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Las dificultades en el relato de las personas que
sufrimos abusos siendo menores
El tener que repetir en múltiples ocasiones y ante
diferentes entrevistadores la misma historia puede desvirtuar el relato de
los abusos a menores, introducir aparentes contradicciones que afecten a la
validez de la prueba
Miguel Ángel Hurtado -
Psiquiatra y víctima de un cura pederasta cuando tenía 16 años

Imagen de archivo:
Pintadas con acusaciones de pedofilia en una pared de la parroquia San
Juan María Vianney de Granada, donde oficiaba misa el padre Román,
absuelto en el Caso de los Romanones. EFE
La reciente sentencia
absolutoria del caso Romanones ha reabierto el debate en nuestro país sobre cómo
debe responder la Justicia, las instituciones que trabajan con niños y la
sociedad ante las acusaciones de abusos sexuales a menores. Se da la desgraciada
circunstancia que los delitos de pederastia son al mismo tiempo muy frecuentes y
muy difíciles de probar. Suelen ser cometidos por personas del entorno de
confianza de la victima, su modus
operandi se basa en la manipulación emocional y no en la fuerza física, no
suele haber testigos directos del crimen y muy frecuentemente no hay evidencia
forense concluyente.
Los jueces
se suelen encontrar con que tienen que tomar su decisión basándose
principalmente en el testimonio totalmente contradictorio de las dos partes
enfrentadas y decidir cuál relato les merece mayor credibilidad. Los
anglosajones suelen describir este complejo escenario como he
said, she said (él dijo,
ella dijo).
Al mismo
tiempo una sentencia equivocada, tanto a favor como en contra del acusado,
puede tener consecuencias devastadoras para la parte perjudicada. Si el
acusado es culpable, un pederasta queda en la calle con la posibilidad de
cometer nuevos crímenes. Si el acusado no lo es, se ha cometido una grave
injusticia, mandando a un inocente a prisión y al mismo tiempo imponiéndole
un terrible estigma social.
Si les soy
sincero, no me gustaría estar en esa endiablada posición, por eso admiro
profundamente a los jueces que con profesionalidad y rigor intentan hacer lo
mejor que pueden su trabajo, frecuentemente con escasos medios y excesiva
carga de trabajo. Pero también pienso, que hay una serie de medidas, que se
podrían tomar desde distintos ámbitos que podrían facilitar su labor.
Teniendo en
cuenta que en muchas ocasiones la principal prueba inculpatoria recae en el
testimonio de la víctima, se tendrían que hacer todos los esfuerzos posibles
para evitar la contaminación externa de su relato. Es ampliamente conocido
que las pruebas forenses como el ADN tienen que ser cuidadosamente
analizadas para evitar su contaminación, que la convertiría en no valida
judicialmente. Menos sabido es que la memoria traumática de la víctima
también puede ser contaminada por elementos externos como el número y el
tipo de preguntas formuladas por su entorno. El tener que repetir en
múltiples ocasiones y ante diferentes entrevistadores la misma historia
(policía, médico forense, fiscal, juez) puede desvirtuar el relato e
introducir aparentes contradicciones que afecten innecesariamente a la
validez de la prueba. Por ese motivo, para aumentar la fiabilidad de su
testimonio se tendría que intentar reducir al máximo el número de veces que
la víctima tiene que testificar ante estamentos judiciales.
El abuso
sexual infantil es una experiencia profundamente traumática para la víctima.
Este efecto traumático, afecta de forma significativa tanto a su
comportamiento posterior a la agresión sexual como a su memoria del crimen.
Para el lego en la materia, puede ser muy difícil comprender comportamientos
aparentemente incongruentes de la víctima que, sin embargo, son
estadísticamente muy frecuentes, como mantener contacto con su abusador
después de la agresión sexual; no denunciar los hechos inmediatamente o no
contar todos los detalles de la agresión en un primer momento sino irlo
haciendo progresivamente a lo largo de diferentes entrevistas.
También
suele ser frecuente que la víctima no recuerde con claridad todos los
detalles específicos de la agresión, sino que tenga memorias fragmentadas y
lagunas mentales producto del trauma. Por este motivo es muy importante que
los tribunales tengan acceso a peritos independientes que les ayuden a
entender tanto las reacciones típicas de las víctimas de delitos sexuales,
como la diferente forma en que las experiencias traumáticas son procesadas
por la memoria. De lo contrario puede ser muy difícil interpretar de forma
válida el relato de la víctima.
Desgraciadamente en nuestro país aún sigue vigente la ley del silencio en
los casos de pederastia. Eso hace que muchas veces tanto el entorno de la
víctima como las instituciones que trabajen con menores no colaboren con la
justicia en el esclarecimiento de los hechos. Casos como el obispo de
Granada, que se negó hasta en ocho ocasiones a entregar la investigaciones
canónica del padre Román al juez de instrucción, deben dejar de producirse.
Todo ciudadano de bien debe comunicar a la justicia cualquier información
que tenga, por pequeña que sea, que pueda ayudar al esclarecimiento de un
delito. Muchas veces, en los casos de pederastia, una buena investigación se
basa en construir un caso sólido a partir de informaciones aisladas que por
si solas puede parecer que no tienen mucha importancia, pero como las piezas
de un puzzle solo adquieren sentido cuando son valoradas en su conjunto.
Por último
hay que recordar que aunque las acusaciones falsas por violación son
minoritarias (estudios científicos sugieren que entre el 5-10% de denuncias
por violación son denuncias falsas) un gran número de casos terminaran en
absolución por la dificultad de demostrar el delito y por el alto estándar
probatorio. Como suelen explicar los juristas, in
dubio pro reo; es mejor que cien culpables queden absueltos que un
inocente vaya a prisión.
Pero no debe haber ningún impedimento para que una vez que se ha dictado
sentencia, la institución donde ha trabajado el acusado abra una
investigación interna y, si encuentra pruebas suficientes, comience un
proceso disciplinario que pueda llevar incluso a la expulsión del acusado.
En un país civilizado, quien decide quién va a la cárcel y por cuánto tiempo
siempre debe ser un juez. Pero quien decide si hay que expulsar a un
sacerdote por pederastia es el obispo. Por tanto, una vez que los tribunales
han hablado, la pelota pasa ahora al tejado del obispo de Granada.
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