Los dalits de la India sufren desde la cuna las
consecuencias de la segregación
De por vida se ven privados de sus derechos fundamentales
Vanessa Escuer Varanasi
12 JUN 2015

Un niño dalit recorre uno de los suburbios de Varanasi
(India). / Vanessa Escuer
Golu se levanta cada día sin despertador. No tiene, ni
siquiera sabe lo que es. Pero lo que sí sabe es que, antes
de salir el sol, debe abrir los ojos y salir a las calles
para recoger basura. Se frota los ojos, agarra su saco, lo
apoya en su hombro y empieza a caminar. Vive en Varanasi, la
ciudad sagrada del hinduismo, en India. Le rodean templos,
los primeros cánticos, bolsas de plástico, vacas, insectos y
algunas cabras. Prefiere salir a esa hora, cuando las calles
están repletas de objetos que puede reciclar y vender y la
muchedumbre todavía le permite transitar con más espacio.
Pero, sea a la hora que sea, cuando deambula en busca de
desechos es como si no existiera, nadie le dirige la mirada.
Se torna invisible y es considerado “impuro”
por estar en contacto con la suciedad. Así lo afirman
las personas indias de casta superior, traduciéndolo al
despiadado vocablo “intocable” en referencia a que se evita
el acto de tocarlos para no perder su grado de pureza.
Para los hindúes creyentes, la casta no es un hecho social o
económico, sino el resultado de una reencarnación. Se nace
dentro de una casta, superior o inferior (de mayor a menor
pureza, según su tipo de trabajo), o bien como paria, o como
un animal, según la conducta que se ha observado en la
existencia anterior. Así pues, la casta es, junto con la
familia, la principal referencia de las personas indias y
atribuye una posición que les determina en todo durante el
resto de su vida.
Los excluidos prefieren denominarse dalits
(oprimidos, en hindi) para reflejar la discriminación y
sometimiento del que son víctimas. A pesar de su lucha
constante desde los años veinte, que llevó a la abolición de
este sistema de clases en 1950, nunca se suprimió el estigma
en la vida real y
unas 200 millones de personas en todo el país son
consideradas intocables.
La discriminación acarrea todo tipo de agresiones, siendo
repudiados, insultados y expulsados de lugares públicos.
Según
Human Rights Watch, cada año son registrados en India
más de 100.000 casos de violaciones, asesinatos y otras
atrocidades contra los dalits, muchas de ellas cometidas por
la propia policía y sustentadas por los latifundistas y las
autoridades locales.
Unicef cifra en
15 millones los niños y niñas dalits que trabajan en
condiciones de semiesclavitud por míseros salarios. Más
de la mitad de ellos son intocables, lo que significa que no
pueden terminar la educación primaria debido, en parte, a
que son humillados por sus maestros y maestras.
Derecho a la identidad
Son las 10 de la mañana y Golu regresa con la bolsa llena y
su estómago vacío en busca de algo de pan para desayunar.
Comerá si hay suerte y hay algo para cocinar; si no, deberá
esperar a la hora de almorzar para ingerir el único alimento
del día. No le importa comer siempre lo mismo. Le encanta el
arroz y agradece saborear hasta el último grano del plato,
que siempre devora acompañado de una oración.
Le llaman Golu (regordete, en hindi),
aunque se trata de un mote que le quedó cuando era pequeño.
Durante los pocos meses en que tuvo oportunidad de ir a la
escuela (ahora, a sus 12 años de edad, ya es considerado un
adulto), le asignaron el nombre de Sameer, pero a él no le
gusta y, fuera del aula, le cuesta responder a ese alias. En
realidad, no tiene nombre. Tampoco posee registro de
nacimiento, como la mayoría de niños y niñas dalit,
por lo que muchas y muchos de ellos son secuestrados o
vendidos a cambio de dinero. La trata de personas, la
prostitución, la venta de órganos o los niños soldado son
algunas de las consecuencias sufridas por algunos, a menudo
escondidos bajo la falsa apariencia de trabajo doméstico
infantil.
El tráfico de niños ha alcanzado
dimensiones alarmantes y
cada año mueve unos beneficios de más de 30.000 millones de
dólares. En los últimos 30 años, más de 30 millones de
mujeres, niñas y niños han sido víctimas de este grave
problema en Asia, con el único propósito de explotación
sexual, según Unicef. Todo menor que no haya sido inscrito
en el Registro Civil es considerado un apátrida. No hay
prueba alguna ni de su edad, ni de su origen, ni tan
siquiera de su existencia. El niño pasa a ser un incorpóreo
ante los ojos de la sociedad y una presa fácil para todo
traficante.
Alfabetización y médicos en los
slums
Antes de ir a buscar a su hermano
menor, Sajid, a la escuela, Golu corretea por las
laberínticas calles de la ciudad. Se divierte mirando por
las ventanas de los restaurantes y decidiendo qué comida le
gustaría probar. Sabe que no puede entrar, y por si le
quedan dudas, los propietarios le dedican miradas y gestos
de alerta mientras disimulan atendiendo a los turistas.
Corre descalzo y con una destreza
infalible, esquivando todo tipo de obstáculos. Llega hasta
el río Ganges, dónde se zambulle y se da un largo baño
después de una mañana de trabajo. Aprovecha y bebe un trago.
Los restos de las cremaciones humanas que tienen lugar en la
orilla, los esqueletos de animales, las aguas residuales y
los desperdicios de las fábricas han contribuido a un
alarmante grado de contaminación del río. Toda la ciudad
huele a humo, a extinción. Ya bañado, Golu se viste y corre
hasta la sede de la ONG gallega
Semilla para el Cambio, donde le espera su hermano
después de su jornada escolar.
La escuela ha dado una oportunidad a
los niños y niñas de los slums. Encontrar colegios que les
acepten es todo un reto. La mayoría de directores cierran
puertas sin pudor cuando saben que los nuevos alumnos viven
en los suburbios.

La
mitad de los niños intocables y el 64% de las niñas, no
puede terminar la educación primaria debido en parte a que
son humillados por sus maestros y maestras. /
Vanessa Escuer
Semilla para el Cambio vio en la
educación la mejor apuesta para su desarrollo e integración
personal y profesional. “El proyecto inicial era muy
pequeño, empezamos ofreciendo educación a 18 niños y niñas.
A día de hoy hay 156 escolarizados y otros 30 en clases
preparatorias”, cuenta María Bodelón, directora y fundadora
de la ONG.
En Varanasi, más de 460.000 personas
malviven en los 227 slums existentes en la ciudad, según
datos de la organización
Urban Health Initiative. La precariedad de los
asentamientos se evidencia con la escasez de electricidad,
la falta de agua corriente y la carencia de servicios
sanitarios. Por si fuera poco, cada choza, amasijo de
plásticos y telas, de unos 10 metros cuadrados y donde se
hacinan familias de hasta ocho o diez miembros, cuesta un
alquiler. Cada mes, deben pagar unas 400 rupias (seis euros)
al dueño del terreno, mientras la mayoría de ellos sobrevive
con menos de un euro y medio al día.
Montañas de basura ocupan cada
centímetro de suelo. Su lugar de trabajo es su hogar.
Reciclan y duermen en el mismo espacio, entre plásticos,
vidrios, cartones y otros desechos. En estas circunstancias,
la salud se enfrenta a grandes adversidades. “Todavía tienen
lugar muchas enfermedades que se pueden prevenir fácilmente,
como la tuberculosis. La falta de educación y de recursos
hace que sientan poca confianza para acudir al hospital: no
pueden leer los carteles para saber a dónde dirigirse ni
rellenar los formularios de los centros sanitarios, además
no son tratados con respeto por los doctores.”, explica
María, que lucha para cambiar esta realidad.
Querer ser niño
Sentado en los ghats, las
escalinatas del río Ganges, Golu repasa el abecedario
escrito en las libretas de su hermano Sajid y sus
compañeros. Se lo sabe de memoria, puede decirlo más rápido
que leerlo. Lo repite sin cesar, exigiendo a los pequeños
que se esfuercen en memorizarlo. Pasa a los ejercicios de
cálculo, los resuelve en un santiamén y le da una colleja a
su hermano por no prestar suficiente atención. Satisfecho,
pide una cometa a un muchacho que merodeaba alrededor y la
hace volar bien arriba buscando un pedacito de cielo, de
libertad. Salta y ríe como nunca. Ese momento del día, entre
letras y juegos, es el único que tiene para ser niño. Para
sentirse el niño que realmente es.
Empieza a oscurecer y Golu debe volver a su casa. Su padre
le estará esperando para pedirle el dinero que ha ganado
trabajando a la mañana. Con miedo, acelera el paso para
entregarle las 10 rupias (15 céntimos de euro) que logró
vendiendo plásticos para reciclar después de cinco largas
horas de faena. Después, preparará su gran cesta de mimbre
con algunas velas, metidas en pequeños cuencos hechos con
hojas de árbol y acompañadas con flores, que vende en los
ghats por la noche. Se apura, pues no le gustaría recibir
otra bronca de su padre, pues sabe que no queda en un simple
enfado. Ya lleva un ojo morado, y aunque asegura que es
debido a una torpe caída, cuesta creer la falta de
equilibrio del muchacho antes que el puño borracho del
cabeza de familia. No ha ido al hospital porque, aunque lo
haga, posiblemente no le atenderán. En la farmacia le
pincharon una vacuna antitetánica caducada por falta de
refrigeración.
Golu consigue vender tres velas, ganando 30 rupias (45
céntimos de euro) y librándose de una paliza. Toma prestada
una de las candelas, la enciende y deja que la brisa se la
lleve río adentro. “Ya he pedido mi deseo”, me susurra en el
oído. Dicen que una vez se arroja la vela al Ganges, el agua
se lleva aquello que uno ha implorado.
Ya es de noche y la gran luna ilumina las aguas milenarias
del río sagrado. Flota en ellas la luz que arrastra su
anhelo: "Llegar a ser médico para ayudar a los demás".