Aitor Sáez
Chihuahua,
México, 23 de enero 2021
—¿Cuántos años tienes?
—No sabe. No sabe.
Marisa desconoce su edad,
debe tener unos seis o siete años. Ante la pregunta
se encoge de hombros y frunce el ceño cegada por los
tempraneros rayos de sol, sin dejar de agarrar
chiles y arrojarlos a la cubeta. Sus maltratadas
uñas le dificultan arrancar de cuajo el tallo. Sus
manos, resecas, se arrugan como los dos jalapeños
que apenas puede sostener, insensibles ante los
constantes rasguños. Marisa ni parpadea.
Varios surcos adelante, su
madre llena el primer balde del día. Aplasta los
chiles hasta rebosarlo y así amortizar los viajes
hasta el saco donde se los contabilizarán: 20, 40 o
100 pasos cargando al hombro nueve kilos, 11 pesos
(unos 50 céntimos de euro), dos horas de trabajo. Un
significativo trayecto en estas plantaciones de
Camargo, en el desértico norte de México.
—¿Trae a su hija para que
le ayude?
—No, nada más me la traigo
para que no esté allá en el rancho —responde
Josefina, de 30 años, refiriéndose a la granja del
patrón, donde viven.
—¿Por qué? ¿Hay riesgo?
—Sí, porque hay mucha
gente.
La gorra de Josefina
resulta un lujo para quienes deben cubrirse del
inclemente sol con pañuelo y capucha. Carmela, de 12
años, afirma que viene al cultivo para colaborar con
su familia, pero por decisión propia. Empezó la
temporada pasada y se enorgullece de haber ahorrado
para comprarse unos guantes. Un hombre y su hijo de
12 años se apresuran en sorber su caldo en los 15
minutos de descanso. “Un sueldo solo no alcanza”,
justifica Barragán la presencia del menor.
Estos jornaleros ganan de
150 a 250 pesos (de 6 a 10 euros) diarios, según si
trabajan de ocho a doce horas. Las 60 espaldas del
sembradío tan solo alzan la vista para vaciar uno de
los 20 cubos que, como mínimo, deben cosechar para
que les rinda el jornal.

Cada año
llegan unos 30.000 campesinos migrantes para la
pizca, donde se valora más su baja estatura y manos
pequeñas. Pincha en la imagen para ver la
fotogalería completa.Aitor
Saez
Se han detectado 623
menores de edad —211 por debajo de los 15 años— en
campos agrícolas de Chihuahua desde 2018 gracias a
493 inspecciones, según datos de la Secretaría
estatal del Trabajo (STPS). El trabajo
infantil aumentó un 8% respecto al ejercicio
anterior, cuando murieron al menos 15 chicos en esos
latifundios. El pasado septiembre una niña de seis
años fue arrollada por un autocar en una granja de
Camargo mientras sus padres pizcaban chile.
“¡No hay justicia!”, grita
uno de los varones a lo lejos. Su hijo de tres años
murió la noche del 17 de septiembre, embestido por
un conductor ebrio que se dio a la fuga. “Lo
atropellaron y no hicieron nada”, gimotea con rabia
Juan, quien ni siquiera ha tenido el tiempo de velar
a su pequeño. Tan solo faltó a la colecta el día de
su entierro. Cada mañana madruga para apiñarse en la
camioneta del patrón junto al mayor de sus hijos, de
12 años. Por las tardes, vaga por numerosas oficinas
para encontrar respuesta. La Policía le da largas
sobre el caso y todavía no han detenido al culpable,
fácilmente identificable en una localidad de unos
50.000 habitantes.
Rarámuri, parias en tierras ajenas
La mayoría de los
jornaleros en el centro-sur de Chihuahua provienen
de la sierra Tarahumara,
al oeste. Los rarámuris solían sustentarse del maíz
y frijol que sembraban en las escarpadas montañas,
pero las sequías acabaron con sus cosechas. Otros se
vieron forzados a abandonar sus hogares por las
arremetidas del crimen organizado que controla la
tala ilegal de árboles, la siembra de amapola,
marihuana y la minería en esos lindes del Triángulo
Dorado, feudo insondable de narcotraficantes.
—¿Por qué viniste?
—Porque no hay empleo, no
hay lluvias —contesta un joven, uno de los pocos que
no enmudece al preguntarle por la violencia, aunque
sin dar su nombre.
—¿Por el crimen también?
¿Está fuerte en la sierra?
—Sí, está fuerte —responde
con la cabeza agachada.
Los rarámuri, pies ligeros en su lengua, son
reconocidos por correr largas distancias en
sandalias. Pero de poco sirve en esas tierras. Cada
año llegan unos 30.000 campesinos migrantes para la
pizca, donde se valora más su baja estatura y manos
pequeñas. Eso explica, según expertos, la mayor
presencia de menores en recolecciones de chile y
tomate que en otros productos de la zona, como la
nuez.
La histórica pobreza y
abusos contra este pueblo originario, de unos
120.000 miembros, ha provocado desde hace décadas
una diáspora por todo el país. Jamás se promovió su
integración y es habitual verlos mendigando en las
calles de las principales ciudades y destinos
turísticos. Unicef indicó en 2013 que cerca de la
mitad de las familias temporeras en México que
tienen a hijos menores trabajando son indígenas; y
que estos niños y niñas aportan un 41% de los
ingresos del hogar.
Los peligros del campo
Las coloridas faldas de las
rarámuri tiñen el árido paisaje. Una radio alienta
la monotonía con baladas y rancheras. Daisy, de tres
años, juega con una cubeta vacía al lado de su
madre. Una muchacha de unos nueve años pasea en
cochecito a su hermano bebé. Otros brincan entre los
matojos o se sientan junto a las ruedas de las
camionetas en busca de la única sombra que ofrece la
estepa. Muchos de los atropellos de menores se
producen por el descuido de arrancar sin revisar.
Pero también se han registrado muertes por las
excesivas temperaturas. En
mayo de 2018 una niña rarámuri falleció en Camargo
por deshidratación tras un golpe de calor.
“Se nos ha convertido en un problema por las
familias que traen niños menores de 15 años.
No los quieren en el campo”, se queja
Alejandro Chávez sobre las inspecciones de
las autoridades estatales
El dueño de los sembradíos
se recuesta en una de las todoterreno, repleta de
botellas de agua que se racionan escrupulosamente.
“Se nos ha convertido en un problema por las
familias que traen niños menores de 15 años. No los
quieren en el campo”, se queja Alejandro Chávez
sobre las inspecciones de las autoridades estatales.
En este far west mexicano todavía se
normaliza el trabajo infantil, o que los niños
deambulen bajo el sol durante largas jornadas.
Una de las normas escritas
en el muro de entrada a su rancho, El Altar, prohíbe
el ingreso de niños y mujeres embarazadas con
intenciones de trabajar. Chávez explica que, las
veces que ha tratado de negar el acceso a las madres
con menores, todo el grupo de jornaleros ha
rechazado trabajar en señal de protesta. “Batallamos
porque la gente no quiere venir a los campos si no
trae a toda la familia. No hay guarderías, no tienen
dónde dejarlos —explica el cacique—. Desconfían de
dejar a sus hijos a otras personas”.
La única aula móvil para esta población
queda a 36 kilómetros y la fija más cercana,
a 250. Una mujer del pueblo los cuida por 50
pesos al día, una cuarta parte de su mísero
jornal, un precio caritativo imposible de
asumir
En Camargo, las autoridades
localizaron el pasado año a 24 menores rarámuri
laborando en campos agrícolas y tan solo a 18 en la
escuela. La única aula móvil para esta población
queda a 36 kilómetros y el aula fija más cercana, a
250. Una mujer del pueblo los cuida por 50 pesos al
día, una cuarta parte de su mísero jornal, un precio
caritativo imposible de asumir.
“Ganan dependiendo de las ganas que pongan”
Chávez asegura que “ganan
dependiendo de lo que trabajen, de las ganas que le
pongan”. Es propietario, junto a sus hermanos, de
150 hectáreas de chile y otras tantas de nogal. La
superficie se pierde en el horizonte hasta topar con
la silueta de la cordillera. Al año ingresan más de
medio millón de euros.
“No hay libertad para estos jornaleros. No
les permiten salir del albergue, les cobran
ilegalmente por los traslados”, dice Ana
Luisa Herrera, titular Secretaría del
Trabajo de Chihuahua
Varios hombres mestizos
aguardan en las cuatro pick-ups donde
transportan a los trabajadores. Son los jefes de
cuadrilla, encargados del reclutamiento y logística
de la mano de obra. La parte trasera de los
vehículos sirve de abarrotes, donde venden
comestibles a sus empleados. El almuerzo —un insulso
caldo de patata—, el refresco y un paquete de chips
o galletas para que los niños se entretengan, cuesta
alrededor de 100 pesos (cuatro euros): un cuarto, un
tercio o la mitad de su jornal, según el
rendimiento, como diría el patrón.
Esclavitud moderna
El Departamento
de Asuntos Laborales Internacionales de Estados
Unidos incluye al chile de nuevo en su última
lista de alimentos producidos con trabajo infantil y
forzado, localizado sobre todo en pequeñas y
medianas de esas plantaciones en Chihuahua, Jalisco
y San Luís Potosí. “Algunos trabajadores enfrentan
un creciente endeudamiento con las tiendas de la
empresa, que a menudo inflan los precios, lo que les
obliga a comprar provisiones a crédito y limita su
capacidad de abandonar las granjas”, arroja el
reciente informe.
Asimismo, expone que “les
mienten sobre la naturaleza del trabajo, salarios,
horas y condiciones de vida (…) Una vez en las
granjas, algunos trabajan hasta 15 horas al día bajo
amenaza de despido y reciben un mínimo sueldo o
ningún pago. Algunos trabajadores son amenazados o
maltratados físicamente por abandonar sus trabajos”.
Se estima que en México hay 341.000 víctimas de
esclavitud moderna, según el último Índice
Mundial de Esclavitud.

Daisy, de
tres años, y su madre Macrina, de 21, recogen chile.
La mayoría de jornaleros en los campos de chile de
Chihuahua son rarámuri que tuvieron que abandonar la
Sierra Tarahumara debido a la sequía y al crimen
organizado. Sus tierras se ubican en el llamado
Triángulo Dorado, feudo del narcotráfico dedicado a
la tala ilegal y a la siembra de amapola y
marihuana. Pincha en la imagen para ver la
fotogalería completa. Aitor
Saez
“No hay libertad para estos
jornaleros. Hemos detectado casos en que los enganchadores (intermediarios)
no les permiten salir del albergue, les descuentan
el alojamiento, les retrasan el pago o les cobran
ilegalmente por los traslados”, indica la titular de
la Secretaría de Trabajo y Previsión Social (STPS)
de Chihuahua, Ana Luisa Herrera, quien en 2018
lideró la creación de la Comisión Interinstitucional
para la Prevención
y Erradicación del Trabajo Infantil y la Protección
de Adolescentes Trabajadores en Edad Permitida
(CITI), integrada por 17 dependencias
gubernamentales. Una vehemencia a la altura de la
gravedad del problema en una entidad con más de
42.000 menores empleados en actividades no
permitidas, pero alejada de resultados plausibles.
Lo imprescindible es un traductor. Sin
entender, no pueden acceder a ningún
derecho” Marina Morga, activista
Pese a que el Gobierno
chihuahuense anunció un Programa de Atención a
Jornaleros Migrantes (Projam), este carece de
presupuesto propio. En 2018 se destinaron cerca de 27
millones de pesos (1,1 millones de euros) en
atención a personas jornaleras, y en el último
ejercicio los recursos se desplomaron a unos
4,3 millones de pesos (170.000 euros).
“¡No nos pagan!”, denuncia
un joven lo suficientemente tenue para que los
enganchadores no lo escuchen. Su coraje se esfuma al
ser preguntado. Le puede el temor a cualquier
represalia del patrón:
—¿Cómo que no les pagan?
—No, no, todo está bien
aquí.
Invisibles y excluidos
Las monosilábicas
conversaciones con los rarámuri se estancan en algún
punto. La mayoría hablan un castellano limitado,
nunca lo necesitaron en la inhóspita serranía donde
tampoco había escuelas. “Lo imprescindible, de
entrada, es un traductor. Sin poderse comunicar, no
pueden acceder a ningún derecho”, reclama la
activista local Marina Morga sobre el primer eslabón
de una cadena de discriminaciones.
Hace una década que apoya a
los desplazados con los trámites de una burocracia
jeroglífica que les haría perder valiosas jornadas
de cosecha. “Vienen sin dinero y mientras encuentran
trabajo viven en la calle. Los vemos durmiendo
tirados, pero no sabemos que llevan mucho tiempo en
el municipio. Malviven fuera del sistema, nadie les
hace caso”, añade.
Nos han asaltado hombres con armas largas
para frenar la inspección ranchos
Marco Gaytán,
jefe de inspección
En julio del pasado año
Chihuahua albergó la 16ª Convención Mundial del
Chile. En su inauguración, el gobernador Javier
Corral presumió de Camargo como “la capital mundial
del chile chipotle” utilizado para salsas. Su
administración gastó
1.681.314 de pesos (unos 70.000 euros) en
publicidad oficial para el evento, más de una cuarta
parte del rubro dedicado a jornaleros migrantes en
todo el pasado año.
Vivienda infrahumana
Entretanto, sigue sin haber
una oficina de asuntos indígenas. Tampoco un
albergue para jornaleros, como tampoco existe en la
mitad de los 13 distritos agrícolas del centro-sur
de Chihuahua. Algunos productores, muy pocos, han
construido barracones en sus fincas para brindar un
techo a sus trabajadores.
En el rancho La Liebre,
propiedad de los hermanos Chávez, se encuentran
algunas de las estancias mejor acomodadas en el
campo camarguense, al menos gratuitas y con paredes
de hormigón. Alfonso Silva vive junto a su esposa y
sus dos hijas en 16 metros cuadrados. Las moscas y
el hedor colman el habitáculo, pero al joven se le
hace un buen lugar para vivir: “Hay agua, espacio,
baño junto (comunal)”, que comparten con el medio
centenar de jornaleros. Alfonso trabaja en el secado
y ahumado del chile chipotle, un puesto privilegiado
respecto al de pizcador que le permitió comprar un
fogón y una nevera.
El hacinamiento empeora en
las últimas estancias construidas. “Pues hay muy
poco espacio. Una pareja no más, creo cabe en el
cuarto (…) Sí hay agua, pero no hay luz”, murmura
Guadalupe Carrillo. Colocó unos palés y plásticos
afuera para ampliar su cuartucho de tres por tres
donde habita con su marido y su hijo de un año. En
el exterior cocina con hoguera y adentro amontona un
par de maletas y ropa.

Guadalupe
Carrillo llegó de la sierra el pasado año junto a su
marido y bebé. Viven en un cuarto de nueve metros
cuadrados. Para ganar espacio ha colocado unos palés
y lonas afuera para utilizar el exterior de cocina.
Pincha en la imagen para ver la fotogalería
completa.Aitor
Saez
Un enjambre de jejenes ―un
diminuto mosquito de picadura muy irritante― hurga
en los ojos del bebé para comerse sus legañas. Su
nariz tapada de mocos secos hasta la boca hace
pensar que ese pequeño está enfermo. La joven madre
se extraña al preguntarle si alguna doctora ha
examinado a su hijo. “Los trabajadores se encuentran
en viviendas hacinadas e insalubres sin acceso a
agua potable, letrinas, electricidad y atención
médica”, subraya el informe estadounidense.
En la finca de enfrente las
barracas apenas llegan a chabolas de tablones y
lonas. El dueño de Godea Agroindustrial niega el
acceso a este medio, aunque las deplorables
condiciones se observan desde la carretera. En otra
hacienda a 10 kilómetros murió en septiembre una
bebé rarámuri por una broncoaspiración socorrida con
mucha demora. Dos años atrás, en ese mismo Rancho
Santa Clara, fallecieron dos jóvenes por descargas
eléctricas en diferentes momentos de un mismo día.
Cuando en 2018 la
Secretaría de Trabajo (STPS) lanzó la primera ronda
de inspecciones sorpresa, detectaron un promedio de
tres menores en cada campo. Desde entonces la
mayoría de los productores ha optado por poner
guardias en la entrada de sus ranchos, o bien, dar
aviso al crimen organizado.
Cuando en 2018 la Secretaría de Trabajo
(STPS) lanzó la primera ronda de
inspecciones sorpresa, detectaron un
promedio de tres menores en cada campo
“En Camargo, hasta en dos
ocasiones han acudido un par de camionetas cargadas
de hombres con armas largas para frenar la revisión
y obligar a retirarnos. En otras partes de Chihuahua
nos han interceptado y bloqueado el paso. Hay
comunidades imposibles de monitorear, de muy difícil
acceso geográfico y de seguridad”, señala Marco
Antonio Gaytán, jefe de esas inspecciones, que se
efectúan con el acompañamiento de elementos de la
Policía estatal.
Nula penalización
En sus tres años de
funcionamiento, la STPS ha abierto 38 procesos
condenatorios que se canalizaron a la Fiscalía
General de la República (FGR) para su sanción como
delito penal. Sin embargo, ningún caso ha llegado a
sentencia. El máximo órgano de justicia del país
revela a este medio que no fue posible avanzar en
las investigaciones por “deficiencias de origen en
las actas de las visitas de inspección”. Por su
parte, el ente de asuntos laborales de Chihuahua
insiste en que nunca recibieron dicha comunicación.

Las manos de
Marisa, la niña que nunca ha celebrado su
cumpleaños. De unos cinco o seis años, no sabe cuál
es su edad. Su madre, Josefina, asegura que trae a
la pequeña al campo por los riesgos que correría si
la deja sola en el rancho del patrón, donde viven.
Marisa recoge chiles como cualquier adulto. Pincha
en la imagen para ver la fotogalería completa.Aitor
Saez
Tan solo se han impuesto
dos multas de unos 17.000 y 20.000 euros, todavía en
plazo para interponer recursos. Se trata de las
cantidades más elevadas que prevé la ley, aunque
apenas representa alrededor del 3% de las ganancias
anuales de un latifundista mediano, como por ejemplo
los hermanos Chávez.
“Al Gobierno le corresponde
reforzar la supervisión y los albergues. Hay un
rezago en cuanto a los derechos de esos niños
jornaleros y a las condiciones en las que viven,
muchas veces infrahumanas”, reconoce el presidente
de la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH),
Néstor Armendáriz. El anacronismo se extiende a todo
el país, donde cerca de un millón de menores se
dedican a actividades del sector primario. En 2017,
había en México más
de 3,2 millones de niños y niñas empleados —más
de la mitad en ocupaciones peligrosas—, un 11% de
esa población. Aun así, algo por debajo del promedio
en Latinoamérica.
—¿Te duelen las manitas?
—No.
—¿Cuánto llevas trabajando
aquí? ¿Quieres estar aquí?
—No sabe.
Marisa tampoco sabe cuánto
tiempo ha pasado ni qué hora es, pero ya son las
cuatro de la tarde. Diez sofocantes horas
arrodillada, pizcando unos 400 chiles, cinco baldes,
50 pesos (dos euros). Es octubre, está por terminar
esa cosecha y en breve arrancará la temporada
nogalera en la región. Sus manos enchiladas,
agrietadas, donde el campo esculpió toda su crueldad
hasta robarles el tacto, mañana se tiznarán
ennegrecidas por la cáscara de las nueces. Así
pasarán incalculables kilos de frutos, de millones
de dólares y severos soles, hasta que algún día
Marisa pueda comprarse unos guantes. La niña, de
unos seis o siete años, solo sabe que en este
desierto mexicano la vida se mide en cubos de
jalapeños.
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