Cristian no puede dejar
de moverse. Desde pequeño, en la escuela infantil, le llamaban
Cristian el malo. Un psicólogo muy observador dijo: —Es como un
animalito inquieto, nunca para, ahora está aquí y de repente allá.
Y como todo en la vida,
lo que puede empeorar lo hace. Le hicieron un diagnóstico flexible: de
hiperactivo para arriba.
Su agitación recuerda a la de quien quiere avisar de algún peligro.
Como si ese temblor
esencial quisiera avisar de que su madre se va al garete, que detrás
de esa forma suya de vestir infantil y trasnochada hay una niña que
sigue pidiendo que le dejen concluir su infancia, que hasta que no la
tengan en cuenta no dejará de insistir.
Como si esa
agitación transmitiera que ve a su padre perdido en su propia mirada
culpándose de todo.
Como si sus aspavientos
quisieran airear secretos familiares de relato desconocido para él
pero que percibe a todas luces por cómo se mueven todos en la casa.
Porque cuando te ocultan algo, el secreto se desliza en el movimiento
de los cuerpos, en una velocidad que tiende a la quietud, pero a una
quietud que no acaba de detenerse, como si el cuerpo no pudiera
experimentar la paz.
A veces, cuando esto se
torna más evidente, él se agita más, como para compensar, para
vehicular el secreto, como ocurre a muchos fantasmas que nos asustan
por sus modales pero que solo vuelven para acabar la palabra que se
les quedó a medias, o dar abrazos y besos de despedida.
Los especialistas
quisieron acabar con esa excitación y le dieron medicación. Desde
entonces él se agitaba menos por fuera y más por dentro. Un día se
encontró lleno de una energía que no podía expresar. Aprendió que
cuando se relajaba se ponía muy nervioso.
Lo que a menudo llamamos síntoma,
desorden emocional o dificultad adaptativa es también una respuesta
inconsciente para que la persona afronte la adversidad. Es discutible
que las disciplinas del comportamiento se centren en eliminar los
síntomas antes de escuchar el mensaje del que son portadores.
Cada síntoma físico o psíquico genera en su anfitrión tres
perspectivas:
En primer lugar, el síntoma supone una
experiencia de sufrimiento que vincula a la persona con su
inteligencia emocional.
Por otro lado, una serie de reflexiones y razonamientos que buscan
explicarse a sí mismos de dónde viene este problema, cuáles son sus
causas y qué expectativas o creencias tenemos en torno al desorden que
nos aqueja. Para ello utilizamos nuestra inteligencia racional.
En tercer lugar, el síntoma está
relacionado con la acción. Con lo que nos impide o nos induce a hacer.
Respuestas de afrontamiento, congelación o huida que desarrollamos a
partir de la inteligencia exploratoria o de conexión a
nuestros escenarios vitales.
El abordaje farmacológico tiende a
detener este triple proceso. No se trata de un debate sobre si estamos
a favor o en contra de los fármacos en términos absolutos, digo
obsoletos. La farmacia ha salvado muchas vidas y mitigado una cantidad
ingente de dolores. Ahora se trata del uso inteligente de los
recursos, porque también es cierto que la industria ha convertido a
los pacientes en clientes.
El doctor Allen Frances[1] afirma
que el 34% de los niños holandeses entre cinco y quince años fueron
diagnosticados últimamente de hiperactividad y déficit de atención:
Uno de cada tres niños. Por otro lado, en Estados Unidos, diez
mil niños tratados por este problema tienen menos de tres años.
El hiperdiagnóstico de la población es
un fenómeno evidente y rapta el sentido que tiene la presencia del
síntoma. En otros términos, las personas cuando se sienten en
conflicto no suelen decir lo que sienten sino lo que elaboran a partir
de lo que sienten.
Desde el componente racional antes citado, el síntoma es portador de
otras imágenes o metáforas. Algunas de las más frecuentes son las
siguientes:
En primer lugar, un conflicto o síntoma puede ser la expresión
metafórica de un estado emocional de la persona. A veces un dolor de
estómago metaforiza otro tipo de problema, como la falta de motivación
por acudir a la escuela. Dificultad que quizá el sujeto perciba como
censurada.
Por otro lado, puede expresar el estado interno de otra persona. El
temor de un niño a salir a la calle puede ser una analogía del temor
de la madre.
También puede ser un intento fallido de
resolver situaciones de doble lealtad. Imaginemos que un niño asiste a
episodios violentos del padre hacia la madre. Si el niño se lo dice a
su maestra comete deslealtad con el padre, pero si lo oculta es
desleal con la madre. Un camino viable que le queda es manifestar un
trastorno adaptativo de la concentración y la atención.
Por otra parte, el síntoma puede
provocar alianzas en torno al conflicto y suspender momentáneamente la
atención de otros problemas considerados quizá menos graves. Como es
el caso de muchas drogadicciones que generan alianzas de ayuda de la
familia hacia el sujeto y tapan otras dificultades familiares. Muchos
casos de recuperación de estos casos destapan otros asuntos familiares
hasta entonces dormidos, que estaban sepultados ante el gran problema
de la adicción.
Por último, el síntoma puede servir como expresión de la travesía de
un fantasma motivado por ciclos de vitalidad no concluidos, secretos
familiares u otro tipo de hechos dolorosos del pasado.
En definitiva, la vía más adecuada para
afrontar las dificultades adaptativas consiste en establecer contacto
con ellas. Convertir el diagnóstico en un relato.
Las estrategias psicoeducativas más
eficientes deben manejarse en la creación de alternativas adecuadas al
contexto en el que las dificultades se generan.
Por último, es esencial que toda
intervención educativa y toda terapia termine con una acción, un
movimiento o una tarea que la persona pueda ejecutar para poner a
prueba sus capacidades.
Algunas personas pueden
decir: «Tú me produces dolor» y no padecer dolor, en tanto que otras
deben desarrollar el dolor como un modo de declarar su situación. (Jay
Haley).

[1] Allen Frances, fue
director del Manual Diagnóstico y Estadístico DSM y
realizó una entrevista publicada en el diario El País el
pasado 26-IX-2014.