
https://www.lavozdegalicia.es/noticia/galicia/2019/01/24/dia-entre-llore-lloramos/00031548356740987675462.htm
«El día que entré, lloré. Todos lloramos»
Un joven que estuvo primero en régimen cerrado y
ahora en semiabierto, cuenta cómo es la vida en un centro de menores
«El día que entré, lloré. Todos lloramos» Vítor
Mejuto
María Cedrón
redacción 28/01/2019
El portón que da al aparcamiento del centro de
menores Concepción Arenal, en A Coruña, emite ese sonido chirriante que
producen las puertas metálicas. A la izquierda, en la entrada principal, un
guardia de seguridad apunta los datos de las visitas. Dentro conviven
chavales a los que un juez les ha impuesto medidas de internamiento en
régimen cerrado con otros que están en régimen semiabierto, cuando pueden
salir a estudiar o trabajar, y abierto, que son los que solo van a dormir. Hay
plazas para 35 menores, chicos y chicas. Ahora están en un 80 % de ocupación.
Para algunos, los que cumplen medidas de régimen
cerrado -en Galicia suponen un 1,4 % (10 en el 2017) del total-
ese portal de metal es la frontera entre la libertad y un lugar que les
brinda una oportunidad para reconducir su vida.
El día que David cruzó ese portón, lloró. Usa ese
nombre ficticio para proteger su identidad y para sincerarse: «El día que
entré, lloré. Todos lloramos. Cuando te encuentras solo en la habitación es
cuando por fin te das cuenta de lo que has hecho. Te arrepientes. Yo me
arrepentí».
Tras cruzar el portalón, estuvo tres meses en régimen
cerrado. Ahora está en semiabierto. Los chicos y chicas que están en un
centro de menores como este son constantemente evaluados. El mismo juez que
dictó sentencia los va a ver periódicamente. Y puede modificar la medida
aplicada conforme sea su evolución. Porque, como explica Iñaki Mariño,
coordinador xeral de la Fundación Camiña Social, que también gestiona este
centro dependiente de la Consellería de Política Social, «rla
problemática de cada uno se trata de forma individualizada
y multidisciplinar. Los que están en régimen cerrado tiene aquí
profesores que pone la Consellería de Educación» y, como apunta el director
del centro, Javier Álvarez, sus resultados escolares son buenos. «No hay
absentismo escolar, tienen un régimen de vida ordenado, estructurado. No
consumen al apartarlos del ambiente que podría empujarlos a ello, algo que
estando fuera sería más complicado», dice.
Un
joven que estuvo primero en régimen cerrado y ahora en semiabierto cuenta
cómo es la vida en un centro de menores
David no leía cuando llegó. «Ahora me gusta mucho.
Estoy leyendo Momentos estelares de la humanidad. Y también soy
capaz de hablar con la gente y saber qué decir», dice. Además de estudiar,
va al taller de panadería y hace deporte fuera. «Me gusta cocinar y, de
hecho, me gustaría dedicarme a la hostelería, cocinar», comenta. David habla
desde el salón de Ortegal. Además de un cabo, es el nombre de uno de los
tres hogares de desarrollo personal que hay en el centro. Cuando un chaval
llega está en lo que llaman hogar de observación, un espacio en el que los
educadores observan las necesidades que pueden tener para darles respuesta.
Luego pasan a vivir a uno de los otros hogares.
La sala en la que está David, en Ortegal, recuerda un
poco a la sala común de un internado. En la pared de zona de comedor está
colgado el menú semanal. También hay turnos para ayudar a poner la mesa e
indicaciones sobre la alimentación que pueden tomar algunos de los chicos.
Porque aprender hábitos saludables forma parte también de esa labor de
reeducación que marca la ley. Hasta aprenden cómo aprovechar el tiempo de
ocio. Y nadie les quita la play. Tienen una libre de juegos violentos. David
no juega mucho. Prefiere otras cosas: «Juegos de mesa, ver una película o
charlar con los amigos o con algún educador». Porque algo que ha aprendido
dentro es a dialogar.
El perfil del adolescente que comete un delito
abarca todos los estratos sociales
Cuando se piensa en el perfil del adolescente que
acaba en un centro de menores, hay que huir de los tópicos porque abarca
todos los estratos sociales. «Hace dieciocho años -recuerda Iñaki
Mariño- abundaban los casos de menores que procedían de familias con
carencias o que venían de determinados barrios, ahora no. Ahora aquí
hay críos de ambientes totalmente estructurados, de familias normalizadas
donde no existe ningún tipo de carencia. Lo que ocurre es que esos
menores han cometido un hecho punitivo con una consecuencia penal». Con las
familias también se trabaja dentro de ese plan individualizado que se lleva
a cabo en coordinación con la Fiscalía, el juzgado y la Xunta.
No toleran la frustración
Lo que también ha variado, producto quizá de un
paulatino cambio social, son los delitos que cometen. Más allá de los de
hurto, robo o lesón, los relacionados con la violencia doméstica están a la
orden del día. Aunque no hay ningún estudio que detalle las razones de la
irrupción de los casos de violencia familiar, es verdad que los menores
están cada vez menos acostumbrados a afrontar la frustración. ¿Por qué?
Puede que porque «los padres están menos con sus hijos, los chavales no
tienen unas normas claras porque sus padres son más permisivos. Quieren todo
ya, de una forma inmediata...», cuentan Javier e Iñaki.
En el centro una de las cosas que aprenden es,
precisamente, a tener unas normas. A ordenar su vida y, como cuenta David, a
saber qué hacer cuando estas fuera. Cuando te pasa algo conoces a quién
llamar o qué hacer. En definitiva, dejan de estar «despistados».
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