. Tras varias semanas, y
aprovechando un momento de despiste del guardia, escapó de ese lugar. A
pesar de todo su sufrimiento, se lo pensó dos veces antes de huir porque,
dice, “ellos eran lo único” que le quedaba en la vida.
Esa es precisamente la táctica que siguen los
“loverboys” para tener controladas a sus víctimas, advierte la Policía
holandesa. Las convierten en emocional y financieramente dependientes, y les
dejan la puerta abierta para irse, convirtiendo su vida en un ciclo
deabusos
sexuales y psicológicos, e incluso llegando a hacer que ellas
trabajen como prostitutas legales detrás de los escaparates de un barrio
rojo para entregarles el dinero a sus proxenetas. Por ello, cada vez hay más
instituciones y grupos de padres con hijos víctimas de “loverboys”, intentan
actuar contra esta lacra que el
Gobierno no consigue erradicar.
El Barrio Rojo de Ámsterdam cuenta con un museo de la prostitución. (Efe)
Fundación StopLoverboys: "Salvar a las niñas"
Anita de Wit, madre de una chica de 25 años, abre las puertas de su
casa a El Confidencial para mostrar el lugar en el que ha acogido a decenas
de jóvenes que han caído en una red de prostitución forzada. El que fuera su
hogar, en Alphen ad Rijn, población situado entre La Haya y Utrecht, se ha
convertido en lo que ella misma llama “centro de acogida”. Su hija fue
capturada por un “loverboy” hace 10 años y cuando empezó a buscar
ayuda a las autoridades y las instituciones, se encontró con un muro de
ignorancia sobre un problema real de Holanda. Su pequeña tenía entonces 14
años y a día de hoy aún es víctima de una red de tráfico humano: está en
manos de su cuarto “loverboy”.
Una madre desesperada por salvar a su hija y una ley
que considera que las mayores de 18 años son
lo suficientemente adultas como para saber lo que están haciendo, a
pesar de haber sido capturadas cuando eran menores de edad. “A ojos de la
Policía, ella es mayor y tiene que tomar sus propias decisiones, pero es adicta
a las drogas, y no es dueña de su propia vida desde hace una década”,
afirma. Anita no está en contacto con su hija y la información le llega con
cuentagotas, pero siempre intenta estar al tanto de los pasos de ella para
saber cómo y dónde está.
Los médicos intentaron ayudar a Anita recetándole
antidepresivos, pero ella prefirió “tirarlos a la basura y comenzar a
luchar por salvar a las niñas” víctimas de estos grupos mafiosos. Su
fundación se llama "stoploverboys" y
para gestionarla recibe la ayuda de su otro hijo, un chaval que se patea
ahora las calles intentando aliviar el sufrimiento de muchas chicas que se
prostituyen en las calles. “Como sabe que no las puede sacar de ahí, ni
salvar, intenta tomarse un café con ellas o invitarlas a algo, para hablar y
que sepan que hay personas más allá de la
mafia, dispuestas a ayudarlas”, añade.
El movimiento juvenil del Partido
Social holandés (ROOD) es uno de los grupos que han llevado a cabo
campañas en Holanda para ayudar las víctimas
de violencia sexual y prostitución. Durante los últimos años han
denunciado que la Policía no se toma en serio la problemática de los “loverboys”,
y la protección y asistencia a las víctimas deben mejorar. El ROOD elaboró
un informe para respaldar su denuncia en el que incluyó entrevistas con 21
niñas que tenían entre 12 y 24 años de edad cuando fueron obligadas a prostituirse
por sus “novios”, engañadas con promesas de amor.
“Las víctimas tienen a menudo una
idea negativa sobre la Policía”, reconoció Sigrid van de Poel,
directora de Protección juvenil de Seguridad. Por ello, en Ámsterdam,
la Policía acordó el pasado mayo trabajar codo con codo con las
instituciones sanitarias y juveniles para apoyar psicológica y legalmente a
las víctimas de los “loverboys”, y para hacer que las comisarías sean un
lugar de confianza para las mujeres jóvenes que quieran deshacerse de sus
proxenetas. A día de hoy, solo en la capital holandesa, hay 40
niñas en tratamiento psicológico tras haber sido víctimas de trata
de personas.
Prostitución legal: ¿efectiva?
El pasado 1 de agosto, un holandés de 28 años,
residente de Utrecht, fue condenado
a tres años de prisión por un intento de trata de seres humanos y
de forzar a una niña menor de edad a la prostitución. Tenía antecedentes
penales por una causa similar. Según el juez, era una persona “sofisticada”
en lo que hacía. Inició una relación sentimental con una joven, le
hizo fotos y vídeos mientras se estaba duchando y amenazó con
publicarlas en las redes sociales si no se prostituía para él. Ella no se
sometió a sus órdenes y él publicó las imágenes. “El condenado tiene una
completa falta de comprensión de
lo reprobables que son sus actos. Fue condenado en 2016 por hechos
similares y cometió el mismo delito de nuevo”, afirmó el juez.
En mayo de 2009, la escritora holandesa y víctima de
un “loverboy”, Maria
Mosterd, reclamó 74.000 euros en compensación a la escuela
Thorbecke, su antigua escuela secundaria en Zwolle, en el noroeste de los
Países Bajos. El colegio no proporcionó un ambiente seguro de aprendizaje e
ignoró sus frecuentes ausencias, recalcó la víctima. Mosterd escribió un
libro titulado “Los
hombres reales no comen queso”, en el que cuenta su historia: a los
12 años fue capturada por un hombre más mayor que ella y estuvo durante
cuatro años cautiva, luchando para escapar de sus manos.
El problema es tanto sacar a las víctimas de estas
redes, como reintegrarlas en la sociedad. Holanda no está preparada para
hacerse cargo de las víctimas de los “loverboys”, denuncia tanto Anita como
Alexandra. “Cuando he conseguido salir, tenía dos opciones: la
prisión o el manicomio. Al final me vi encerrada en un
psiquiátrico, rodeada de psicópatas y asesinos. Fue muy duro. Me daban
muchas crisis, ataques de locura, estaba todo el día con tranquilizantes. Me
quitaban la ropa, me ataban y me
dejaban sola en aislamiento. Cada noche. Me trataban como una loca.
Para ser justos, lo estaba, no estaba muy normal”, concluye, esta vez,
mostrando todo su enfado por no haber roto antes con
sus verdugos.
Alexandra lleva dos años teniendo pesadillas cada
noche y las cicatrices que marcan todo su cuerpo son reflejo de todo lo que
le pasó. Algunas se
las hizo ella misma, otras las palizas de clientes y proxenetas.
Señalándolas, mira hacia el futuro con optimismo y dice que su sueño es
levantar cabeza, rehacer su vida y especializarse en la ayuda a las víctimas
de la prostitución forzada. “Nadie los entenderá mejor. Yo he sentido mucha
vergüenza y miedo. La gente me miraba como si yo fuera un monstruo, pero
fueron ellos, mis loverboys, los que me convirtieron en un monstruo”,
afirma, decidida a recuperar siete años de su vida robados por una mafia
que cuestiona
la efectividad de la legalización de la prostitución.