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Los niños que se mueren no escuecen demasiado
"Los niños que se mueren son un pequeño porcentaje,
un número insignificante, así que a ningún gestor público le escuece
demasiado, ajenos desde sus despachos, a una realidad asfixiante", escribe
la autora
Este 8 de octubre es el Día Mundial de los Cuidados
Paliativos
REPORTAJE | Los paliativos pediátricos solo llegan al 10% de los pacientes
en España
Beatriz Fernández Domínguez - Directora Acción y Cura para Tay-Sachs
(ACTAYS)
07/10/2016

Imagen de archivo de un hospital infantil. JCCM
La
primera pregunta que me hizo el equipo de Cuidados Paliativos Pediátricos
fue: "¿Qué sientes al estar aquí?" –"Pánico", pensé, y creo que lo dije en
voz alta. Hoy miro para atrás y me doy cuenta de que, a pesar de todo, fui
afortunada de que alguien desde el sistema de salud se preocupara por lo que
sentía.
Mi
hija Isabel fue diagnosticada con la enfermedad de Tay-Sachs a los tres
años. Nos explicaron que iría progresivamente entrando en un estado que la
paralizaría hasta convertirla casi en un vegetal, que experimentaría crisis
epilépticas, que dejaría de hablar, de ver, de comer y un día, de respirar.
Y que no llegaría a los seis años. Una condena que se cumplió paso a paso.
La
paternidad está por definición enfocada al futuro. Pero, ¿cómo se plantea la
crianza de un hijo para el que no hay futuro? No existen fórmulas mágicas ni
lugares a los que acudir cuando una enfermedad es letal. El anhelo de un
gran avance científico que salve a tu hijo es una utopía a cumplir para
generaciones futuras. La única forma de caminar por el infierno y salir de
él de una pieza, está en extraer algo de sabiduría de las duras lecciones
aprendidas al ver a un hijo desvanecerse, forjadas a través del dolor y la
impotencia, capaces de dotarnos de un profundo entendimiento de la
experiencia humana y de un amor comprometido que trasciende el hecho de ser
padre o madre, que nos enseña a ser mejores personas.
He
visto repetida mi historia en cada una de las familias que se han acercado a
ACTAYS, la asociación de pacientes que fundé cuando supe que perder a mi
hija sería algo inevitable, pero que al menos estaba en mi mano dedicar el
esfuerzo de mi trabajo diario a ayudar a otras familias y a buscar una cura.
Es la fórmula personal que encontré para honrar su corta pero remarcable
vida.
Pero cuidar a un hijo condenado a una muerte prematura es como naufragar en
un océano sin límites. No me imagino cómo hubiera podido transitar los
últimos meses de Isabel sin el equipo de Paliativos Pediátricos a mi lado.
Lo que me pareció un despliegue de lujo al principio, lo acabé entiendo como
una necesidad imperiosa para evitarle sufrimiento en la última etapa de su
vida. Nos entrenaron, nos enseñaron a entender cómo funcionaba la
destrucción de su cuerpo y nos dieron contención para que ello no supusiera
un avance moral sobre nuestras conciencias. Pero esto es
algo que no está al alcance de la mayoría de las familias afectadas.
¿Qué clase de sociedad permite este abandono?
Hace casi dos décadas se elaboró en España el Plan Nacional de Cuidados
Paliativos, pero ha sido hace poco cuando se ha reconocido que esta
estrategia tiene un punto crítico: los
recursos destinados a pacientes pediátricos son prácticamente inexistentes.
La transformación del sistema sanitario sobre la base de un sistema que es
bueno, no es inalcanzable. Solo depende de voluntades políticas que doten al
sistema de recursos e igualdad entre autonomías.
Cada año entre 7.000 y 10.000 niños necesitan cuidados paliativos,
asistencia que apenas obtienen 1.000 de ellos. Las estadísticas empeoran
cuando nos enfrentamos con la desigualdad territorial del sistema español;
solamente hay unidades móviles especializadas en Madrid y Barcelona. En
otras ciudades como Sevilla, Murcia o Valencia disponen de servicios
pediátricos integrados en otras unidades cuya subsistencia depende de
recursos escasos o mal distribuidos.
En
España presumimos de un sistema sanitario sólido y con vocación universal.
Sin embargo cuando nos adentramos en el campo de lo excepcional las
carencias son enormes. Si nos atenemos a la definición de la Unión Europea,
ni siquiera contamos con una Unidad de Cuidados Paliativos Pediátricos como
tal, ya que ni los hospitales más especializados cuentan con estructura. Lo
que se necesita para proveer los cuidados necesarios no es tanto, porque el
ideal de las familias afectadas es la hospitalización domiciliaria:
posibilitar que una familia organice la vida del niño en su casa implicaría
recursos mejor empleados de lo que requeriría esa misma internación en una
UCI pediátrica.
La
experiencia de perder a un hijo es extrema, no existe consuelo posible.
¿Entonces, qué se debe hacer desde las instituciones? Proveer las
herramientas necesarias para que unos padres puedan atravesar esa
experiencia sin ser consumidos por ella. Asistir a un niño para que tenga
calidad de vida, favorece que esa familia no esté centrada en su muerte,
sino en que cada día a su lado sea pleno. Y que aspiren, por qué no, a que
aunque ese niño se vaya antes de tiempo, sea feliz.
No parece mucho pedir. Los niños que se mueren son un pequeño porcentaje, un
número insignificante, así que a ningún gestor público le escuece demasiado,
ajenos desde sus despachos, a una realidad asfixiante. Los padres afectados
no salimos a quemar el ministerio de Sanidad, ni organizamos grandes
protestas, porque estamos demasiado cansados. No hay conciencia de invertir
en un niño que está condenado. Pero es necesario que alcemos nuestra voz,
porque si no seremos cómplices de construir la sociedad que permite ese
abandono. La humildad de nuestro colectivo radica en que no pedimos
milagros; tan solo recursos para hacer más fácil la travesía de acompañar a
un hijo hasta su muerte.
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