Nadie tenía el valor de entrar
allí, en un lugar sin ley.
-Esa zona está llena de
criminales. Yo no te llevo.
Moses, el chófer, le advirtió del
peligro que corría. Levantó la vista y le escrutó con esos ojos serenos
que brillaban en el color oscuro de su piel; se lo dijo todo con una
mirada honesta: no. Él ya había tomado su decisión. Si el otro, el que
le había preguntado, decidía ir, sería por su cuenta y riesgo, allá cada
cual con su destino.
-En ese lugar no me meto -insistió
con franqueza.
Hablaban de una tierra, un trozo
de arena de playa trufada de excrementos y porquería; un basurero por el
que corrió un 'curativo' balón.
Nadie tuvo los arrestos para
entrar allí. Sólo él: Eduardo Bofill.
Liberia, en la costa oeste de
África, se recuperaba todavía en aquella época, 2005 y 2006, de una
guerra civil cruel. Sangrienta. Un conflicto atroz que se había cobrado
miles y miles de víctimas durante 14 años -duró de 1989 a 2003- de
brutales enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad de Charles
Taylor, lo que se llamó el Frente Patriótico Nacional de Liberia (NPFL),
y los grupos rebeldes.
El país estaba deshecho, empezaba
la reconstrucción; la reparación de las heridas.
"En ese momento, justo después de
la guerra, entran tropas de Naciones Unidas y también muchas ONG's,
entre otras cosas, porque no se quería el mismo fracaso de Ruanda años
atrás. Hay mucho despliegue, sobre todo, en Monrovia", dice Eduardo
Bofill, cooperante, psicólogo clínico y español. De Elda (Alicante).
¿Estuvieron esas organizaciones en
todos los lugares? No, en uno no. ¿Por qué? Porque era tan peligroso que
el personal expatriado lo tenía prohibido por motivos de seguridad.
Una playa, un basurero
Sólo él, Eduardo Bofill, se
metió de lleno allí donde todos temían ir: en West Point, un
'estercolero', una favela desamparada e insalubre ubicada en el
centro de Monrovia, la capital de Liberia.
"Era una zona sin dueño donde
convivían 75.000 personas sin ningún servicio básico como agua, luz
o W.C. Una tierra levantada a base de basura que el mar terminó
cubriendo de arena", dice Eduardo.
No tenían nada, pero sí lo
suficiente para improvisar un campo de fútbol... en el mismo lugar
que por las noches servía de retrete.
West Point, territorio
comanche para unos, nido de criminales para otros, se convirtió en
la 'casa de acogida' de los que carecían de todo, de aquellos que
por perder ya habían perdido hasta la esperanza; fue el cobijo de
muchos de los niños soldado de la guerra, esos pequeños, 11, 12, 13,
14 años, primero secuestrados, después traumatizados, a los que
obligaron a cometer atrocidades durante el conflicto.
Un barrio de 'nadies'
"Como no tenía dueño no existía
posibilidad de ser expulsado. Por eso mismo, tras la guerra, muchos de
los ex combatientes buscaron refugio en ese lugar de 'nadies'. A cambio
había que estar dispuesto a convivir entre basura en alguna chabola
compartida o durmiendo bajo los cayucos en la playa-retrete. Para muchos
niños y niñas reclutados forzosamente, West Point fue el destino
definitivo en el que los crímenes cometidos y recibidos a partes iguales
podían ser escondidos sin temor a represalias. Fue el hogar de quienes
habían quedado desamparados, perdidos, sin lugar ni persona a la que
regresar", reflexiona Eduardo, que por entonces, 2005 y 2006, trabajaba
en el Servicio Jesuita para los Refugiados (JRS) como director del
proyecto de rehabilitación de niños y niñas que habían sido soldado.
"West Point tenía muy mala fama en
la propia capital, entre la gente de Monrovia. De hecho, ninguna
organización trabajaba en aquella zona. Naciones Unidas tenía prohibido
entrar y las ONG's, también", continúa.
Pero todo eso a Bofill poco, más
bien nada, le importó.

Violencia en su corazón
Esos antiguos niños soldado que
vivían en aquel 'basurero' necesitaban ayuda. Porque firmada la paz,
ellos, ya adolescentes, continuaban estando en guerra en su interior.
Sus vidas eran una bomba a punto de estallar. El horror seguía ahí,
incrustado en el fondo de su ser.
"Tras el conflicto, desaparecen
las armas, pero las relaciones violentas quedan establecidas dentro de
cada uno de ellos. Eso es lo que posteriormente produce cosas como
agresiones sexuales brutales o que en la calle cuando cogían a alguien
robando, le ponían ruedas y le prendían fuego. Toda esa violencia sale
de muchas maneras", afirma.
Sin derecho a vivir
Alguien debía 'curarlos': tenían
el alma enferma de violencia.
"Estos críos sentían que, después
de lo que habían hecho, ya no tenían derecho a vivir. Muchos de ellos
habían sido forzados a cometer una atrocidad en su propio pueblo, esa
era una de las formas de reclutamiento; matar a algún familiar o a
alguno de sus vecinos. ¿Por qué? Porque esa es la manera de generar una
fidelidad. Y cuando haces algo así, entonces ya no tienes vuelta atrás",
indica.
Y como alguien tenía que ayudarlos, Eduardo Bofill
a West Point marchó. Y por equipaje sólo una medicina llevó: el balón.
"El fútbol ayudó a poder colocar esa violencia en
un lugar en el que volviera a ser manejable. Porque el juego permite
este tipo de cosas", dice.
Aparcar el 4x4
Antes de jugar, dejarse ver. Entablar contacto,
darse a conocer. "Yo era el único blanco que entraba en esa zona. Una de
las cosas con las que empecé a trabajar fue intentar no ir con el coche,
con el 4x4... porque desde el automóvil se abre una brecha muy grande
entre la gente que va a pie y tú que vas en coche", explica.
"Ir caminando permite que las personas te puedan
parar, te puedan hablar. De hecho, al final, uno de los colaboradores
que tenía en West Point me decía: 'Tu trabajo es simplemente saludar y
dar la mano. Con que saludes haces más que cualquiera'", recuerda.
¿Quieres jugar un partido?
Paciencia y cordialidad, un ¿qué tal? por aquí, un
¿cómo estás? por allá, hasta que un día Eduardo, ya 'mimetizado' con el
entorno, escuchó: '¿Quieres jugar?' La barrera que lo separaba de
aquellos 'nadies', jóvenes víctimas de la guerra, acababa de caer... Por
fin.

Los
sueños de un niño. "El fútbol forma parte del mundo del
deseo, el de una vida diferente a la que ellos habían tenido. Les
permitía escapar de la atrocidad", dice Eduardo Bofill.
"Me sentaba en un cayuco hasta que
me pidieron sumarme a sus partidos. Siempre jugaban a primera hora de la
tarde. El fútbol era lo único que podían hacer, no había nada más",
rememora Eduardo.
Bofill había dado un paso más para
'indagar' en aquella comunidad marginal; comenzaba a ganarse la
confianza de los esquivos niños soldado. "El fútbol me permitió
introducirme ahí, fue uno de los elementos importantes para poder llegar
a ellos, para que me llevaran a los sitios en los que se movían, donde
vivían, donde pasaban las noches...", indica.
El hombre sin botas
Para que le consideraran uno más,
un miembro del 'equipo', Eduardo se tuvo que poner a su nivel. Y si
ellos jugaban descalzos, él también lo tuvo que hacer. "Lo más costoso
fue quitarme las botas, jugar con los pies desnudos y 'blancos' en un
'campo' plagado de basura. No fue una tarea sencilla lo de quedarse sin
zapatos porque, más allá del miedo a pisar un vidrio o una lata, verme
los pies desnudos me provocaba una agitada fragilidad", asegura.
Se sentía desprotegido, tan
vulnerable como aquellos con los que ahora compartía tardes de fútbol.
"Sin apenas pensarlo, experimenté
esa misma desnudez. Jugar en su mismo terreno provocó que pudiese
acercarme hacia esos otros pies que acumulaban heridas abiertas",
continúa y explica el valor, el gran avance que supuso empezar a jugar
con ellos: "El fútbol a mí me sirvió para poder introducirme en una
comunidad fundamentalmente muy violenta, aunque la gente era amable por
la calle, te iban a saludar y yo nunca tuve ningún problema ni siquiera
por la noche".
Tensión en los partidos
Los comienzos estuvieron plagados
de incidentes. La violencia del pasado, latente y caliente aún en su
interior, afloraba a la menor provocación. Un choque, una mínima disputa
y todo crujía en el exterior. Durante algunos encuentros se vivía mucha
tensión.
"Al principio pasábamos más tiempo
discutiendo que dando patadas al balón porque los partidos reproducían
una y otra vez la violencia que no desaparece al acallarse las armas",
recuerda Eduardo.
¿Entrometerse para poner paz? Ni hablar.
"Cuando el fútbol aún era un lugar de
introducción, si sucedía algo así, lo único que podías hacer era
retirarte, porque no eras nadie todavía. Al comienzo nosotros no
teníamos capacidad... Estábamos en una comunidad en la que no podíamos
decir nada. Aún no eres nadie y te puede caer exactamente igual que le
cae al de al lado", dice.
La fuerza del vínculo
Después, todo eso cambió. Los
lazos, más cercanos, permitían otro tipo de actuación. "Cuando ya
empezamos a organizar nosotros la actividad y el juego, entre ellos el
fútbol, eso ya no sucedía. Y si ocurría, simplemente colocándote delante
de ese chaval o llevandótelo aparte, intentado hablar con él, era
posible pararlo, porque ya había un vínculo. Al final, la contención no
es física, sino afectiva", continúa Eduardo.
Dando patadas al balón, Bofill se
convirtió en alguien en un sitio de 'nadies'. "Cuando de repente hacías
un regate o un caño, se te echaban encima los más pequeños y asombrados
decían: 'Buaaaaaah'. Parecía que habías hecho la mejor jugada del mundo.
Así conseguí acercarme bastante a ellos", indica.
Ya no lo veían como un extraño,
como ese hombre blanco que un día de la nada apareció, ahora era un
amigo, un confidente, un padre con el que poder hablar; y en él
encontraron el hombro que tanto necesitaban para poder llorar.
El tercer tiempo: las confesiones
El fútbol generó cercanía, incluso
cierta camaradería entre los niños y el psicólogo Bofill. Existía una
especie de sensación de amistad que brotaba casi siempre después de los
partidos. Silbato final, pitido inicial. Empezaba entonces el 'tercer
tiempo', ese rato de 'colegas', una charla entre iguales. El momento de
las terribles confesiones.

"El fútbol les ayudaba a soltarse,
establecías con ellos un lazo, una relación en la que cabía la palabra",
indica.
La imagen, siempre la misma.
Sentados, al cobijo de un cayuco frente al mar, uno, Eduardo, junto a
otro, un ser humano desesperado por su pasado. Dos personas, un hombre y
un niño, que charlan mirando al horizonte, a la nada. El psicólogo
escucha, el joven se quiebra, vomita, escupe lo que por dentro le
corroe: el infame horror que le obligaron a vivir.
"Lo que más recuerdo es lo más
doloroso. Es decir, los momentos en los cuales el vínculo que generamos
a través del fútbol permitía que al terminar los partidos nos sentáramos
en la playa y, entonces, ese chaval decidiera empezar a contar. La
relación, el juego había provocado que sus defensas bajaran de tal modo
que era capaz de compartir contigo algo de lo que para él había supuesto
la guerra, el dolor, la muerte de gente querida y, sobre todo, la
pérdida de su infancia", explica Bofill.
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El niño atado a un árbol
-Este soy yo, Eduardo -le dijo.
Giró el papel sobre el que había estado
pintando y le mostró un dibujo infantil.
En él se veía a un militar
apuntando con un arma a un niño que caminaba unos pasos por delante
de él. El pequeño, amarrado por una cadena al guerrillero, soportaba
el peso de una caja sobre su cabeza. "Yo fui un esclavo en Liberia,
sufrí en mi propio país. Ese es el soldado que me ató para que yo
llevara la carga", había escrito en el folio también.
Se llamaba Gerry y aquel día,
al acabar una pachanga, esto fue lo que a Bofill le contó: "Cuando
ya estábamos más asentados en West Point, donde conseguimos una
casita pequeña, utilizábamos también el dibujo para que algunos de
ellos pudiesen expresar sus sentimientos. Con una de esas pinturas,
después de un partido, un chaval me explicó cómo había sido
secuestrado en su pueblo y lo habían atado. Lo llevaban atado. ¿Por
qué? Porque algunos combatían, pero otros tenían que hacer de
porteadores. Como era una guerra por comandos por la selva, debían
transportar el material. Él iba atado. Y cuando terminaban de andar
lo amarraban a un árbol. Me contaba que se había sentido como un
animal".

Matar para
no morir
Los recuerdos a veces duelen; y la
vida es cruel. Y a muchos niños de Liberia les robaron la infancia; les
arrebataron de un 'balazo' cualquier esperanza.
"Ser niño soldado es tener que
llevar un arma y matar para no morir. Sin nadie a quien acudir, el arma
pasaba a proporcionarle una seguridad alternativa frente al desamparo.
Arrancados a la fuerza de sus familias, el arma constituía su refugio: a lo
que podían agarrarse firmemente cuando sentían el miedo de perder la vida.
El único vínculo del que podían fiarse. Tener un arma también era un
privilegio frente a otros niños soldado que jamás la poseyeron y que, sin
embargo, también fueron reclutados forzosamente para la guerra. En este
caso, caminaban habitualmente atados como esclavos, cargando las municiones
y los víveres, rastreando los caminos en busca de minas antipersona o
satisfaciendo las demandas sexuales del resto de combatientes. En sus
cuerpos se descargaba una munición que no se ve y de la que es muy difícil
deshacerse, una especie de metralla que deja sus esquirlas en todas y en
cada una de las dimensiones de la persona: la vergüenza y la humillación".
Las palabras de Bofill duelen.
Las otras, las de Gerry, más aún:
desgarran.
-Este soy yo, Eduardo, el del dibujo
-le dijo.
Él ya había terminado de contar.
Gerry fue uno de tantos a los que
Bofill, sólo provisto del amor que desprende un balón, liberó de un
insoportable dolor. Al menos, lo alivió.
"Simplemente jugando al fútbol,
descalzos, con aquellos a los que la vida parecía haberles dado la espalda,
ayudamos a recuperar la infancia: ofreciendo una mirada, una mano y una
palabra con la que devolver la dignidad que les fue arrebatada", termina
Bofill.
-Este soy yo, Eduardo -le volvió a
decir y, mientras hablaba, levantó la cabeza.
En la cara de Gerry se intuía un
atisbo de sonrisa.
Él acababa de vomitar.
Agoustine, 12 años
El niño de la metralleta que no fallaba un penalti
El AK-47 abultaba más que él. Parece
mentira que lo pudiera incluso sostener. Tenía 12 años y una metralleta en
su poder. Agoustine nunca se separaba del Kalashnikov. En cualquier momento
la batalla podía estallar. Vio a muchos morir, pero él sobrevivió. Y tras la
guerra, aquel adolescente, en West Point se instaló.
"Antes que su nombre, supe que fue,
sólo con 12 años, comandante de un grupo de 50 niños soldado. Solamente,
tras muchos partidos de fútbol y no menos patadas en ese vertedero, pude
acceder a lo único que la barbarie no pudo arrebatarles. Quizá por eso mismo
se cambiaban los nombres durante la guerra y, posteriormente, continuaron
haciéndose llamar como futbolistas famosos", relata Eduardo. El anonimato
fue su escudo de protección.
Compañeros de casa y escuadrón
Cuando él le conoció, Agoustine
tenía 16 años. Era ya casi un hombre y con él estaban en West Point
Boby, Steven, Ibrahim, James y Prince; todos compartían favela, como
antes habían compartido escuadrón. Camaradas del frente y amigos.
"Saber su nombre era traspasar
una barrera sin retorno y acceder, regresar a la vida que habían tenido
que dejar atrás para sobrevivir. Y no lo hice preguntando, porque cuando
lo haces así sueles encontrarte con un nombre ajeno, con suerte un mote,
pero nunca el verdadero. Hay que ser capaz de llegar a él por otros
medios, para que cuando lo oigan de tus labios se convenzan de que
verdaderamente, y no por casualidad, te has molestado en andar un camino
hasta llegar a ellos. En muchas ocasiones 'perdiendo' el tiempo viendo
alguno de la multitud de partidos de fútbol que se ofrecían en los
pequeños locales de chapa con generador", continúa Bofill.
El
periodista portero
Eduardo supo que se llamaba
Agoustine. Y así, poco a poco y después de jugar juntos muchos
encuentros, entabló con él cierta amistad. Bofill recuerda incluso una
anécdota de una tanda de penaltis junto a Ramón Lobo, por entonces
corresponsal de guerra de El País.
"Él vino a Monrovia a realizar
un artículo sobre la presidenta de Liberia. Me sorprendió y me ilusionó
que alguien de mi 'piel', ya que era el único blanco, me acompañase en
esa marabunta de sonrisas, olores nauseabundos, manos que te cogen y
arena sucia que eran los partidos en West Point", dice Eduardo.
"Los chavales le iban chutando a
puerta mientras él, con cierta valentía, hay que admitir, se lanzaba en
una y otra dirección, con el resultado de morder el polvo y también algo
el orgullo", continúa divertido Bofill, al que se le escapa una
carcajada al rescatar de la memoria aquel momento.
"Recuerdo que me estuvo lanzando
penaltis uno de esos que había sido niño soldado y me metía todo los
goles por la escuadra", rememora Ramón Lobo también con una sonrisa.
Y ese, el que nunca fallaba, el
que disparaba ya no con un arma, sino con un balón, era Agoustine.
La
pintura de Agoustine. "Él no se dibuja. El arma dipara sola. No se
podía ni ver él mismo con la metralleta. El dibujo refleja el horror
que él tiene dentro por lo que hizo. Sin embargo, la cara del bebé
sí tiene rostro y muestra miedo", afirma Bofill.
El
regreso del afecto
El fútbol, cada tarde presente
en West Point, fue la 'terapia' de Eduardo para rescatar, sin que ellos
ni siquiera lo supieran, a todos aquellos 'nadies' que habían
sobrevivido a la guerra. ¿Cómo ayudó a Agoustine?
"Con él, y con todos, intentamos
incoporar en su relación una dinámica diferente a la que había sido la
del campamento y la de la guerra. Es decir, un lugar en el que no puedes
moverte única y exclusivamente por la fuerza, sino que puedes hacerlo
por otras claves que aporta el juego. En la relación lúdica aperece el
afecto, eso que sale de la escena cuando tienes que cometer una
atrocidad. Para cometer un crimen tienes que despersonalizar y
despersonalizarte. Debes convertir al otro en una cosa, si no no lo
puedes matar. El juego era la manera de incoporar de nuevo la parte más
humana, la personalización", afirma Bofill.
Con Agoustine funcionó. Jugó y
volvió a 'querer'.
Esclava sexual
Mary, la
recogepelotas con furia en la mirada
La furia fulgía en su mirada.
"Nunca había visto tanta rabia en unos ojos humanos", asegura Eduardo.
Mary salió de la nada y se sentó una tarde en la playa sucia de West
Point. Con fuego en las pupilas, observaba a los chicos correr. Ella
seguía el partido de fútbol en silencio, ellos jugaban con alboroto. Era
la primera vez que se dejaba ver.
Tenía 13 años, estaba sucia y
despeinada. "Parecía recién salida de la selva", dice Bofill.
Cuando los chavales la vieron,
comenzaron los gritos.
-¡Es una rebelde, es una
rebelde! -vociferaban excitados todos los que merodeaban por allí. La
señalaban con el dedo, la acusaban. ¿De qué?
Al suelo
para poner paz
En segundos, estalló la reyerta.
Mary aullaba como una fiera. "¡Qué manera de pelear! No me quedó más
remedio que tirarme al suelo y poner mi cuerpo entre esos dos, a pesar
de las sabias advertencias de un grupo de chavales, que me decían: 'Edu,
no te metas'", recuerda Bofill, que consiguió poner paz allí donde sólo
había ira: "Al separarse, arreciaron los gritos de nuevo hacia Mary, que
seguía mirando fijamente a la otra criatura como si aún no la hubiese
soltado".
Nadie jugaba ya al fútbol. El
partido se había detenido y todos contemplaban la disputa.
-¿Qué ha pasado? ¿Por qué os
habéis peleado? -preguntó Eduardo. Ocurrió tan rápido que no sabía el
motivo del origen de la cruenta escaramuza.
Mary sangraba por un carillo.
"Se había cortado y una raya roja caía tímidamente por la negra piel de
su cara", recuerda. Como si fuera una lágrima...
Caminando de la mano
"La cogí entre mis brazos y me
la llevé a un lugar aparte, donde poder extraer esos negros ojos del
pozo en el que andaban enredados. Sin palabras, le cogí de la mano para
caminar con ella. Estaba temblando y no pude dejar de notar el miedo que
habitaba en su cuerpo", asegura Bofill.
A Mary el fútbol ese día también
la 'rescató'.
-Ayúdame a recoger -le pidió
Bofill.
Ella le observó fijamente. "A mí
me costaba aguantarle la mirada", recuerda.
"Mary comenzó a ir de un sitio a
otro pidiéndoles los balones a unos y otros, que al principio se
resistían hasta que les dije que ella era mi ayudante", comenta Bofill.
-Es una 'rebelde', mira lo que
tiene en las piernas -decían los otros niños, mientras Mary iba y venía
con una y otra pelota en la mano.
Entonces Bofill las vio; las
huellas de la guerra. "Las marcas en sus muslos proclamaban un pasado
del que no podía desprenderse a ojos de los demás", explica.
Mary, violada, acumulaba
cicatrices en la piel y furia en las entrañas. "Ella había sido esclava
sexual durante el conflicto. Los soldados, además de niños como
guerrilleros o porteadores, también reclutaban chavalas para tener sexo.
Mary se había quedado traumatizada y vivía en la calle, no se
relacionaba con nadie", afirma.
El dibujo de Mary.
La
terapia
Algo tan simple como recoger
unos balones mejoró la vida de Mary. Porque dejó de ser una marginada,
porque encontró un entorno social en el que mimetizarse, porque tuvo
algo que hacer, porque ya no estaba sola...
"Era importante establecer el
trabajo en un lugar donde fuera visible y público. Porque había mucha
gente a la que tú quizás no prestabas atención, pero ellos a ti sí. Y tú
ofrecías algo a lo que ellos se podían agarrar", explica Bofill.
Mary, la 'recogepelotas', fue un
día y otro y otro... "Ella, posteriormente, estuvo viniendo con cierta
asidudidad cuando jugaban los partidos. Formó parte del 'todo'. Y
terminó por sumarse al grupo y abandonando la soledad que le recordaba
día tras día lo que había vivido", continúa Eduardo.
Mary, la mujer con la
entrepierna mancillada, ni era rebelde ni era nada; Mary estaba sola,
encerrada en sí misma; Mary, una desdichada; Mary, la niña a la que el
fútbol le ofreció lo único que ella deseaba: dignidad.
Culé
Una final de la
Champions en un cine con generadores de luz
Eduardo Bofill es culé y tenía una cita importante
con su equipo: el Barcelona jugaba la final de la Champions League
contra el Arsenal en mayo de 2006 en el Estadio de Francia de París. No
se la podía perder.
"En Monrovia en aquella época no
había luz, pero montaban generadores y en un antiguo cine, que estaba medio
derruido, nos hacinamos cientos de personas", dice. ¿Para qué? Para vibrar
con la Liga de Campeones. "Allí es donde vi la final de la Champions, hacía
un calor inhumano", continúa.
Nadie se conocía, todos eran
extraños, pero el fútbol les unía. "Casi todos iban aquel día con el
Barcelona, aunque los equipos ingleses también les tiraban bastante. Pero el
Barça en aquella época era mayoritario", explica Eduardo.
Campbell adelantó a los 'gunners'
pasada la media hora, en el minuto 37. La final se ponía cuesta arriba para
los culés. Sin embargo, a falta de un cuarto de hora para la conclusión del
encuentro, en el 76', Eto'o marcó el tanto del empate y, poco después,
Belletti, en el 81', el definitivo, el de la victoria.
En aquel cine de Monrovia se desató
la locura. El Barcelona era campeón de la Champions League. "Fue una
sensación increíble. Poder disfrutar del Barça con gente con la que no había
tenido nada que ver en mi vida y con la que en ese momento compartía la
alegría. Allí se abrazaba todo el mundo, no había ningún límite. De repente,
la final de la Champions provocó que hasta desapareciese la sensación de
peligro que existía. En Monrovia, en principio, no se podía salir por la
noche, porque era muy peligroso sobre todo para el personal extranjero, pero
hay sentimientos que cuando se viven compartidos trascienden todas las
fronteras, incluso las más difíciles y peligrosas, como las de la piel",
recuerda Bofill.
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Redacción:
José I. Pérez
Diseño / Maquetación / Infografía:
Emilio Alcalde - Raul Escudero - Javier Rodríguez - Miguel Ángel
Carbonero
Fotografías:
Eduardo Bofill
Ilustraciones:
Juan Carlos Fernández
SEO:
Ignacio Delgado - Jorge Lara