Eleazar Blandón envió esta foto a su hermana Ana desde el campo donde
trabajaba.
Madrid, 3 de agosto 2020
Eleazar
Benjamín Blandón Herrera murió el sábado de un golpe de calor tras
ser abandonado en un centro de salud de Lorca (Murcia). Lo llevaron
en una furgoneta, lo dejaron en la puerta y se marcharon. En la
plantación de sandías donde trabajaba se superaron ese día los 44 grados
y a Blandón, en pie desde las cinco de la mañana, no le daban ni agua
para refrescarse. No lo auxiliaron cuando comenzó a sentirse mal,
tampoco llamaron a una ambulancia y se demoraron hasta para dejarlo
tirado en el ambulatorio, cuenta su familia tras escuchar a algunos de
sus conocidos. Su hermana Ana recuerda desolada al teléfono la
frustración de un hombre que no podía permitirse dejar de trabajar, aun
en las condiciones más duras. “Un día me llamó llorando: ‘Aquí a uno le
humillan’, me dijo. ‘Me llaman burro, me gritan, me dicen que soy lento.
Te tiran el polvo en la cara cuando estás agachado. No estoy
acostumbrado a que me traten así’. Él y sus compañeros lloraban como
chiquitos de impotencia cuando volvían del campo”, cuenta.
Blandón, de 42 años, llegó a Bilbao en octubre del año pasado dejando en
Nicaragua a su esposa embarazada de tres meses y cuatro hijos. Su mujer,
Karen, apenas puede articular palabra, tampoco escribir mensajes. No se
lo cree. “Mi bebé no conoció a su papá”, escribe desde Jinotega, el
municipio en el que vivían. “Solo quiero que me hable y me diga que está
bien”.
La
familia está espantada ante la versión de los hechos que han ido
recopilando gracias a los testimonios de personas cercanas a Blandón.
Según Ana, cuando su hermano se desmayó en pleno campo la furgoneta con
la que los habían llevado a la explotación de sandías no estaba y
tuvieron que esperar. Nadie llamó a una ambulancia. “Cuando llegó la
furgoneta alguien dijo [no sabe especificar quién] que había que esperar
a que terminasen todos de trabajar para aprovechar el viaje. Los
subieron, dejaron a cada uno de los trabajadores y, por último, lo
dejaron a él. Lo tiraron en el centro de salud, ya desmayado”, relata.
“Su futuro, lleno de ilusiones, sueños, esperanzas para sus hijos, su
esposa y su madre, se vio truncado por personas que no tienen ningún
tipo de aprecio, valor y estima por las personas más necesitadas”,
escribe su hermana Karla desde Nicaragua.
El día
antes de morir, Luli Zenteno, la casera de Blandon lo vio limpiando en
el fregadero una botella de aceite. “¿Pero qué haces? ¡Así solo gastas
jabón!”, le dijo sin entender qué hacía. Blandon había sufrido otro
golpe de calor el jueves, tuvo mucha dificultad para respirar y se
desmayó, según han contado a EL PAÍS sus familiares y conocidos. Sin
dinero siquiera para comprarse una botella de agua, decidió reciclar la
que había en la cocina para llevársela al día siguiente a trabajar. “Le
di una botella mía para que la metiese en el congelador. Creo que el día
que murió fue el único día que pudo llevarse agua”, cuenta la casera con
rabia. “Era una bellísima persona, cocinaba para mí y sus compañeros
para compensar la ayuda que le dábamos porque no tenía ni para comer”,
solloza la mujer. “Los tratan como a perros”, exclama a continuación
entre improperios.
Una de
sus compañeras de tajo y compatriota, que no quiere que se publique su
nombre por miedo a perder su empleo, cuenta las
condiciones en las que trabajan en los campos murcianos. “Él me
contaba que donde trabajan cortando sandía a veces les tenían desde las
siete de la mañana hasta las seis de la tarde y lo único que ganaban
eran 30 euros. Dependía de los camiones que llenasen”, relata. “Cuando
trabajamos juntos cortando melón teníamos media hora para comer a las
diez de la mañana y otra hora de descanso de dos a tres de la tarde,
pero ese tiempo no lo cobrábamos. Ganábamos unos cinco euros la hora,
pero nos descontaban seis euros del transporte de la furgoneta. El
transporte siempre lo cobran”, asegura. “Eleazar lo pasaba mal porque
tenía un problema de espalda y me contaba que donde las sandías le
obligaban a trabajar agachado, no le dejaban arrodillarse. Tenían que
ser rápidos”.

Blandón no tenía papeles. Buscaba en España una vida
mejor para su familia, pero emigró para salvar la suya y la de sus
hijos. Se había involucrado en las manifestaciones
contra el régimen de Daniel Ortega y comenzó a recibir amenazas:
“Contrólate o pagarás con tus hijos”. Pidió ayuda a su hermana Ana, que
vivía en Almería, y tomó un vuelo a Bilbao. Allí pidió asilo, pero, con
el sistema saturado, no le convocaron para formalizar su solicitud hasta
meses después. Y
llegó la pandemia y todo se paró. Los solicitantes de asilo tienen
residencia legal en España hasta que se resuelva su caso y pueden
trabajar a los seis meses, pero Blandón, sin poder formalizar su
petición, se había quedado en un limbo: no podían expulsarle, pero no
podía emplearse de forma legal. Se mudó a Almería con su hermana y
trabajó clandestinamente repartiendo agua y, aunque lo intentó, no
consiguió una cita para poner en orden sus documentos. No le quedó
más remedio que someterse al trabajo precario y se mudó a Murcia donde
le dijeron que podría ganar algo de dinero y hasta regularizarse.
Investigación abierta
La
Guardia Civil detuvo el mismo sábado por la noche a un hombre
ecuatoriano de 50 años, acusado de un delito contra los derechos de los
trabajadores. Él, que según fuentes de la investigación tiene una
empresa de trabajo temporal, fue quien le ofreció el empleo, pero no era
el dueño de la finca. “Ese señor es solo un eslabón más de la cadena. La
responsabilidad no acaba en él y hay que buscarla tanto en los
manijeros, que estaban ese día con él, como en el dueño de la
explotación. Esa muerte podría haberse evitado”, mantiene Glenda García,
colaboradora de la Asociación Nicaraguita, que está estudiando
presentarse como acusación particular. “La investigación sigue abierta”,
afirma un portavoz de la Guardia Civil.
El
detenido, que ha quedado en libertad con cargos, no tiene buena fama
entre sus empleados, muchos de los cuales tienen miedo a hablar.
“Siempre nos daba los peores trabajos, los más duros. Allí además nunca
hay sombra. Estás en el puro campo pelado. Nunca entendí el trato que
nos daba”, cuenta un nicaragüense que trabajó para él. “Un día de mucho
calor necesitaba agua y me dijo: ‘Por mí muérete, ni familia mía eres’.
Yo lo tomaba como broma. ¿Quién va a querer que se le muera un ser
humano?”, cuestiona.
Las
hermanas batallan ahora por repatriar el cuerpo de Blandón y enterrarlo
en su pueblo, pero no tienen los casi 5.000 euros que puede costar la
operación. Su número de cuenta vuela ahora por los grupos de WhatsApp y
Facebook de nicaragüenses que se están movilizando para alentar a los
parientes. La muerte de este hombre trabajador, carismático, al que le
gustaba bailar ha revuelto las memorias de una familia que, como tantas
en Centroamérica, entregan su destino a la emigración. Aún lloraban la
muerte del padre de Blandón cuando recibieron la noticia. El patriarca
se marchó a Texas y falleció hace tres años en idénticas circunstancias
mientras trabajaba en la construcción. El último mensaje que tienen de
él, decía: “Se me derrite hasta la suela de los zapatos”.