Siguen sin existir
medidas de prevención, protección, atención y reparación
eficientes y eficaces para los menores y también para
sus madres, que son figuras claves de apego y de cuidado
Violeta Assiego
29 de
septiembre de 2020
No sé cuántos
de ustedes, siendo niños, siendo niñas, han temblado
de miedo. No sé si, de ser así, en aquel
momento encontraron consuelo, si alguien les abrazó,
les dijo que no pasaba nada, logró calmarles y,
efectivamente, así fue, no pasó nada. De ser así,
tuvieron la fortuna de encontrar a su lado adultos
protectores que les aseguraron final feliz a un
momento de pánico. Sin embargo, muchas veces,
demasiadas, no hay finales felices para los miedos,
la ansiedad, el susto que hacen temblar a millones y
millones de niños, niñas y adolescentes. También en
nuestro país.
Si los datos sirvieran de algo más que para ofrecer
titulares a los medios de comunicación, las cifras
que reproducen sin mucha pasión porque afectan a la
infancia y a la adolescencia, deberían cambiar el
rumbo de las políticas, pero sobre todo de las
decisiones administrativas y resoluciones judiciales
que afectan directamente a la integridad física,
sexual y emocional de niñas, niños y adolescentes.
En cambio, nada cambia a pesar de los datos, los
relatos y el temblor de miles de pequeños y no tan
pequeños, menores todos de edad, cuando les
desahucian de sus hogares por la fuerza, cuando les
escupen insultos por lo que sienten, cómo son o de
dónde vienen, cuando durante el estado de alarma y
los confinamientos tienen que convivir con el lobo
feroz, cuando desconocen cómo gestionar todo lo que
sienten o viven y son señalados en la escuela para
medicarlos después por hiperactividad...
La última Macroencuesta de
Violencia contra la Mujer (presentada hace pocas
semanas) señala, entre otras cosas, cómo las
violencias machistas impactan en la vida de millones
de menores de 18 años en España. En concreto dice
que más de 1,6 millones de niños están viviendo en
hogares con violencia machista. A pesar de la
cifra, siguen sin existir medidas de prevención,
protección, atención y reparación eficientes
y eficaces para ellos y, también, para sus madres
que son figuras claves de apego y de cuidado.
Un ejemplo claro, doloroso, de esta falta de
protección se observa en cómo los juzgados y
tribunales siguen supeditando el interés superior
del menor a una creencia patriarcal de
que a un hombre, que es padre, no se
le puede restringir el derecho de ver sus hijos,
aunque haya evidencias o esté condenado por el uso
que hace de la violencia contra la madre de sus
hijos. Violencia de la que, por otro lado, son
testigos al producirse en sus hogares (el 89,6% de
las mujeres que han sufrido violencia física, sexual
o emocional por parte de su pareja tenía hijos
menores a su cargo), cuando no la sufren
directamente en sus cuerpos (el 51,7% de las mujeres
que han sufrido violencia, afirma que sus hijos e
hijas también sufrieron violencia a manos de la
pareja agresora). La realidad y las cifras requieren
criterios claros y homogéneos, ahora que estamos con
esto de la COVID-19 ya hemos visto lo importante que
es tenerlos cuando se trata de cuestiones de vida o
muerte.
En 2015, se supone que el Tribunal Supremo fijó
doctrina jurisprudencial sobre el régimen de visitas
del progenitor condenado por maltrato en el ámbito
doméstico. Estableció la posibilidad de que el
tribunal pudiera suspenderlo cuando el hombre haya
sido condenado por maltratar a su cónyuge y a otro
de sus hijos "valorando los factores de riesgo
existentes". Instaba el alto tribunal a que en estos
casos predominase la cautela al ser el riesgo más
que evidente en el caso de un menor con escasas
posibilidades de defensa.
Un avance doctrinal insuficiente al solo incorporar
de manera enunciativa los derechos de la infancia,
pero no establecer categóricamente la necesidad de
que estos primen no como cautela sino exigencia.
Esta vaguedad de la doctrina jurisprudencial en la
determinación de los regímenes de protección hace
que en los juzgados de violencia sobre la mujer se
sigan teniendo graves problemas de interpretación a
la hora de velar por el interés del menor cuando se
trata de fijar el régimen de visitas del progenitor
no custodio acusado por maltrato, pero también de
los ya condenados. De hecho, en los últimos años el
porcentaje de suspensiones de las visitas en
situaciones de malos tratos no supera el 3%.
El último caso, sobrecogedor, no puede ser más
gráfico ni llegar más hondo (otro más). Lo ha sacado
a la luz el periódico Levante al informar de que ha
tenido que ser la propia Policía Local de Paterna la
que ha frenado la visita de un niño a su
padre maltratador: "el niño llegó a la comisaría
«temblando», por lo que los agentes no dudaron en
impedir que el menor fuera entregado a su abuelo
paterno para su traslado a la prisión turolense,
donde el padre cumple una condena de siete años y
medio por malos tratos a la madre".
La jueza de Violencia sobre la Mujer de Torrent,
titular del Juzgado de Instrucción número 1, no solo
no ha integrado en su resolución la doctrina del
Supremo (que le va como anillo al dedo). Tampoco ha
tenido presente las recomendaciones del Consejo
General del Poder Judicial o del Defensor del
Pueblo. Ni siquiera se percibe que esté atenta (algo
que le sería exigible por el grado de
especialización del juzgado del que es titular a
cómo afectan los regímenes de visitas a los hijos de
hombres maltratadores.
Valora la jueza que es bueno "reactivar la relación
del niño con su padre", es el derecho del condenado.
Esto a pesar de que, entre otras acciones violentas
del maltratador hacia la madre del niño, este "le
pateó la barriga estando embarazada de ese niño". No
ve la jueza que haya riesgo de daño físico para el
menor puesto que a él no lo ha golpeado (señala).
Pasa por alto la Ley de 2015 a la hora de analizar
el interés superior de un menor como principio
rector en la toma de decisiones que afectan a su
vida e integridad (física, emocional y sexual).
Trata al niño como un objeto al que el padre tiene
derecho a ver, en vez de como un sujeto de derechos
que ha sido víctima de la violencia de ese hombre
con la agravante del vinculo que les une.
No sé si cabe plantear la posibilidad de que la
propia jueza esté incurriendo en una de las formas
de violencia contra la infancia que detalla la
observación número 13 del Comité de los Derechos del
Niño: la violencia institucional. A mi juicio se
acerca mucho. Cuando las instituciones encargadas de
garantizar la protección del niño no aplican
adecuadamente las leyes y reglamentos o cuando los
profesionales que ejercen en ellas sus
responsabilidades no tienen en cuenta el interés
superior del niño, están vulnerándose sus derechos,
se está cometiendo violencia contra él.
En consecuencia, si realmente se quiere cambiar de
paradigma en la promoción del buen trato hacia la
infancia y luchar contra las violencias que sufren,
quizá sea momento de que la Administración
competente y la Fiscalía de Menores valoren si
estamos ante un nuevo caso de violencia
institucional contra la infancia ejercida por una
instancia judicial. Si no se hace es porque todavía
el sistema de Justicia está anclado en un modelo en
el que mujeres y niños son feudo del pater
familias. Un modelo patriarcal.