Matar bebés por no considerarlos seres humanos
En Guinea Bisáu se practica
el infanticidio selectivo con recién nacidos con discapacidad o que parecen
tenerla dejándoles morir a expensas de las olas del mar. Estos crímenes quedan
impunes porque no se denuncian. Los testimonios de algunas madres son la única
prueba de que esta mortal tradición existe

Ismene Henriqueta Quintino, de 23 años,
sostiene a su hija Jean Philippe, de un año, con parálisis cerebral, a la
que su familia quiso matar al considerarla una 'irã' (no humana). Ambas
viven en una casa de acogida de la ONG española Aida. VÍDEO: lectura de un
poema.Álvaro García
Alejandro Agudo, Bisáu (Guinea
Bisáu), 10 de mayo 2021
El embarazo fue saludable. Isemene Henriqueta
Quintino acudía a sus consultas prenatales y todo iba bien hasta que empezó
a sangrar prematuramente. “Me mandaron a casa, pero volví al día siguiente”.
Ya era tarde: su hija había sufrido tal falta de oxígeno que nació con
parálisis cerebral. La joven madre, de 23 años, sabía que algo malo le
pasaba a su niña, aunque nadie le explicaba exactamente qué. “Sufrió tres
paradas [cardiorrespiratorias] y la tuvieron que reanimar. Yo estaba sola”.
Un mes después, les dieron el alta y regresaron a casa. Allí empezó otro
calvario. “Lloraba mucho, día y noche. Y mi abuela y mi tía empezaron a
decir que era una irã y me echaron”.
Los llaman irã, que en
la lengua criolla de
Guinea Bisáu quiere decir espíritu o demonio. Es el único nombre que
reciben muchos de los niños que nacen con alguna discapacidad o trastorno,
desde parálisis cerebral hasta epilepsia, o que simplemente parecen
tenerlos. Los mayores de algunas etnias animistas cuentan que no son humanos
y que tienen que volver al lugar del que proceden, el más allá. O que hay
que deshacerse de ellos porque son capaces de actos perversos de brujería.
Así justifican el infanticidio selectivo.
A Quintino intentaron
convencerla de que hiciese la ceremonia. “Querían que la matase”, dice sin
paliativos la madre. El ritual consiste en llevar al bebé junto al mar. Se
prepara una bola de harina de arroz o huevo y, si se lanza a por ella, se
resuelve que es un espíritu maligno y hay que abandonarlo allí para que se
lo lleven los suyos, que lo arrastren las olas y regrese al más allá. A
veces, también les encierran en una habitación sin ventanas ni luz durante
una semana. Si fallece, consideran que no era un ser humano y ha vuelto al
lugar del que procede.
“Son crímenes que se
practican de forma oculta para no quedarse con los niños con deficiencias”,
advierte Khady Florence Dabo, presidenta del Instituto de la Mujer y la
Infancia del país. En Guinea Bisáu hay un 4,5% de pequeños entre dos y
cuatro años con algún tipo de discapacidad, la mayoría con “disfunción en el
comportamiento” y casi cero con problemas para ver, oír, andar o
descoordinación motora. En adultos, el porcentaje baja a 1% de los hombres y
2,7% de las mujeres con “alguna dificultad funcional”, en términos de la
Encuesta de Indicadores Múltiples (MICS) publicada en 2020. Muy por
debajo de la media global: en el mundo, un 15% de la población vive con
alguna discapacidad.
En Guinea Bisáu, en la
posición 175 de 186 en el
Índice de Desarrollo Humano de la ONU, sobrevivir al infanticidio
camuflado de tradición va, a menudo, seguido de una existencia sin
identidad, escondidos y ocultados. “Hay mucho estigma por la creencia de que
una persona con discapacidad no es un ser humano. Se producen conflictos
familiares porque se acusan de tener la culpa”, afirma Ana Muscuta Turé,
presidenta del Consejo Nacional de Mujeres con Discapacidad. “Y cuando no
los matan, no les dan nombre, ni les registran. En la práctica, no estudian.
Nada. Para las mujeres es peor, porque además son violadas y, si tienen
hijos, están abocadas a la mendicidad”, denuncia.
Unicef recoge algunos
hallazgos de una investigación sobre el tema en su
último informe sobre el estado de la infancia en el país, de 2019. “Se
identificaron muchas barreras que impiden que los menores de edad con
discapacidad disfruten de sus derechos”, indica. Una de ellas es el difícil
acceso a los servicios de salud pública y la costumbre de acudir al
curandero tradicional. “Esto provocó un diagnóstico tardío, retraso o ningún
tratamiento en tres de cada cuatro (76%) niños del estudio”.
Además, describe Unicef, las
percepciones sociales de los pequeños con discapacidad o trastornos eran
casi completamente negativas y esto provocó una indiferencia generalizada y,
a veces, hostilidad hacia ellos. Se detectó así “un trato diferencial” por
parte de sus padres (83%), profesionales de la salud (53%) y maestros (68%).
Según el estudio, al menos el 80% de los casos de abandono de bebés en las
ciudades analizadas, incluida la capital, se debieron a discapacidades
presentes en el niño.
Isemene Henriqueta Quintino
decidió luchar por su hija, Jean Philippe Mendy, que ya tiene un año. Sin
casa, sin apoyo familiar ni gubernamental, en una de sus visitas al
hospital, conoció a Paula Butian, directora y asistente sociosanitaria de la
ONG Aida en Guinea Bisáu. Aunque intentó mantenerse por sí misma y
trabajar en la campaña de recogida del anacardo, que comienza a mediados de
abril, la madre se encontró con que no podía dejar sola a su niña ni un
minuto. Temía que sus parientes se la llevasen y desapareciese para siempre.
“Es el segundo bebé que nace así en la familia. Al de mi tía le hicieron la
ceremonia y le dejaron morir. Ella me intentó convencer de hacer lo mismo”.
Ante la desesperada
situación, Aida le dio refugio en su casa de acogida y ayudará a la pequeña
en su centro de rehabilitación para niños con discapacidad en Bisáu. Ahora
Quintino puede contar su historia y está determinada a salir adelante.
“Decidí que no podía llorar más”, dice en portugués, idioma en el que
escribe poesías en su cuaderno sobre la experiencia de ser madre y el coraje
de enfrentarse a las tradiciones que matan. También se encarga de la
repostería cuando hay una celebración, pero ella quiere ser médico.
Butian asegura que necesitan
ampliar la casa de acogida. “Proporcionándoles un lugar donde quedarse
temporalmente, se puede conseguir que no les maten”, asegura la asistente
sociosanitaria de Aida. Además de este hogar para madres coraje, con las
aportaciones de socios, las librerías solidarias que la organización tiene
en España, los proyectos con otras entidades como Infancia Solidaria o
programas de la Unión Europea, la ONG mantiene abierto un centro de
rehabilitación y desarrollo para niños con discapacidad.
En sus instalaciones atienden
a 188 pequeños y hay otros 66 en lista de espera. “Damos prioridad a los que
tienen epilepsia porque no les tratan su dolencia al considerar que no son
seres humanos. La mayoría intentan métodos tradicionales y como no les
funcionan, vienen aquí”, razona la responsable. El segundo aspecto es la
edad porque “cuanto más pequeños, más probabilidad de que la terapia
funcione”. “También vemos las necesidades sociales de los padres; vamos a
sus casas, evaluamos el apoyo que les podemos dar, por ejemplo: una cama, un
carrito, ayuda para emprender un negocio”, agrega Butian.
La mayoría de sus pacientes
padecen parálisis cerebral, después epilépticos, síndrome de Down y otras.
En el centro de Aida pasan consulta, se les hace seguimiento, terapia y se
les dispensan medicamentos gratuitos. La sala de logopedia no es muy grande,
pero es luminosa, dispone de todo lo necesario, con mucho color. Aquí se
hace estimulación sensorial y también es una habitación de lectura. En el
espacio de fisioterapia motora, los especialistas trabajan la motricidad con
los niños.
El pequeño Tcherno Kachide
Balde, de cuatro años, gatea por la sala, pasa de un lado a otro de un tubo
siguiendo las instrucciones de sus terapeutas. Al final, le espera un
caramelo o un juego. “Nació con fiebre y nunca estaba bien. Empecé a notar
que no sujetaba la cabeza y un médico me dijo que necesitaba fisioterapia”,
recuerda la madre, Salimatu Embalo, de 26 años. Aquel doctor que le habló de
que el niño podía mejorar era un vecino y uno de los especialistas del
centro de Aida. “Otras personas me decían que no era una persona, pero no
sucumbí a un tratamiento tradicional”.
No fueron solo las palabras
hirientes lo que Embalo tuvo que combatir. “Me decían que era un irã,
que si no lo mataba, él me mataría a mí”, se emociona. “Me hacían sentir muy
mal. Pero pensaba que, si yo no era una irã, ¿cómo lo iba a ser mi
niño? Por eso decidí luchar. Es mi hijo”, continúa tras una pausa en
silencio. Desde que el bebé cumplió los seis meses, comenzó la presión
porque se le empezó a notar que no se sujetaba sentado. Cuando Kachide
cumplió un año, sus parientes dieron un paso más allá. “Mi familia me llevó
a Bafatá (ciudad en el interior del país) y me hicieron una reunión para
convencerme de que le matara. Tuve que huir”. Con el apoyo de su marido,
regresaron a Bisáu.
Remover el pasado abre las
heridas de Embalo, que se seca las lágrimas mientras Butian explica que un
grupo de unas 15 o 20 madres se reúnen una vez al mes para hablar. “Les
explicamos por qué les pasa esto, para que acepten la situación y puedan
resolver los problemas que enfrentan. Les recordamos la importancia de que
continúen con la terapia”. En esos encuentros, además, las mujeres comparten
sus dolorosas historias.
“Estoy muy contenta con mi
decisión. Noté mucho el cambio desde que empezó la fisioterapia. Hace falta
mucho coraje porque es duro, pero no nos podemos rendir”. Cuidadora a tiempo
completo, ahora que ya puede dejar al chico con su hermana de 12 años,
Embalo ha retomado los estudios de secundaria. Sueña con acabar su formación
y ser profesora, aunque cree que no podrá pagarse la facultad.
Para el futuro de su hijo
imagina muchas cosas. “Que vaya a la universidad”, desea. “Tenemos muchas
historias, hay niños del centro que ya escriben y uno de nuestros pacientes
tiene descoordinación motora, pero es muy inteligente y ha pasado de curso”,
cuenta la directora. También capacitan a profesores en escuelas para que los
chicos que van a terapia puedan acudir al colegio y que sus maestros tengan
unos conocimientos suficientes para formarles.
“Esta es la parte bonita…
Pero hay otra”, sigue Butian. No todas aguantan la presión.
“Lamentablemente, perdemos a niños, se los llevan y los matan”. Cuenta que
recientemente uno de sus pacientes ha desaparecido. “Su madre se lo ha
llevado a Biombo convencida por los abuelos. Le dijeron que, si no mataba a
su hijo, no volvería a quedarse embarazada”, relata la especialista. “Esto
es lo más frustrante… A veces los sacrifican por una simple epilepsia”.
Estos casos no los denuncian porque carecen de evidencia alguna de lo que
sospechan que ha sucedido.
“De repente se dice que un
niño desapareció, las autoridades saben que lo han matado, pero no tienen
cómo comprobarlo”, advierte Butian. Tampoco hay denuncias. “Las personas
tienen miedo de hacer acusaciones, nadie habla y estas prácticas acaban por
ser, desgraciadamente, aceptadas. No se puede decir legales, pero sí
aceptadas por la sociedad”, coincide Dabo, del Instituto de la Mujer y la
Infancia. Las autoridades, las ONG y las instituciones de la ONU apuestan
por la sensibilización para evitar la continuidad de estos crímenes. Pero
pocos se ocupan de los supervivientes.
“Aunque Guinea-Bissáu ha
firmado la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con
Discapacidad para manifestar su deseo de defender los derechos de este
colectivo, este deseo aún no se ha traducido en políticas o planes
específicos”, subraya Unicef. Dentro de la sociedad civil hay grupos
comunitarios y algunas ONG que trabajan para defender su bienestar. Sin
embargo, normalmente esos niños nunca han existido, no se los registra, ni
se les da un nombre; en caso de que sobrevivan, suelen vivir escondidos y
sin acceso a los cuidados que necesitan. Los llaman irã.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en
Twitter,
Facebook e
Instagram, y suscribirte
aquí a nuestra ‘newsletter’.
|