ELMOSTRADOR
Chile
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Infancia sin felicidad

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Fernando Pérez
Magister en Historia PUCV, Estudiante de Doctorado en Historia Moderna,
Universidad de Mainz, Alemania.
10 octubre 2016
Esta nota no es una
crítica a las instituciones del Estado y específicamente al Sename como
foco de esta historia. Las 243 víctimas oficiales del sistema en estos
últimos 11 años no serán decorativas de ningún análisis político y social.
Seguramente aparecerán reflexiones que abordarán desde la responsabilidad
legal de funcionarios y autoridades a lo meramente presupuestario,
finalmente enfermedades que aquejan a las estructuras del Estado, entre
ellas la de su deber de cuidar la infancia de sus habitantes. Irónicamente
ni la infancia ni la vejez parecen etapas felices en la vida de los
chilenos más postergados. La amenaza de la vulnerabilidad no está
solamente en los fracasos de la integración económica social de los
programas sociales del gobierno de turno. Bien sabemos que la
fragmentación y el distanciamiento social repercuten también en la
realización de los derechos fundamentales. Estamos más bien ante
conflictos que sobrepasan las políticas públicas, la frialdad de la
normativa y el cálculo burocrático en el cual está atrapada la discusión
sobre la cifra de víctimas. La discusión corre el riesgo de no mirar de
frente la situación, de pasar de largo el núcleo del problema. ¿Acaso
hemos olvidado el valor de la infancia? ¿Qué significa ser niño en Chile?
Algo así titulaba una obrita el Dr. Gabriel Salazar ya en 1990, la
historia prototípica del niño guacho en Chile del siglo XIX, relato de
penurias, abusos y maltrato infantil que ha quedado grabado en algún lugar
de nuestra memoria social y que irónicamente parecía superado. Pero la
historia es un poderoso elemento. Su conocimiento ayuda a horrorizarse
menos con las malformaciones sociales, nos muestra el texto original
detrás del relato.
Pero aquello es otro tema. Acá simplemente quisiera recordar una simple
idea a veces olvidada sobre la importancia del desarrollo de la infancia,
la cual expusiera hace un par de años el cineasta, ensayista y cronista
alemán Alexander Klugel. En base a sus estudios de psicoanálisis explicaba
Klugel que la infancia es la etapa en la cual se fija la idea de felicidad
en el campo del inconsciente, siendo toda la vida posterior un intento de
las personas por la reconstrucción de esos sentimientos y emociones; la
búsqueda inconsciente para repetir la sensación de felicidad experimentada
en aquella parte de la vida. No se habla de contextos, sino de momentos.
El descuido y directamente deterioro de las condiciones de la infancia en
Chile es un atentado también a la formación de la idea de felicidad,
específicamente a las condiciones mínimas para ser felices a quienes no
tienen quien les procure felicidad. Un trastorno permanente en las
personas porque no tiene vuelta atrás. Ninguna ley creará solidaridad y
empatía a partir del panorama valórico sobre el cual se sustenta la vida
social actual en Chile. Las más de 800 víctimas de Sename fueron niños que
murieron en su mayoría a causa de enfermedades, otros por causas tal vez
peores que deberá dilucidar el Ministerio Público, pero finalmente no
debemos olvidar que muy probablemente fueron niños que vivieron y murieron
tristes. Esto parece una cruda obviedad, pero esconde algo más. Solo la
total deshumanización del Estado ha podido llegar a tal fatal
consecuencia. En
la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 de Naciones Unidas no
aparece la palabra felicidad, se reafirman los principios
fundamentales de no discriminación, identidad, desarrollo, protección y
participación, entre otros, pero nada se dice del derecho universal de los
niños a ser felices. Esta Declaración a la que el Estado de Chile adhiere
en 1990, como quien se suscribe a una revista que nadie lee, no hace más
que volver a poner en el centro la realidad dispar de aquellos
postergados, pero sobre todo olvidados. Pasaron 11 años en conocerse las
verdaderas cifras, en una década la institución funcionó de la misma forma
con la misma indiferencia de testigo. A nadie pareció importante la
muerte, esto algo dice de lo que nos hemos convertido, bien apuntaba
entonces Nietzsche que solamente lo que alguna vez ha hecho daño y no
termina de doler permanece en la memoria.
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