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LA VANGUARDIA

 

Nacido para mendigar

MIQUEL MOLINA - 17/05/2004

 
A medio camino entre el axioma empresarial “nacido para triunfar” y el sin futuro del lema punk “nacido para perder” hay una expresión que ya se utiliza para definir a determinado colectivo de europeos: es el “born to beg” (nacido para mendigar) que define a los niños rumanos arrastrados a la mendicidad desde sus primeros meses de vida. Con la llegada del buen tiempo, comparece en nuestras ciudades la estampa de la joven madre gitana llegada desde la lejana región rumana de Oltenia que pide limosna con su bebé en brazos.

Es en el momento en que el pasajero del metro acaba dándole un euro a la mujer que pide para alimentar a su pequeño cuando se está cumpliendo el objetivo de los grupos que controlan esta inmigración: el uso del niño para aflorar sentimientos de compasión ha dado su fruto. Y ha sido así sin mediar delito, ya que nadie puede demostrar que el bebé esté pidiendo. Y tampoco puede asegurarse que haya sido víctima de explotación infantil; en definitiva, siempre podrá alegarse que la madre carga con el niño a cuestas durante sus jornadas “laborales” porque no tiene con quién dejarlo.

No hay así motivo de persecución penal. Además, a favor de estas madres juega el que no se haya podido demostrar que los niños estén mal atendidos. También las ampara una cultura nómada milenaria a la que nunca querrán renunciar, y una tradición que no sabe de escuelas y que dice que la educación la imparte la calle hasta que el niño se hace hombre a la edad de diez, once o doce años.

En su contra sí puede afirmarse que los niños crecen sin control sanitario –por ejemplo, no se les vacuna- y con el sueño alterado, para no entrar en cuestiones éticas como su utilización como eslabón último de un negocio de mendicantes organizados.

Una ambigüedad muy de nuestros días que enfrenta las costumbres de los inmigrantes con las de la sociedad de acogida, y que no puede resolverse por la vía de las posturas maximalistas: ni la retirada de los bebés –¿estarían en otro sitio mejor que con sus madres?–, ni la tolerancia absoluta por respeto a sus tradiciones –es evidente que las condiciones de vida de los niños son claramente mejorables– son seguramente la solución. “Lo que es una lástima, sobre todo, es que estos pequeños, al no estar escolarizados, no van a sacar provecho de un sistema educativo que es mucho mejor que el de su país de origen”, dice una responsable de servicios sociales.

Y, a partir de su experiencia en la atención a estos colectivos, esboza la que puede ser una pauta de conducta ante estas situaciones que tanto nos incomodan: no tratar de imponerles nada, sino de intentar seducirlos invitando a sus hijos a nuestras escuelas previa renuncia a aplicarles el rigor del sistema educativo. Es decir, si empiezan el curso, se van y luego reaparecen, hay que aceptarlos en clase porque es mejor esta asistencia intermitente que nada. No todos los centros actúan así.

Otra vía para favorecer la escolarización, aunque susceptible de aparecer como una especie de chantaje, es convenciendo a sus madres de sus ventajas en el momento en que pasan a percibir algún tipo de prestación social, que es cuando se ven obligadas a tratar con la administración. Aunque a muy largo plazo, y hasta que se demuestre lo contrario, la escuela es nuestra receta más eficaz contra la inmigración con derecho a gueto.