Mari Ángeles
recuerda que su madre adoptiva la ataba a un pozo, la bañaba en agua fría,
que raramente la llevaba al colegio, y la obligaba a comer con animales
Su madre
"adoptiva" es la única persona que a día de hoy le inspira
odio: "No la puedo ver ni en pintura, no me importaría que no
estuviera en este mundo"
Mari Ángeles
tiene ahora 19 años, un novio en un pueblo cercano, cientos de anécdotas
y una inclinación espontánea hacia los seres que sufren
La primera
vez que Mari Ángeles llamó "mamá" a María fue para pedir
auxilio. Se había subido a una pila de sacos de la que luego temió
bajar
"En los
cumpleaños te ponían una tarta, iban los profesores y los compañeros,
te la comías, y ya está; eran cumpleaños que no eran cumpleaños",
recuerda.
La niña de Benamaurel ya no es
una niña. Pero tal vez nunca lo fue. En sus primeros años de vida fue
vendida y maltratada. Se llamó Ágata, Rocío y María de los Ángeles, según
el hogar de turno. Entró y salió de distintos colegios. Se la disputaron
tres familias y otras tantas veces cambió de centro de protección d
menores. Con 12 años se sublevó contra el tribunal que le ordenaba
regresar al hogar donde la habían aterrorizado. Tras una enorme movilización
popular, logró quedarse con la pareja de Benamaurel (Granada) que le había
dado la estabilidad que le faltaba. Se salió con la suya, aunque a efectos
legales siguió vinculada a unos apellidos que odia, y que sólo ahora, tras
una decisión judicial, podrá quitar del DNI. "No quiero nada de mi
segunda madre, ni sus apellidos, no quiero saber nada de ella ni de mi madre
verdadera", dice. Por fin, María de los Ángeles Martínez Pozo se
sentirá a gusto con su identidad, aunque haya tenido que esperar 19 años y
afrontar un desgarro tras otro. Tantos, que aún le siguen pasando factura y
que ella, ahora, cuenta por primera vez.
María de los Ángeles era un bebé de
seis meses cuando fue vendida por su madre, toxicómana, a Manuela Ruiz y
Bernardo Medina, un matrimonio de Bormujos (Sevilla). "Yo escrituré a
la niña en un millón de pesetas [6.000 euros]", llegaría a soltar
Manuela Ruiz para esgrimir sus derechos años más tarde, mientras dos
familias litigaban por la menor. El bebé bautizado como Ágata pasó a
llamarse María de los Ángeles Medina Ruiz el 7 de agosto de 1987, cuando
un juez confirmó la adopción. Aunque la madre biológica y los adoptantes
estuvieron en el punto de mira de la policía y de la justicia por las
posibles irregularidades, las investigaciones nunca arrojaron nada
definitivo. Así que el primer desgarro no dejó huella en la memoria de la
niña, pero tener conciencia del mismo al cabo de los años debió de
resultar demoledor. "Si mi madre verdadera se hubiera estado quietecita
no me habría pasado nada", reprocha ahora.
En el infierno
de Bormujos
En Bormujos, María de los Ángeles
recuerda que Manuela Ruiz la ataba a un pozo, la bañaba en agua fría para
ahorrar gas, la arrastraba por la calle, nunca la llevaba al médico y
raramente al colegio, le tiraba de los pelos y ocasionalmente le obligaba a
comer en un establo junto con cabras y vacas.
No recuerda un solo beso, pero sí múltiples
palizas. Fue su propio padre adoptivo, Bernardo Medina, quien denunció a su
esposa por maltratar a la pequeña cuando todavía no había cumplido los
tres años. Por lo demás, las agresiones hacia la menor eran notorias y públicas
en el pueblo, igual que las broncas entre la pareja. Pese a ello, un juzgado
sevillano, con el beneplácito de la fiscalía, archivó la causa, dado que
Bernardo no ratificó la denuncia.
Manuela es la única persona que a día
de hoy le inspira odio. "No la puedo ver ni en pintura, no me importaría
que no estuviera en este mundo". De hecho, su penúltima pelea con la
justicia perseguía eliminar el vínculo residual con aquellos días
tenebrosos: los apellidos Medina Ruiz.
Consiguió quitárselos mediante un
auto judicial el pasado 5 de junio, pero ha tenido que alcanzar la mayoría
de edad para librarse de la filiación que le atormentaba. Vista su odisea
vital, la doble identidad que ha barajado en la última década -Medina Ruiz
en el DNI y demás documentos, y Martínez Pozo en el colegio y el padrón
municipal- resulta casi irrisoria.
En el infierno de Bormujos residió
hasta 1992, cuando por fin la Consejería de Asuntos Sociales, encargada de
la protección de menores, declaró el desamparo de la niña, que ya
entonces había cumplido seis años, y la trasladó a un centro, donde
pasaba parte de las horas arrinconada al fondo de su cama.
La frenética competición de horrores
de la pequeña pareció frenarse el 11 de junio de 1993, cuando la Junta de
Andalucía la entregó a una pareja de Dos Hermanas (Sevilla) en régimen de
acogimiento familiar. La mujer, enfermera en un hospital, logró que la
explorasen con detenimiento, además de contratar a una psicóloga clínica,
experta en tratamiento de la infancia. María de los Ángeles, que pasó a
ser llamada Rocío, sufría anemia y alergia; manifestaciones de pánico y
temor cuando alguien se le acercaba, y una "falta absoluta de atención
para la ejecución de tareas elementales". La psicóloga constató
también que carecía de "nociones básicas" de lectura y
escritura, "pobreza de vocablos" y signos "alarmantes"
de ansiedad. Sin embargo, en Dos Hermanas comenzó a normalizarse; se
escolarizó, aprendió a patinar y a montar en bici. "Ana y José me
trataban bien; jugaba al voleibol y hacía gimnasia rítmica. No sé por qué
me sacaron de allí".
Porque un juzgado anuló, por defectos
formales, el desamparo tramitado por la Junta y ordenó el regreso de la
pequeña con Manuela y Bernardo, sus padres adoptivos, a pesar de que había
constancia de los malos tratos. La niña se derrumbó. Hasta cinco sobres de
Tranxilium necesitaba cada día para mitigar su ansiedad. "No quería
volver a mi hogar primitivo, ni siquiera soportaba imaginarlo", revive.
Se forzó un encuentro en un centro comercial de Sevilla con su madre
adoptiva, vigilado por la policía y que acabó como el rosario de la
aurora. "Me acuerdo de que Manuela me daba besos y yo me limpiaba la
cara". Ante la imposibilidad de devolverla a Bormujos, el lugar donde
la habían vejado, ingresó en el centro de menores de Marchena (Sevilla) el
9 de abril de 1996. Tenía nueve años.
María de los Ángeles desanduvo el
camino hacia la normalización. Manuela, la mujer que la había maltratado,
la visitaba con frecuencia con pasteles. Pero también acudía la familia de
Dos Hermanas, que aún confiaba en recuperarla hasta que recibieron la orden
de suspender los encuentros.
Ana y José trataron más tarde de
prolongar el contacto con ella cuando ya se había instalado en Benamaurel,
hasta que un día Manuel, su nuevo acogedor, les dijo: "Sólo hay una
Mari Ángeles y no podemos partirla".
En el centro se hizo de "los
malos". "Una compañera me rompió la nariz. O te volvías de
ellos, o te trataban fatal, iban a por los débiles", rememora.
"No te tratan bien, no tienes cariño. En los cumpleaños te ponían
una tarta, iban los profesores y los compañeros, te la comías, y ya está;
eran cumpleaños que no eran cumpleaños", recuerda. Por esta época,
su caso saltó a la prensa, lo que empujó a la asociación de defensa de la
infancia Prodeni a denunciar a los padres adoptivos por malos tratos con la
intención de liberarla definitivamente de aquel siniestro lazo.
Hasta aquí, el archivo gráfico de
María de los Ángeles es un agujero negro. Su álbum no conserva ningún
retrato del bebé Ágata, ni por supuesto del espanto de Bormujos, ni de
aquellos cumpleaños que no eran cumpleaños en los centros de menores. Sólo
guarda una imagen de su estancia en Dos Hermanas, cuando atendía por Rocío.
En realidad, su álbum y su vida comienzan a la par, a los nueve años,
cuando conoció a María Pozo Amador y Manuel Martínez Argente, dos
emigrantes granadinos retornados tras unos años en Francia. "El primer
día me pidió que la subiera a caballito", rememora el padre. Y allí
están, en una instantánea: el hombre con la niña a horcajadas sobre su
espalda. Y en otra, captada la misma tarde, la pequeña posa junto a la señora
que se convertirá en su madre con los brazos encogidos en una actitud
simiesca. El matrimonio seleccionado por la Administración para acogerla
por segunda vez residía en Benamaurel, se había resignado a no tener hijos
y se había embarcado en el programa de adopción por una carambola de última
hora.
Eligieron a María de los Ángeles a
sabiendas de su traumático historial o tal vez por ello. María dijo sí
sin dudar, Manuel se lo pensó un día. "Yo tuve la sensación de que
era mía nada más verla, supongo que como cuando las mujeres se quedan
embarazadas", rememora la madre. A los 10 años, María de los Ángeles
llegó a Benamaurel, una localidad agrícola de menos de 2.500 habitantes
situada al norte de Granada. "Hecha un animalillo salvaje, sin poder
leer ni escribir, era un juguete roto, como dice ella", describe María.
Se ocultaba bajo las mesas, apenas sabía hablar y sufría constantes
pesadillas que la obligaban a dormir agarrada de la mano de su acogedora. En
el colegio público Amancia Burgos, donde fue escolarizada, observaron que
padecía "graves trastornos psicológicos" y "severo retraso
escolar". "Todo ello producido por su inseguridad afectiva en
relación con su historia pasada", concluyeron en un informe.
La primera vez que llamó "mamá"
a María fue para pedir auxilio. Se había subido a una pila de sacos de la
que luego temió bajar. "¡Mamá, que no puedo bajar de aquí!",
gritó. María se emocionó. "Nos habían aconsejado que no le pidiéramos
que nos llamará mamá ni papá". Pero no tardó en hacerlo. "Pensé
que por lo menos iba a estar a gusto con una familia", revive ahora en
el salón de su casa.
Benamaurel se
echa a la calle
Pero el 18 de septiembre de 1998, la
Audiencia de Sevilla revocó el desamparo y decretó que debía regresar con
sus padres "legales", Manuela y Bernardo. Otra vez el pasado. María
de los Ángeles comenzó a comerse las uñas, a comer compulsivamente, a
tener conductas desordenadas, a desinteresarse en el colegio, a implorar a
su nueva familia que impidiera la devolución. Porque en 1998, María de los
Ángeles Medina Ruiz tenía 12 años y una segunda oportunidad en la casa de
aquel matrimonio dispuesto a empeñar fuerzas y patrimonio para que, al
menos por una vez, se cumpliese la voluntad de aquella niña tan cargada de
desgracias. La batalla iniciada por María y Manuel recibió el respaldo de
sus vecinos de Benamaurel, que se echaron a la calle en contra del retorno,
y de la asociación de derechos del niño Prodeni, que encabezó la ofensiva
judicial. Por fin, María de los Ángeles no estaba sola.
La niña de Benamaurel ganó.
En 2002, el Tribunal Constitucional anuló la sentencia que la obligaba a
retornar con sus padres adoptivos. El alto tribunal consagró el derecho de
los menores a ser escuchados. "Fue un precedente para casos
posteriores", recuerda el abogado que llevó el caso y presidente de
Prodeni, Juan Pedro Oliver. El kafkiano litigio, que causó broncas insólitas
en la judicatura, fue aireado por la prensa, que ocasionalmente desembarcaba
en Benamaurel a la caza de la criatura. Sin éxito, porque un cordón de
complicidad protegía a la menor allá donde fuera. En una ocasión, era el
director del colegio quien la ocultaba con una manta y se la llevaba a
hurtadillas a casa en su coche. En otra, los compañeros de clase la
camuflaban bajo montones de abrigos para sustraerla de la mirada de los
reporteros.
María de los Ángeles tiene ahora 19
años, un novio en un pueblo cercano, cientos de anécdotas como las
anteriores y una inclinación espontánea hacia los seres que sufren. Se
preocupa por los perros abandonados que vagabundean por el parque y tiene
como mascota a una cobaya, Pedrito, que adquirió en una tienda
porque estaba famélica y herida. Su empatía con el dolor ajeno está a
flor de piel: recién llegada al pueblo se hizo amiga del alma de Melisa,
que sufría una enfermedad crónica y degenerativa, de la que fallecería más
tarde.
La ex niña de Benamaurel nunca
ha recobrado el tiempo perdido. Ha sido incapaz de concluir el graduado
escolar, aunque confía en hacerlo más adelante. También sueña con
sacarse el carné de conducir, encontrar un empleo y conocer a sus hermanos
biológicos, si es que existen. Porque nadie se lo ha contado. Todo lo que
conoce de sus orígenes lo ha averiguado en los tribunales y en la televisión.
Una reclamación
de un millón por "maltrato institucional"
MARÍA DE LOS ÁNGELES presentó el
pasado 3 de abril ante la Consejería para la Igualdad y el Bienestar
Social una reclamación de un millón de euros por los "daños psicológicos
y morales" que sufrió durante su infancia "como consecuencia
del maltrato institucional infligido" por parte del Servicio de
Atención al Niño.
"He pedido ese dinero para
poder vivir y tener un futuro, no me van a arreglar el daño que me han
hecho, pero van a arreglar mi vida", plantea. Sostiene que la Junta
de Andalucía, que debería haberla protegido, la desatendió. Una sensación
que corroboran sus padres de acogida, que ahora podrán convertirse en sus
padres adoptivos: "Nunca vinieron a ver la casa ni hicieron un
seguimiento para ver si estaba a gusto o no".
Su abogado, Juan Pedro Oliver,
distingue entre la responsabilidad judicial y la administrativa: "La
justicia falló con una resolución, pero que nunca se cumplió y que fue
anulada por el Constitucional, por lo que consideramos que de los traumas
es responsable la Administración, que la llevó de centro en centro, hizo
mal el desamparo y no se preocupó de hacer el seguimiento". El
letrado rechaza que la reclamación esté alentada por la reciente
sentencia que condena a la Junta a indemnizar con 1,7 millones de euros a
una mujer a la que retiró sus dos hijos. "La teníamos en mente
mucho antes, pero queríamos esperar a que fuera mayor de edad para
presentarla por sí misma". En el informe psicológico que se adjunta
en el expediente se achaca el problema que padece a una privación que le
ha impedido obtener "un correcto desarrollo a nivel emocional,
afectivo y escolar".
"No he tenido las mismas
oportunidades de desarrollo personal, escolar y laboral que si hubiera
crecido en un ambiente normal", indica en el escrito. "El mismo
fracaso escolar sería resultado de un déficit cultural de partida, una
tardía y no supervisada escolarización", agrega. Una de las
secuelas citadas es su dificultad para enfrentarse a la vida cotidiana de
forma independiente, que la obliga a "una supervisión constante para
la toma de decisiones".
Casi 33.000
menores bajo la protección de las comunidades
CASI 33.000 MENORES estaban bajo la
tutela de las comunidades autónomas. Son niños y adolescentes apartados
de sus hogares biológicos porque se encuentran en situación de riesgo.
Pero no todos los desamparos tienen la misma urgencia o responden a la
misma gravedad. Hay situaciones de desamparo que son de ida y vuelta, por
ejemplo, cuando la familia puede sobreponerse a las circunstancias que
causan la retirada del niño. Y son estos casos los que a menudo derivan
en litigios que se prolongan durante varios años sobre el futuro del
menor, en los que se enzarzan los padres biológicos, la administración
que decretó el desamparo y, si los hay, la familia de acogida.
"Para un niño o una niña, un
año es mucho tiempo y dos años puede ser, según la edad del niño, la
mitad o la tercera parte de su infancia. Ojalá que las decisiones
definitivas sobre un caso de desamparo pudieran tomarse en menos de un año,
pero ahora mismo es una utopía que requeriría modificaciones
legislativas", lamenta el catedrático de Psicología Evolutiva de la
Universidad de Sevilla, Jesús Palacios. Los tiempos del menor, añade,
"corren más deprisa". Prolongar la incertidumbre sobre su
futuro genera "sentimientos de indefensión y desconfianza". En
su opinión, 18 meses debería ser el periodo máximo de un procedimiento
de esta naturaleza. El juez de Familia Francisco Serrano, que intervino en
el caso de Benamaurel, va incluso más allá. Considera que la
"urgencia" debería limitar estos asuntos a seis meses. Serrano
ha propuesto al Ministerio de Justicia una reforma sobre el tema de
protección de menores que, entre otros aspectos, plantea acortar tiempos.