El edificio de los
servicios sociales para la infancia era espacioso, con varias salas, áreas
de juego, un futbolín, una esquina con libros, comida gratuita. Estaba en
perfectas condiciones para atender a los niños de la calle de la ciudad
de Fortaleza, noreste de Brasil. Las asistentes sociales eran amables.
Solo faltaba un detalle para convertirlo en un éxito: no había niños.
Los niños
de la calle estaban todos fuera. En la calle.
- ¿Por qué no vienen?
- se preguntó una educadora. - Si aquí les ofrecemos de todo. Algo hay que
no funciona. ¿Qué es?
No sé si ustedes lo
han vivido alguna vez o si la Europa acomodada de finales del milenio desconoce
lo que puede ser la calle. Ese imán. Esa droga. Ese atracción
irresistible de hallarse en el lado salvaje de la vida. Afuera. No como los
demás, aquellos que tienen la vida resuelta. Aquellos que solo admiran al
forajido en las películas del Oeste, desde su sofá. Ser uno mismo aquel
forajido es un chute más fuerte que verlo en pantalla, créanme.
Recuerdo una tarde de
aquel verano de 1996, en el mayor teatro de Fortaleza, allí donde otras
noches se representaba el Lago de los Cisnes o Madame Butterfly. Aquella
tarde, sobre el escenario había unos adolescentes, niños y niñas. Escenificaban
su propia vida. La calle. Dormir en la acera. La prostitución. Los robos. La
violencia. El pegamento. Y al final, la muerte bajo los disparos de algún
policía.
Sin espacio es difícil
empezar, pero no es la cama lo que busca un niño que se ha colado por una
valla de Melilla, se ha agarrado a los bajos de un camión, ha estado a punto
de morirse aplastado en el ferry. Porque – y esto lo deberíamos tener claro
– si este niño viene a España, a solas, no es porque la vida en la calle en
Barcelona o en un centro de acogida en Madrid es materialmente mejor que la
que podría tener en Marruecos. Si lo fuera, si este fuera el objetivo,
ninguno se escaparía del centro.
No es la cama lo que busca un niño que se ha colado por una valla de
Melilla, se ha agarrado a los bajos de un camión, ha estado a punto de
morirse aplastado en el ferry
No sé si todavía hoy
en España existen niños que no solo sueñan con ser marineros y piratas sino
que además sueñan con serlo de verdad, o si la generación 'playstation' ha
trasferido todos sus sueños a la esfera digital. Claro, hoy ya no es tan
fácil enrolarse con quince años en un velero y dar la vuelta al mundo como
grumete. Ya no hay veleros. Para un chico de Tánger o Nador solo
quedan los bajos de los camiones. Y si fracasa, el pegamento.
Ay, el pegamento.
Quizás la más irreversible de las drogas. O eso me dijeron en Tashkent,
donde también había niños de la calle, aunque comparados con los de Brasil
eran de primera comunión. Pero una vez atrapados por los vapores del
diluyente, lo que se les diluía era el cerebro.
Digo niños de
la calle, porque es un nombre muy digno, el que emplea en Brasil
desde hace 35 años el Movimento Nacional de Meninos e Meninas de Rua, mucho
más digno que las siglas MENA (ya patentadas además por los anglófonos para
aquello de 'Africa del Norte y Oriente Próximo', 'Middle East and North
Africa'). Digo niños, sin añadir lo de niñas, porque parece que, a
diferencia de lo que ocurría en Brasil, en España casi todos son varones. Y
he dicho magrebíes porque parece ser que la gran mayoría son de origen
marroquí y en menor medida argelino. Al menos en Cataluña, donde un informe
de los Mossos analiza los datos de 5.622 menores no acompañados llegados
entre 2015 y 2018. También hay algún centenar de Gambia, Ghana y Guinea.
Llevamos meses de debates sobre los 'mena', pero no sabemos prácticamente
nada sobre ellos.
Es curioso: llevamos
meses de debates, pero no sabemos prácticamente nada sobre ellos. Los que
los utilizan para reclamar mano dura, expulsiones, España frente a
invasiones, desde luego no tienen interés en algo más que el cliché
de la ecuación inmigración = delincuencia. Los que devuelven la
pelota desde el tejado de enfrente también rehuyen el peligro de tener
información. En mis diarios habituales nunca se habla de un delito cometido
por estos adolescentes. Siempre son "delitos atribuidos a". Como si quizás
todo fuera maledicencia y el problema no existiera.
Jurídicamente puede
ser correcto. No existe delito sin sentencia judicial, y cuando son menores,
esta sentencia no puede ser pública (afortunadamente: suficiente trabajo le
ha costado a la humanidad reemplazar el linchamiento por la justicia como
para ahora cuestionar las garantías judiciales). Pero sería de ciegos negar
que tenemos un problema de delincuencia juvenil protagonizado por
inmigrantes marroquíes que han llegado a la Península a solas,
siendo niños o adolescentes.
El informe de los
Mossos le pone cifras. Un 18% de los 5.600 menores no acompañados tutelados
por la Generalitat ha cometido algún delito en los tres años estudiados. Es
decir, mil. Con una tasa de reincidencia de 4 delitos al año. Una media que
probablemente se desglose en muchos que han cometido solo un delito, no más,
y otros, quizás no más que unas decenas o un centenar de chavales, que han
convertido la delincuencia en hábito. Y que son los protagonistas de un
debate que hemos atrasado demasiado tiempo y que nos acaba de estallar en la
cara como un tomate podrido lanzado por Vox.
Porque el fenómeno no
es nuevo. Corría el año 1999 cuando yo podía observar a estos chavales – los
de una generación anterior – desde mi ventana en una calle de Lavapiés,
Madrid. A plena luz del día se abalanzaban, entre varios, a una chica que
caminaba por la calle, le arrebataban el bolso, salían corriendo. Llevaban
navaja. A mí nunca me miraron, a casi ningún vecino: sus víctimas
preferidas eran los inmigrantes chinos. Porque se decía que los
comerciantes chinos desconfiaban del sistema bancario español y solían
llevar todo su dinero encima.
Un buen día, la cosa
estalló. Llegaron a las manos chinos y marroquíes adultos. Alguien puso paz,
los comerciantes se sentaron a hablar –haz el negocio y no la guerra– y a
partir de ahí ya no hubo más crímenes, ni más chavales marroquíes por las
calles de Lavapiés. Habían desaparecido. Al año, un amigo me dijo adónde:
"Ahora están todos en Bilbao". Y yo solo esperaba que en Euskadi contaran
con asistentes sociales que hubiesen leído a Paulo Freire y supiesen cómo
tratar con niños de la calle.
Porque es posible,
claro que es posible. Son adolescentes, se comportan como los más
despiadados de los adultos, manejan navajas... pero no
dejan de ser niños. Con la misma necesidad de cariño que
cualquier niño. Aunque no la mostrarán. Aunque coloquen alrededor
de sus emociones una valla del tamaño de la de Melilla, y con más espinos.
Romper esta barrera es difícil. Hay quien sabe hacerlo. Con paciencia.
Las educadoras de
calle a las que acompañé unos días en Brasil sabían que no se puede
sacar a un niño de la calle de un día para otro. Hay que
acompañarlo, poco más. Recuerdo el día en que uno de estos chavales, no
tendría más de doce años, intentó robar en la calle a la propia psicóloga a
cuyos talleres acudía: en la sorda embriaguez del pegamento esnifado la
había confundido con una turista. Camufló el gesto al darse cuenta: el lazo
de respeto era inquebrantable. Porque los fuera de la ley también tienen una
ley, y hay que conocerla, entenderla, antes de ir cambiándola.
La prensa habla mucho
de los centros de acogida hacinados, de la falta de espacio, de los
condiciones de miseria en las que viven algunos de estos niños tuteladas –
vean Melilla:
hay mucho que hacer – pero en realidad esto es lo de menos. A un niño de
la calle no se le saca de su vida ofreciéndole una cama cómoda y una comida
en condiciones. Para eso es tarde. Porque ya tiene una vida propia y se
aferrará a ella, una comunidad de semejantes, orgullosos de estar fuera de
la ley, orgullosos de vivir sin cama y sin comida en condiciones. Orgullosos
de darle dos hostias en plena cara a todos aquellos que piensan que la vida
es pasar por el aro y plegarse a las normas. Yo no. Yo soy distinto.
El rap de los 'menas'
Ellos lo dicen mejor
que yo. Circula por internet y hasta en la prensa el llamado 'rap
de los menas'. Se canta en árabe magrebí de Tánger. Con un vídeo rodado
en Barcelona que incluye un atraco. Porque sí, porque esta es su vida.
"Estoy harto y
cansado, estoy hundido en pecado cometido contra los demás, cada día me
encontrarás robando en las Ramblas, maltratado e ilegal, me digo que voy a
tropezar, y amanezco hundido en la carcel, soy tangerino y así estoy hecho,
y por Dios no lo cambio.
En esta soledad... a
veces la cosa está tranquila, a veces está jodida, a veces robo, y a veces
no hay nada. Ni trabajo ni ocupación, en esta soledad no me quedo yo. Que te
jodan, fuck, no tengo miedo, de este encierro no saldré".
Cantar este rap es
el primer paso para salir del encierro.
Recuerdo una tarde de
aquel verano de 1996, en el mayor teatro de Fortaleza, allí donde otras
noches se representaba el Lago de los Cisnes o Madame Butterfly. Aquella
tarde, sobre el escenario había unos adolescentes, niños y niñas. Escenificaban
su propia vida. La calle. Dormir en la acera. La prostitución. Los robos. La
violencia. El pegamento. Y al final, la muerte bajo los disparos de algún
policía.
Al acabar la obra hubo
aplausos. Los actores y actrices saludaron. Se apagaron los focos. Y
aquellos actores y actrices de diez, doce, quince años volvieron a
la calle. A dormir en la acera. A la prostitución. A los robos. A
la violencia. Al pegamento. Y tal vez a la muerte bajo los disparos de algún
policía. Era su vida.
Pero al hacer esa obra
de teatro, creada – no escrita: la mayoría no sabía escribir –, dirigida e
interpretada por ellos mismos, habían dado un paso que quizás en el futuro
les permitiera dejar atrás tanto la obra como la vida que representaba.
Habían tomado distancia.
No me sorprendería
que el 'rap de los menas' haya contado con el apoyo de algún
educador de calle español. No lo sé. Nunca hemos visto en la prensa
qué piensan de la polémica los educadores, aquellos que conocen de primera
mano la vida de estos chavales. Imagino que no es por falta de ganas de
opinar, sino porque un trabajador de la función pública que trata con
menores debe mantenerse apartado de la prensa. Esto también es razonable.
Pero si ustedes
quieren saberlo, lean 'Capitanes de la arena' de Jorge Amado. Ahí está todo.
Estos críos de Salvador de Bahía son el reflejo exacto de lo que tenemos hoy
en Barcelona. Asaltan, roban, engañan, clavan navajas y sí, también violan.
En manada. Con quince años. Es su ley. Hasta que alguien se gana a su
capitán, a Pedro Bala, y los rebeldes sin causa ganan una causa más fuerte
que la calle.
En el Brasil de 1937
aún hubo causas. En la de 1996, la causa que asumieron muchos niños de la
calle al hacerse adultos era sacar a sus semejantes de este ciclo de
violencia. No sé cuál podría ser la de Barcelona y Madrid en 2019.
Solo tengo claro que no puede ser la de pelear más y mejor contra la banda
de enfrente. Porque esto es lo que pasó en el barrio madrileño de Hortaleza,
leo: un choque con una banda juvenil que no son ni 'menas', ni niños de la
calle, ni magrebíes, sino latinoamericanos. Chavales
que nadie ha usado como munición electoral, quizás porque la emigración
que a la derecha le encanta denigrar es la que permite hablar de invasión,
moros, islam y reconquista. Pero fueron los latinos los que asaltaron el
centro de acogida de los magrebíes con palos y piedras.
El eslabón más débil de la cadena es un asistente social desbordado por el
trabajo, sin capacidad de atender a todos
No sé ustedes, pero quizás
vaya siendo hora de dejar de usar las siglas mena como artillería pesada. Quizás
vaya incluso siendo hora de dejar de cuantificar el problema en números de
cama y metros cuadrados de centros y pensar en el factor humano. En que el
eslabón más débil de la cadena es un asistente social desbordado por el
trabajo, sin capacidad de atender a todos. Quizás sea hora de invertir, sin
reparar en gastos, en más, muchos más educadores formados en lo que
significa la calle. Esa droga, esa embriaguez, esa rebeldía sin causa que es
la calle. Educadores capaces de crear un red entre los propios
adolescentes que ponga freno a la violencia y busque una causa
mayor.
Nos vendría bien. No
solo porque de entre los chavales de dieciseis años que a lo largo del siglo
XX se han enrolado en un velero para dar la vuelta al mundo, vapuleados,
apaleados, machacados por los vapores del alcohol – entonces aún no existía
el pegamento, por fortuna – , náufragos de la vida, ha salido algún premio
Nobel de la Literatura. Que ya sería motivo.
Sino también porque lo que no
querremos es que la tarea de salvar a estos chavales de la calle y
ofrecerles una causa mayor, mucho mayor, se la adjudiquen los imames de las
mezquitas. Porque la causa que van vendiendo hoy día los imames ya
la conocemos. Y eso sí que no. Prefiero a los capitanes de la arena.
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