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“¿No vas a echarle un ojo? Qué valor tienes”. La autora de la
frase fue una señora que iba detrás de mí en la pescadería. Al pronunciarla no
ponía en duda mi eficacia a la hora de escoger los salmonetes más frescos; ponía
en duda mi validez como madre. Porque yo acababa de pedirle a mi hija que se
fuera a comprar una empanada mientras yo, tras los salmonetes, encargaba medio
kilo de berberechos. Puse cara de que la cosa no iba conmigo y ella decidió
continuar la conversación con Jose, el pescadero de El Bierzo que me atiende
desde hace años. “Con la de cosas que pasan con los niños, cualquiera se fía. A
una sobrina mía estuvieron a punto de quitarle al bebé del carrito en un
descuido que tuvo”, continuó la señora. Por supuesto, se citó a Gabriel Cruz.
Cualquiera se ponía a comprobar si eso son o no
fake news. Y yo, alternando un gesto de altivez y dignidad como si el
mundo y esa señora en concreto me importaran un bledo, estuve a punto de
mandar al pequeño a buscar a su hermana con el móvil del trabajo, por si se
despistaba en esos 40 metros y tenía que llamarme. “Ay, ¿y si me los raptan
a los dos?¿y si los pierdo?”, pensé. Solté el billete y casi le dejo a José
con el cambio en la mano. Entonces apareció la primogénita y a mí se me
volvió a poner la tensión arterial de un ser humano equilibrado. “Me faltan
diez céntimos”, me dijo. Se los di y volvió a irse. Cenamos empanada. Final
feliz y viva la familia unida.
Esa misma mañana vi en la tele un reportaje sobre la
“ola de secuestros” que asola a varios colegios de Madrid. Un amigo me mandó
la carta del colegio de sus hijos advirtiendo de la presencia de un hombre
rubio y cuya descripción encajaba como un guante con Ryan Gosling. Hizo
bromas al respecto “para liberar la tensión” y las secundé, pero al mismo
tiempo me fijaba en la pantalla de mi televisor por si el eje de actuación
de los secuestradores encajaba con el mío, mientras me prometía a mí misma
que igual volvía a pasar hambre pero que nunca dejaría ir a mis hijos solos
a ningún sitio hasta pasados los 40 años. Al menos no me llegó ninguno de
esos mensajes por whatsapp en el que siempre hay alguien que tiene un amigo
guardia civil que le ha confirmado el apocalipsis de primera mano.
Quiero darle libertad a mis hijos pero me resisto a
dejarles que vayan solos 25 números de la calle en la que vivo para ir a
música. Porque temo que en el callejón que va a la escuela algún desalmado
decida romperles la infancia. Quiero que tengan autonomía y aprendan a
valerse por sí mismos, pero termino pensado que la jornada reducida por
cuidado de hijos, que en España se puede solicitar hasta que estos tengan 12
años, debería ser para siempre porque, seamos sinceros, qué van a hacer mis
mastuerzos sin su amantísima madre.
“Leemos sobre la bondad de fomentar el autocontrol de
los niños, pero los primeros que no cumplimos somos los padres: atamos los
cordones a chicos de 10 años, untamos sus tostadas, llevamos al recreo el
bocadillo olvidado en casa y, sí, también esperamos a que salga de las
entrevistas de trabajo. Les educamos con Walt Disney para una vida que es The
Walking Dead”, explica Francisco Castaño, profesor, escritor y
terapeuta de familias”. Este artículo de El
Mundosobre los hijos mimados/adultos blanditos me hace pensar, pero
también me pongo a la defensiva porque yo-no-soy-así. Claro, por eso ayer
ataba los cordones a un niño de siete años que se jacta de que le está
saliendo bigote y el otro día le llevamos la bolsa de ballet al colegio a
una niña de casi once porque se la dejó en casa, y ya se sabe que una clase
sin maillot es una niña traumatizada de por vida.
Escucho en la radio hablar de la figura de los padres
helicópteros que acuden al rescate de sus hijos ante cualquier incidencia.
No soy la única mujer urbana y segura de sí misma que comete los mismos
pecados. Hay una madre del colegio que sufre ataques de ansiedad por culpa
de los deberes de sus hijos. No pasa una tarde sin que me llegue un mensaje
al teléfono que empiece con la pregunta: “¿Alguna tiene los deberes/apuntes
de...?”.
Hay niñas que se levantan hiperventilando porque se
les olvidaron los deberes de matemáticas. Hay madres que hiperventilan y
piden a otras que se los manden para resolverlos antes de salir de casa. Hay
madres como ésta que escribe que iba sola y desarmada sin móvil hasta el
colegio, con “veinticinco pesetillas por si te sale un quinqui”. Nunca me
tocó esa lotería. Y me pregunto por qué esa misma niña que cruzaba sin miedo
un paso subterráneo para llegar a clase es hoy una madre hiperprotectora y
una brasas de mucho cuidado.
A Dios pongo por testigo que esta tarde dejaré que
ella recorra nuestra calle saxofón en mano. Que le pediré que mire a los dos
lados cuando cruce y no le diré si quiere que le deje el móvil. Que no
volveré a pedir apuntes y deberes producto de sus olvidos. Que no me sentiré
culpable si no me da tiempo a llevarles merienda. Que haré lo que pueda
porque llego hasta donde llego. Porque no quiero que sean niños blanditos.
Porque no quiero ser una madre idiota.
Autora
Ángela Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad
Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT.
Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo
y se convierte en Norma Brutal.