A Daniel Awuley se le ve algo más preocupado
esta semana que en otros días. Son jornadas de reuniones, de
procurar encontrar planes efectivos para el futuro, de
intentar no dejar a nadie fuera de ellos. “Vienen de todas
las partes de Ghana, sobre todo de las regiones más pobres,
en el norte del país. Vienen porque aquí, en Accra, la
capital, lo tienen más fácil para hacer negocio, para ganar
algo de dinero”, explica. Awuley es director de Chance
for Children, una ONG local dedicada a la protección de
la infancia, y habla de los niños que viven en las calles de
la ciudad, de los que no tienen casa, de los que aprovechan
para pasar las noches en los mercados locales cuando los
comerciantes echan el cierre de sus negocios. “Creo que, en
las próximas semanas, pueden enfrentarse a una situación
realmente complicada”, afirma.
El coronavirus se ha colado en Ghana de forma más que
inequívoca (el país ya ha informado de más de 1.100 casos
positivos y casi una decena de muertes por covid-19, hasta
el 23 de abril, aunque las cifras quedan anticuadas con una
periodicidad diaria), y las
medidas para intentar frenar el contagio se han sucedido
en las últimas semanas: prohibición de entrada a ciudadanos
de países con más de 200 casos confirmados primero,
cuarentena obligada a todos los visitantes después, orden de
cerrar colegios, iglesias y universidades, prohibición de
funerales, congresos y conferencias, cierre de fronteras y
desinfección de los principales mercados y, por último,
confinamiento de las ciudades que concentran un mayor número
de población. Pese a ello, el presidente del país,
Akufo-Addo, que prometió también un
plan especial para luchar contra los efectos de la pandemia para
el que destinaría 100 millones de dólares, levantó el
confinamiento el pasado lunes, 20 de abril, y afirmó que
esta medida ayudaría a un mejor rastreo de los casos
positivos de la enfermedad.
“Los niños que viven en la calle van a verse
muy expuestos. Algunos ya nos han dicho que tienen miedo por
lo que escuchan y que piensan en volver a sus lugares de
origen, aunque muchos no saben si va a poder ser posible”,
prosigue Awuley, quien teme que un confinamiento como el que
se ha vivido en el país durante tres semanas, similar al que
se vive en la mayoría de los países donde el nuevo
coronavirus hace estragos, se convierta en un arma de doble
filo para todos estos menores. Por un lado, los peligros
propios de vivir sin cobijo, continuamente expuestos a la
enfermedad. Por otro, su imposibilidad de ganar dinero: la
mayoría se dedica a vender agua, galletas o comestibles por
las calles, un negocio que desaparece cuando el Gobierno
obliga a la gente a no salir de casa como
ya hicieron otras naciones africanas, como Sudáfrica,
Ruanda o Zimbabue. “Trabajan en el denominado sector
informal y, definitivamente, van a sufrir mucho sin
posibilidad siquiera de ganar algo de dinero”, resume
Awuley.
Chance for Children tiene tres centros
repartidos en varias ciudades de Ghana y, en ellos, atiende
diariamente a unos 100 niños de la calle. Este número, sin
embargo, no refleja la magnitud del problema. Según
el informe Estado Mundial de la Infancia de Unicef, en
2016 Ghana contaba con unos 95.000 niños huérfanos y esta,
la orfandad, es una de las principales razones que llevan a
los niños a vivir en la calle. La ONG que dirige Awuley
calcula que, en Ghana, puede haber alrededor de 100.000
niños que vivían en las calles de su país antes de la
pandemia, cifra
que ha sido corroborada por diferentes medios. Es un
fenómeno que, en realidad, se repite con demasiada
frecuencia a lo largo y ancho del planeta: distintas
estimaciones de las Naciones Unidas indican que el
número de menores en el mundo que no tienen hogar y que
hacen de los mercados o chabolas improvisadas su casa se
eleva por encima de los 150 millones.
Uno de los aspectos que puede invitar al
optimismo es que, en los países donde la pandemia causa más
muertes, las víctimas menores de 19 años son casi
insignificantes, y Ghana, como otras naciones del África
subsahariana, presenta
una pirámide de población bastante joven: casi el 40% de
los ciudadanos ghaneses, un país con algo más de 28 millones
de habitantes, tiene menos de 15 años. La edad media del
continente, como
recordaron Bill y Melinda Gates recientemente en una
carta hecha pública desde su fundación, roza los 18 años,
aunque este hecho no les salva de una posible enfermedad ni
tampoco de sus consecuencias indirectas más inmediatas.
Condenados a trabajar
Dice Totsa Totsa que él ignora cuántos años
tiene, que le resulta imposible saberlo. Cree que son 10,
que cumplirá 11 el verano que viene, aunque puede que sean
alguno más. “Antes de estudiar aquí, me pasé unos tres años
vendiendo jabón por las calles en Ho, la capital de la
región Volta. Yo vivía con mi madre en un pueblo, pero ella
me mandó con una señora a la ciudad para que ganara algo de
dinero haciendo esto”, recuerda. La que cuenta el pequeño es
una estampa común en las calles de Ho, de Accra y de otras
muchas capitales ghanesas y africanas. “Después de este
tiempo, mi madre decidió que me viniera con una parienta
suya aquí, a Tema, y fue esta familiar la que decidió que yo
viniera al colegio”, afirma.
Totsa habla un par días antes de la orden de
cerrar las escuelas sentado en un pupitre del Dominic
Savio Center, de la organización italiana Comunitá
della Missione di Don Bosco, colaborada de las Misiones
Salesianas, un centro situado en un humilde barrio de la
localidad de Tema New Town y destinado a proporcionar
escolarización a una veintena de chavales al año. Los que
acuden a este centro son niños que abandonaron la escuela a
edades tempranas, que viven situaciones económicas difíciles
en su ámbito familiar y que, a menudo, han tenido que
trabajar con anterioridad. Niños, en definitivas, que
engrosan esas estadísticas de las que nadie quiere formar
parte, tampoco en Ghana. Casi el 24% de la población en esta
nación vivía bajo el umbral de la pobreza en 2017 (guarismo
que se disparaba hasta el 39,5% en zonas rurales), y el 8%
de los ghaneses lo hacían en la pobreza extrema, según
datos de Unicef.
Pero las nuevas medidas contra el coronavirus
han mandado a los niños a casa, un remedio que en un
ambiente familiar tan empobrecido, de tanta escasez, puede
hipotecar el futuro de miles de menores. “Te voy a dar un
ejemplo: nosotros cerramos la escuela dos meses, de julio a
octubre, que empiezan las clases, y muchos de los pequeños
se ponen a mendigar. Es algo relativamente común en esta
zona; como no tienen nada que hacer, los chavales piden y
consiguen dinero para ayudar a su familia”, explica Moira
Nardoni, coordinadora del proyecto salesiano en Tema. “Esto
no es como en los países de Europa, que los alumnos pueden
hacer deberes desde casa durante el confinamiento. Aquí, si
no pueden ir a la escuela, se ponen a hacer otras cosas, no
tareas escolares”, afirma Nardoni.
Lo cierto es que Ghana enfrenta un problema
de trabajo infantil e incluso esclavitud de considerables
dimensiones que pueden verse agravadas por las consecuencias
del coronavirus. Diferentes
fuentes indican que alrededor de 50.000 niños trabajaban
solo en el Lago Volta (el embalse con mayor superficie del
mundo con unos 8.500 kilómetros cuadrados), una de las zonas
más dinámicas del país. Y una
amplia investigación de la organización humanitaria
International Justice Mission arrojó en 2013 que, de
todos ellos, aproximadamente el 60% había sido víctima de
tráfico de menores. Este número, y también los
que da Unicef para cifrar los niños que trabajan hoy en
día en el África subsahariana (alrededor de 48 millones) y
en el mundo (150 millones) puede aumentar de forma más que
significativa si la pandemia se replica en África, donde los
sistemas de salud son mucho más precarios, donde el
hacinamiento de la población es tónica habitual tanto en
hogares como en lugares de trabajo, los efectos mortales que
deja en otros países como Italia, España o Francia. De
hecho, los últimos datos no pintan un futuro esperanzador:
el continente ya cuenta alrededor de 21.000 casos positivos
y más de 1.200 muertes.
“Yo no sé cómo todo esto afectará las vidas
en sus familias, pero creo que muchos todavía no entienden
cuál puede ser la gravedad de la pandemia”, valora Nardoni.
Y, para finalizar, menciona otro de esos problemas
invisibles que ronda su cabeza estos días de desesperanza,
que no lleva como apellido el nombre de ningún virus pero
que suele provocar, al menos, el mismo sufrimiento y más
muertes que las epidemias. “En el colegio dábamos un
almuerzo y sé que, para muchos de los niños, era su comida
más importante del día”.
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