16/11/2015
Los nuevos Estados de vigilancia
Ignacio Ramonet
Director de Le Monde Diplomatique
en español, presidente honorífico de Attac y presidente de la asociación
Mémoire des luttes (Memoria de las luchas)
La idea de un
mundo situado bajo “vigilancia total” ha parecido durante mucho tiempo un
delirio utópico o paranoico, fruto de la imaginación más o menos alucinada
de los obsesos de la conspiración. Sin embargo, hay que reconocer la
evidencia: vivimos, aquí y ahora, bajo la mirada de una especie de imperio
de la vigilancia. Sin que lo sepamos, cada vez más nos observan, nos
espían, nos vigilan, nos controlan, nos fichan. Cada día, nuevas
tecnologías se refinan en el seguimiento de nuestro rastro. Empresas
comerciales y agencias publicitarias registran nuestra vida. Pero, sobre
todo, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo o contra otras
plagas (pornografía infantil, blanqueo de dinero, narcotráfico), los
Gobiernos –incluidos los más democráticos– se erigen en Gran Hermano y ya
no dudan en infringir sus propias leyes para espiarnos mejor. En secreto,
los nuevos Estados orwellianos buscan establecer ficheros exhaustivos de
nuestros contactos y de nuestros datos personales tal y como figuran en
diferentes soportes electrónicos.
Tras la ola de
ataques terroristas que ha golpeado, desde hace algunos años, ciudades
como Nueva York, París, Boston, Ottawa, Londres o Madrid, las autoridades
no han dudado en utilizar el gran pavor de las sociedades conmocionadas
para intensificar la vigilancia y para reducir más la protección de
nuestra vida privada.
Entendámonos:
el problema no es la vigilancia en general, es la vigilancia masiva
clandestina. Es evidente que, en un Estado democrático, las autoridades
cuentan con toda la legitimidad, basándose en la ley y con la autorización
previa de un juez, para poner bajo vigilancia a cualquier persona que
consideren sospechosa. Como dice Edward Snowden: “No hay ningún problema
si se trata de poner bajo escucha a Osama Bin Laden. Siempre que los
investigadores tengan que disponer del permiso de un juez –un juez
independiente, un juez auténtico, no un juez secreto–, y puedan probar que
existe una buena razón para emitir una orden, entonces pueden llevar a
cabo ese trabajo. El problema se plantea cuando nos controlan a todos, en
masa, todo el tiempo y sin ninguna justificación” (1).
Con ayuda de algoritmos cada vez más
perfeccionados, miles de investigadores, de ingenieros, de matemáticos, de
estadistas y de informáticos buscan y clasifican la información que
generamos sobre nosotros mismos. Satélites y drones de mirada penetrante
nos siguen desde el espacio. En las terminales de los aeropuertos,
escáneres biométricos analizan nuestros andares, “leen” nuestro iris y
nuestras huellas digitales. Cámaras de infrarrojos miden nuestra
temperatura. Las pupilas silenciosas de las cámaras de vídeo nos escrutan
en las aceras de las ciudades o en los pasillos de los hipermercados.
También siguen nuestra pista en el trabajo, en las calles, en el autobús,
en el banco, en el metro, en el estadio, en los aparcamientos, en los
ascensores, en los centros comerciales, en las carreteras, en las
estaciones, en los aeropuertos…
Cabe señalar que la inimaginable revolución digital
que vivimos, que ya ha transformado tantas actividades y profesiones,
también ha trastornado totalmente el ámbito de los servicios de
información y de la vigilancia. En la época de Internet, la vigilancia ha
pasado a ser algo omnipresente y perfectamente inmaterial, imperceptible,
“indetectable”, invisible. Además, se caracteriza técnicamente por una
simplicidad pasmosa. Se acabaron los trabajos de albañilería para instalar
cables y micrófonos, como en la célebre película La Conversación (2),
donde podíamos ver cómo un grupo de “fontaneros” presentaba, en un Feria
consagrada a las técnicas de vigilancia, ‘chivatos’ más o menos elaborados
equipados con cajas rebosantes de cables eléctricos que había que esconder
en los muros o en el suelo…
Varios estrepitosos escándalos de esa época –el
caso Watergate en Estados Unidos, el de los “fontaneros de Le Canard
enchaîné” en Francia–, fracasos humillantes para las oficinas de los
servicios de información, demostraron los límites de estos antiguos
métodos mecánicos, fácilmente detectables y localizables.
Hoy en día, poner a alguien bajo escucha ha pasado
a ser algo de una facilidad desconcertante. Al alcance del primero que
llega. Una persona normal y corriente que quiera espiar a alguien de su
entorno puede encontrar en venta libre en el comercio un amplio abanico de
opciones: nada menos que media docena de programas informáticos para
espiar (mSpy, GsmSpy, FlexiSpy, Spyera, EasySpy) que “leen” sin problemas
los contenidos de los teléfonos móviles: mensajes de texto, correos
electrónicos, cuentas en Facebook, Whatsapp, Twitter, etc. Con el auge del
consumo en línea, la vigilancia de tipo comercial también se ha
desarrollado enormemente, dando lugar a un gigantesco mercado de nuestros
datos personales, que se han convertido en mercancías. Durante cada una de
nuestras conexiones a una página web, las cookies guardan el conjunto de
las búsquedas realizadas y permiten establecer nuestro perfil de
consumidor. En menos de veinte milésimas de segundo, el editor de la
página visitada vende a los posibles anunciantes la información que nos
concierne revelada por las cookies. Apenas unas milésimas de segundo más
tarde, la publicidad que se supone que causa más impacto en nosotros
aparece en nuestra pantalla. Y así quedamos ya fichados definitivamente.
De alguna manera, la vigilancia se ha “privatizado”
y “democratizado”. Ya no es un asunto reservado sólo a los servicios
estatales de información. Pero, a la vez, la capacidad de los Estados en
materia de espionaje masivo ha crecido de modo exponencial. Y esto también
se debe a la estrecha complicidad entablada con las grandes empresas
privadas que dominan las industrias de la informática y de las
telecomunicaciones. Julian Assange lo afirma: “Las nuevas sociedades como
Google, Apple, Amazon y, más recientemente, Facebook han tejido estrechos
vínculos con el aparato de Estado en Washington, en particular con los
responsables de Asuntos Exteriores” (3). Este Complejo de la seguridad y
de lo digital –Estado + aparato militar de seguridad + industrias gigantes
de la Web– constituye un auténtico imperio de la vigilancia cuyo objetivo,
muy concreto y muy claro, es poner Internet, todo Internet y a todos los
internautas bajo escucha. Para controlar la sociedad.
Para las generaciones de menos de cuarenta años, la
Red es, simplemente, el ecosistema en el que han pulido su mente, su
curiosidad, sus gustos y su personalidad. Desde su punto de vista,
Internet no es sólo una herramienta autónoma que se utilizaría para tareas
concretas. Es una inmensa esfera intelectual donde se aprende a explorar
libremente todos los saberes. Y, de forma simultánea, un ágora sin
límites, un foro donde las personas se reúnen, dialogan, intercambian y
adquieren, a menudo de forma compartida, una cultura, conocimientos,
valores.
Internet representa, a ojos de estas nuevas
generaciones, lo que era para sus mayores, de forma simultánea, la escuela
y la biblioteca, el arte y la enciclopedia, la polis y el templo, el
mercado y la cooperativa, el estadio y el escenario, el viaje y los
juegos, el circo y el burdel… Es tan fabuloso que “el individuo, en su
placer por evolucionar en un universo tecnológico, no se preocupa por
saber, y menos aún por comprender, que las máquinas gestionan su día a
día. Que cada uno de sus actos y gestos es grabado, filtrado, analizado y,
eventualmente, vigilado. Que, lejos de liberarlo de sus obstáculos
físicos, la informática de la comunicación constituye sin duda la
herramienta de vigilancia y de control más increíble que el ser humano
haya podido crear jamás” (4).
Este intento de control total de Internet
representa un peligro inédito para nuestras sociedades democráticas:
“Permitir la vigilancia de Internet –afirma Glenn Greenwald, el periodista
estadounidense que difundió las revelaciones de Edward Snowden– viene a
ser lo mismo que someter a un control estatal exhaustivo prácticamente
todas las formas de interacción humana, incluido el pensamiento
propiamente dicho” (5).
Ésta es la gran diferencia con los sistemas de
vigilancia que existían antes. Sabemos, desde Michel Foucault, que la
vigilancia ocupa una posición central en la organización de las sociedades
modernas. Éstas son “sociedades disciplinarias” donde el poder, por medio
de técnicas y de estrategias complejas de vigilancia, busca ejercer el
mayor control social posible (6).
Esta voluntad por parte del Estado de saberlo todo
sobre los ciudadanos está legitimada políticamente por la promesa de una
mayor eficacia en la administración burocrática de la sociedad. Así, el
Estado afirma que será más competitivo y, por lo tanto, servirá mejor a
los ciudadanos si los conoce mejor, de la forma más profunda posible. Sin
embargo, al haber pasado a ser cada vez más invasiva, la intrusión del
Estado ha terminado provocando, desde hace tiempo, un creciente rechazo
entre los ciudadanos que aprecian el santuario de la vida privada. Desde
1835, Alexis de Tocqueville señalaba ya que las democracias modernas de
masas producen ciudadanos privados cuya principal preocupación es la
protección de sus derechos. Y que esto hace que sean particularmente
quisquillosos y belicosos contra las pretensiones intrusivas y abusivas
del Estado (7).
Esta tradición se prolonga en la actualidad en la
persona de los “lanzadores de alertas”, como Julian Assange y Edward
Snowden, ambos perseguidos ferozmente por Estados Unidos. Y, en defensa de
ellos, el gran intelectual estadounidense Noam Chomsky afirma: “Para estos
‘lanzadores de alertas’, su lucha por una información libre y transparente
es una lucha casi natural. ¿Tendrán éxito? Depende de la gente. Si Snowden,
Assange y otros hacen lo que hacen, lo hacen en su calidad de ciudadanos.
Están ayudando al público a descubrir lo que hacen sus propios Gobiernos.
¿Existe acaso una tarea más noble para un ciudadano libre? Y se los
castiga severamente. Si Washington pudiera echarles el guante, sería peor
aún. En Estados Unidos existe una ley de espionaje que data de la Primera
Guerra Mundial; Obama la ha usado para evitar que la información difundida
por Assange y Snowden llegue al público. El Gobierno va a intentarlo todo,
incluso lo indecible, para protegerse de su ‘enemigo principal’. Y el
‘enemigo principal’ de cualquier Gobierno es su propia población” (8).
En la era de Internet, el control del Estado
alcanza dimensiones alucinantes, ya que, de una manera o de otra, como ya
se ha dicho, confiamos a Internet nuestros pensamientos más personales e
íntimos, tanto profesionales como emocionales. Así, cuando el Estado, con
ayuda de tecnologías súper poderosas, decide pasar a escanear nuestro uso
de Internet, no sólo rebasa sus funciones, sino que, además, profana
nuestra intimidad, deshuesa literalmente nuestro espíritu y saquea el
refugio de nuestra vida privada.
Sin saberlo, a ojos de los nuevos “Estados de
vigilancia”, nos convertimos en clones del héroe de la película El Show de
Truman (9), expuestos en directo a la mirada de miles de cámaras y a la
escucha de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la
curiosidad planetaria de los servicios de información.
A este respecto, Vince Cerf, uno de los inventores
de la Web, considera que “en la época de las tecnologías digitales
modernas, la vida privada es una anomalía…”(10). Leonard Kleinroc, uno de
los pioneros de Internet, es aún más pesimista: “Básicamente –considera–,
nuestra vida privada se ha acabado y, por así decirlo, es imposible
recuperarla” (11).
Por una parte, muchos ciudadanos se resignan, como
si de una especie de fatalidad de la época se tratara, al fin de nuestro
derecho al anonimato. Por otra parte, esta preocupación de defender
nuestra vida privada puede parecer reaccionaria o “sospechosa” porque sólo
aquellos que tienen algo que esconder intentan esquivar el control
público. Por lo tanto, las personas que consideran que no tienen nada que
reprocharse ni nada que ocultar, no son hostiles a la vigilancia del
Estado. Sobre todo si ésta, tal y como lo prometen y lo repiten las
autoridades, está acompañada por una ganancia sustancial en materia de
seguridad. Sin embargo, este discurso –“Dadme un poco de vuestra libertad,
os la devuelvo centuplicada en garantía de seguridad.”– es una estafa. La
seguridad total no existe, no puede existir. Es un engaño. Sin embargo, la
“vigilancia total” se ha convertido en una realidad indiscutible.
Contra la estafa de la seguridad, cantinela
constante de todos los poderes, recordemos la lúcida advertencia lanzada
por Benjamin Franklin, uno de los autores de la Constitución
estadounidense: “Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de libertad por
un poco de seguridad no merece ni lo primero ni lo segundo. Y acaba
perdiendo las dos”.
Una sentencia de perfecta actualidad y que debería
animarnos a defender nuestro derecho a la vida privada, cuya principal
función no es otra que proteger nuestra intimidad. Jean-Jacques Rousseau,
filósofo de la Ilustración y primer pensador que “descubrió” la intimidad,
nos dio el ejemplo. ¿No fue él también el primero en rebelarse contra la
sociedad de su tiempo y contra su voluntad inquisidora de querer controlar
la conciencia de los individuos?
“El fin de la
vida privada sería una auténtica calamidad existencial”, ha subrayado
igualmente la filósofa contemporánea Hanna Arendt en su libro La condición
humana (12). Con una formidable clarividencia, en su obra señala los
peligros para la democracia de una sociedad donde la distinción entre la
vida privada y la vida pública estaría establecida de forma insuficiente,
lo que, según Arendt, significaría el fin del hombre libre. Y arrastraría
a nuestras sociedades, de manera implacable, hacia nuevas formas de
totalitarismo.
NOTAS:
(1) Katrina van den Heuvel et Stephen F. Cohen, “Edward Snowden: A
‘Nation’ Interview”, The Nation, Nueva York, 28 de octubre
de 2014.
(2) La Conversación (The Conversation),
1973. Dirección: Francis F. Coppola. Intérpretes: Gene Hackman, John
Cazale, Cindy Williams, Harrison Ford, Robert Duvall. Palma de Oro
1974 en el Festival de Cannes.
(3) Ignacio Ramonet, “Entrevista a Julian Assange:
‘Google nos espía e informa al Gobierno de Estados Unidos’”, Le
Monde diplomatique en español, diciembre de 2014.
(4) Jean Guisnel
en su prefacio al libro de Reg Whitaker, Tous fliqués. La vie
privée sous surveillance, Denoël, París, 2001 (en español:
El fin de la privacidad.
Cómo la vigilancia total se está convirtiendo en realidad,
Paidós, Barcelona, 1999).
(5) Glenn Greenwald, No place to hide. Edward
Snowden, the NSA, and the US Surveillance State, Metropolitan
Books, Nueva York, 2014.
(6) Michel Foucault, Vigilar y castigar,
Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.
(7) Alexis de Tocqueville, La democracia en
América, Akal, Madrid, 2007.
(8) Ignacio Ramonet, “Entrevista con Noam Chomsky:
Contra el imperio de la vigilancia”, Le Monde diplomatique en
español, abril de 2015.
(9) El Show de Truman (The Truman
Show) (1998). Dirección: Peter Weir. Intérpretes: Jim Carrey,
Ed Harris.
(10) Marianne, París, 10 de abril de
2015.
(11) El País, Madrid, 13 de enero de
2015.
(12) Hanna
Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 2005. |