
El Adarve
El blog de Miguel Ángel Santos Guerra
El cachete del señor Calatayud

1 Abril, 2017
Comparto algunos
planteamientos de los que hace en sus conferencias y escritos el juez Emilio
Calatayud. Otros no, como se verá. Sé que su discurso, en general, es aplaudido
por un sector de las familias que claman por una actitud más dura y exigente en
la educación de los hijos y las hijas. “Los padres no pueden ser amigos de sus
hijos porque, si lo fueran, les dejarían huérfanos”, dice el juez entre las
aclamaciones de quienes piden mano dura. Sé que hay una corriente de justa
preocupación ante la insolencia creciente de algunos chicos y el maltrato a sus
progenitores. Ahí está, como seria advertencia, el segundo libro de Javier Urra,
titulado “El pequeño dictador crece”, después del éxito, medido en numerosas
ediciones, de “El pequeño dictador”.
Hace unos
días leí en la prensa un titular que reproducía una frase del juez Calatayud
pronunciada, al parecer, en una conferencia impartida en A Coruña (1) :
“Un cachete no es maltrato si se da en el momento justo y con la intensidad
adecuada”. Digo “al parecer” porque sé los peligros que encierran estas
frases sacadas de contexto y manejadas por los periodistas para captar la
atención del lector.
No comparto
ni la letra ni la música de la frase. Por varias razones. La primera es que
la intensidad del cachete no tiene un medidor muy objetivo que digamos salvo
la cara o la cabeza del niño. Y es probable que será siempre considerada
excesiva por parte de quien lo recibe. Si es un cachete, un buen cachete,
duele. Que para eso se da. Lo de la intensidad adecuada queda a expensas de
la valoración exclusiva de quien da el cachete. Ese hecho encierra un enorme
peligro.
La palabra
cachete es un poco tramposa. Porque una cosa es un cachete y otra una
bofetada o un sopapo o un tortazo. La palabra cachete es más amable, más
benigna. Pero, en el momento de soltarla, ¿puede asegurar quien la da si es
un cachete o un bofetón? He conocido cachetes que han reventado el tímpano
de un chico. Y, ahora, ¿qué hacemos?
Se pone
otra condición referida al momento justo. Y ese es un segundo argumento
contra la idea de propinar cachetes. Porque es el que lo da quien de forma
unilateral decide si es el momento oportuno. Y porque ese momento en el que
se da no es precisamente un momento de calma y sosiego sino de crispación.
En un momentos de irritación o de rabia no es fácil discernir con acierto.
Se suelta el golpe y punto.
El tercer
problema es el motivo. ¿Por qué se hace merecedor el niño o la niña de un
cachete? ¿Qué es lo que ha hecho o lo que ha dejado de hacer? Porque la gama
de los malos comportamientos es muy amplia y tiene blancos y negros, pero
tiene muchos grises. Si el supuesto motivo es fruto de una mala
interpretación, ¿cómo se retira el golpe dado?
En cuarto
lugar hay que preguntarse qué es lo que se pretende con el cachete. Se
supone que extinguir un mal comportamiento. ¿Se consigue? Porque el problema
es que el niño aprenda a evitar el golpe, no a evitar la mala acción. Y
entonces lo que procurará es que no le vean hacerlo mal.
En quinto
lugar, y no es una cuestión menor, me preocupan los efectos secundarios.
Puede que el castigo sea inhibitorio del mal comportamiento pero a, veces,
produce un fuerte rechazo, una agresividad latente o manifiesta. La
violencia física tiene efectos secundarios muy dañinos. Hay numerosos
estudios que lo demuestran.
Habrá que
reconocer que el cachete no se programa, que casi siempre es el fruto de la
impotencia y el descontrol. Se dice que el cachete se da por el bien del
niño y que le duele más al que lo da que al que lo recibe. Que el amor es lo
que permite el golpe. Es decir, que el cariño es lo que corrige. Pues si es
así, evitemos el cachete.
Por otra
parte, ¿cuántos cachetes? ¿Solo uno? ¿cada cuánto tiempo? Si el niño
reacciona mal ante el primero hay que seguir insistiendo hasta que
reaccione.? ¿Hasta llegar a la paliza?
Se me dirá
que es cuestión de sentido común, que no hay que exagerar. Creo que la tesis
que planteo está más próxima al sentido común, a la lógica, a la ética, al
respeto. En aras del respeto a la dignidad del niño habría que evitar
cualquier maltrato físico. Y el cachete, lo es. Aquí está mi discrepancia
básica con el señor Calatayud.
Hay quien
argumenta que a él sus padres le zurraron la badana de lo lindo y no ha
tenido ningún trauma. Pues qué suerte. Porque pudo tenerlo. Y, en cualquier
caso, no creo que agradezca los cachetes como si de regalos se hubiera
tratado.
Nadie dirá:
si me pegan es porque me quieren, es porque les importo. No. Lo que se dirá,
con más probabilidad, es lo siguiente: si me pegan es que están equivocados
en la forma de corregirme. Y no digo que no tengan que corregirse los malos
comportamientos, no digo que no haya que imponer límites a los niños y las
niñas. No digo que puedan hacer lo que les de la gana en cada momento.
Repito: no. Pero hay otros medios de conseguir lo que se pretende. Dialogar,
reprender, explicar, exigir, dar ejemplo.
Ya sé que
no todos los niños son iguales. Algunos prefieren una intervención más
rápida ante un desliz, incluido un cachete, y otros prefieren un sermón,
aunque sea largo. El hijo de una amigo mío, me decía que, movido por todo lo
que había leído sobre el castigo, trataba de razonar con su hijo pequeño. En
una ocasión que el niño había hecho una trastada, el padre le llamó con
vehemencia. Y el, niño con los brazos cruzados delante de la cabeza, dijo:
– ¡Papá,
razonar no; razonar, no!
No me gusta
que los niños consideren normal que les den un azote o un cachete. No es que
no sea bueno un cachete, es que el radicalmente malo. No creo que la
educación británica haya retrocedido ni un milímetro después de haber
acabado con la legalidad de los golpes. ¿Por qué resulta extraño pensar que
se corrige a un adulto de esta forma?
Entre la
permisividad y el autoritarismo está el lugar de la educación. En aras de
esa educación debemos ser exigentes, pero no crueles, debemos poner límites
pero no causar daños, debemos tener firmeza pero dando muestras persistentes
de amor y de respeto. Me gusta el libro de José Antonio Marina titulado “La
recuperación de la autoridad. Crítica de la educación permisiva y de la
educación autoritaria”. No es buena la ley del péndulo, ni en etapas, ni en
días, ni en momentos sucesivos, ni entre los dos miembros de la pareja.
Ahora disciplina férrea y luego permisividad absoluta. Ahora sobreprotección
sin límites y luego abandono completo. Con uno cachetes severos y con otro
sonrisas complacientes. Mejor la coherencia, la ecuanimidad, el sosiego y el
amor.
No a los
cachetes, pues. De cualquier intensidad. En un mínimo descuido el cachete se
ha convertido en una bofetada. No es solo por eso: en sí mismos constituyen
un método desafortunado de intervención educativa. Cachete educativo es una
contradicción flagrante.
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Nota de Prodeni:
(1) Esa fórmula la repite en cada una de sus conferencias
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