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	eldiario.es  
	Encomio del bicho
		 
		
		Casi todo lo que el virus hace 
		peligroso es algo revisable porque no está en la medida de lo humano, 
		aunque paradójicamente lo hayamos convertido en nuestra razón de serELISA BENI
 
		09/05/2020 
 
		 
			"Nadie se convierte en héroe por 
			méritos propios, sino por intereses ajenos" Gómez de Ágreda 
  No 
	podemos dejar en el olvido el hacer el elogio del virus, escribirle su 
	alabanza. La 
	historia no es ajena a la contumacia humana que precisa del dolor y de la 
	muerte para darse por aludida y, al menos, hincar la rodilla para mirar al 
	cielo unos o al interior, los más, y reparar en aquello que puede darnos 
	sentido. Eso precisamente a lo que no solemos prestar la más mínima 
	atención. Así somos y de eso ha venido a redimirnos el bicho, no sé si con 
	fortuna. No 
	había verdad más obvia que la de nuestra vida entre el gentío, nuestro 
	obligado amor por la muchedumbre. Falso, porque todos nos fundíamos en el 
	tropel con el deseo ferviente de poder eliminarlo para nuestro propio 
	disfrute. Hemos construido una realidad que excede en mucho al gregario 
	legado del simio o de la tribu, para convertirse en un amontonamiento 
	esencial, constitutivo, intrínsecamente unido a nuestra especie. El bicho 
	nos ha puesto un microscopio delante para que miremos nuestra sociedad. Hace 
	tres meses aún debatíamos, como si tuviera debate, si era razonable 
	prohibirle a un jeta crear edificios de micro pisos de 10 metros cuadrados 
	como solución a la necesidad de vivienda en las grandes ciudades. Hoy nadie 
	cuestionaría que eso es inhumano, pero ha hecho falta un confinamiento y un 
	redescubrir que para vivir, no para malvivir, necesitamos algo de espacio y 
	de luz y, a ser posible, un vano al exterior. El 
	bicho nos ha descubierto que viajar no es partir aglomerados en aviones en 
	los que nos amontonamos como los cerdos en los camiones camino del 
	sacrificio. Va a ser por miedo por lo que vayamos a poder volver a entrar en 
	museos en los que el arte sea más visible que las cabezas de la turba que 
	los invade. La infección es la que ha devuelto el ansia no de acumular 
	destinos, sino de reencontrarnos en algún lugar con la naturaleza, pero con 
	una que no haya sido borrada por las hordas de nuestros iguales. Hemos 
	vuelto a amar el silencio y la tranquilidad y a descubrir que el mundo puede 
	ser un paraíso solo con que la brisa nos acaricie las mejillas y el sol nos 
	reconforte por dentro. La 
	pandemia nos ha hecho investigar qué está pasando para que una amenaza salga 
	del reino animal y nos robe la libertad. Nos hace conscientes de que nuestra 
	depravada utilización de los recursos naturales, penetrando cada vez más y 
	cada vez peor en los territorios de otras especies, es lo que nos está 
	poniendo en contacto con los murciélagos y con otros animales a los que no 
	hemos respetado su hábitat. La seguridad de que el cambio climático y el 
	derretimiento de las hielos eternos puede descongelar virus desaparecidos y 
	amenazas biológicas perdidas puede ser más efectiva que mil viajes en 
	catamarán de una niña nórdica. El miedo siempre ha sido un estímulo de 
	supervivencia y ha conseguido ya hasta lo inalcanzable, como que se dejen de 
	pescar ballenas tras décadas de lucha de los ecologistas. Casi 
	todo lo que el virus hace peligroso es algo revisable porque no está en la 
	medida de lo humano, aunque paradójicamente lo hayamos convertido en nuestra 
	razón de ser. Vemos cómo para mantener la economía, y con ella nuestro 
	estilo de vida, precisamos ponernos en riesgo, pero también que arriesgamos 
	todo lo que tenemos si no seguimos pedaleando. El bicho revelando una 
	evidencia mil veces negada, tan encubierta como el riesgo de aceptarnos como 
	país que vive del reposo del industrioso. ¡Que inventen ellos, ay, y que 
	produzcan también! Al 
	virus le debemos el comprobar las horas de vida que perdemos y lo que  
	contaminamos por un presentismo muchas veces absurdo y que tiene más que ver 
	con la desconfianza del empleador, el ojo de amo, que con la necesidad real. 
	Así hemos descubierto el placer de volver a comer en casa aquello que 
	cocinamos, el lujo de no depender del grasiento menú del día, de la ensalada 
	junto al ordenador. Ha sido precisa una homogénea amenaza biológica para que 
	sea más evidente que nunca la desigualdad. Solo a 
	su avance le debemos esa policía cívica que se nos ha desatado dentro para 
	detectar e increpar al que incumple las normas y al que abusa de ellas. Un 
	espíritu de vigilancia constante que nos hace sufrir cuando vemos que 
	decisiones privadas –como bajarse las mascarillas o acercarse demasiado– 
	ponen en riesgo el bien común. Tal diligencia la practican ahora personas 
	que nunca vieron mal al que se escurría de Hacienda o al que quería cobrar o 
	pagar sin IVA o a quien pedía dinero negro, como si esos fómites de avaricia 
	incívica no fueran también la causa de nuestros males. Si no 
	fuera por el bicho aún discutirían algunos que los inmigrantes no deben ser 
	tratados en la sanidad pública –ahora temen dejarlos enfermos por ahí– o 
	continuarían otros batallando contra las vacunas. Si no fuera por el bicho 
	no estaría a la vista de todos que sin los trabajadores extranjeros no se 
	recogen las cosechas de Europa ni se llenan nuestras despensas y que las 
	condiciones de vida a las que son sometidos no las aceptamos para los que 
	tienen la misma piel que nosotros. Al 
	coronavirus le debemos haber reparado en lo tranquilos que podemos estar sin 
	tener que comprar compulsivamente para calmar la ansiedad y la 
	insatisfacción de una vida que ha rebasado la dimensión de lo humano. Solo a 
	la muerte que ha sembrado podemos agradecer la unánime opinión de que un 
	estado del bienestar bien regado es la única esperanza para todos, hasta 
	para los ultra liberales que se lamen solos, porque hay batallas que solo 
	puede dar la especie humana en su conjunto. Añadan aquí, lectores, todo ese 
	saber que no hubieran obtenido sin tamaña desgracia. Alguien 
	tenía que escribir el elogio del bicho, su apología y su alabanza. Tanta 
	realidad y tanta sabiduría y tanta experiencia en tan poco tiempo y para 
	varias generaciones. No cantemos victoria. Los optimistas creen que vamos a 
	salir de aquí cambiados, pero yo no puedo darles ese gusto. El ser humano 
	subsiste por su capacidad para olvidar lo malo y quizá lo más probable sea 
	que esta experiencia no nos vaya a aprovechar demasiado como masa aunque sí 
	a muchos como individuos. Cosa 
	distinta del optimismo es la esperanza. Como bien dice Vaclav Havel, "el 
	optimismo es la creencia de que las cosas van a ir a mejor y la esperanza es 
	la profunda convicción de que las cosas, vayan como vayan, siempre tienen 
	sentido". Gracias 
	al bicho por no matar la esperanza. |